DESDE LA GRACIA Y LA DES-GRACIA
“Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave” (César Vallejo)
Al salir del geriátrico de visitar a una anciana demenciada con la que tengo un parentesco lejano, estoy por darle la razón a César Vallejo. Porque lo que vengo de ver me ha dejado los ánimos por los suelos y el corazón lleno de agobio: he visto a personas que no es que vayan envejeciendo, sino que se desploman mientras la vida los va deshabitando.
Pero me doy cuenta de que mi malestar desborda la situación concreta de este aparcamiento para viejos: siento una especie de opresión en el pecho y una especie de marea negra que me va invadiendo. Noto que, de repente, se me ha esfumado toda la ilusión que tenía por la vacaciones que empiezo pasado mañana con dos amigas (después de ahorrar durante años, por fin vamos a poder realizar el sueño de ir a Grecia y recorrer las islas de Egeo).
Estoy en un momento de plenitud de mi vida: trabajo en lo que me gusta, me siento querida y vinculada con mucha gente y estoy metida de lleno en aprendizajes vitales que me dinamizan y me ayudan a disfrutar de la existencia. Y además he empezado un proceso de profundización creyente que me está haciendo encontrar a Dios en lo más hondo de mí misma, dándome una sensación nueva de armonía y serenidad.
Pero en este momento ni serenidad, ni plenitud, ni armonía: más bien caos y desconcierto. Se ve que mis avances deben ser muy frágiles porque esta tarde se me está descolocando todo. Hasta la fe. La siento como un torreón que parecía fuerte pero que ahora está asediado por un ejército de dudas y preguntas y deja ver la debilidad de sus cimientos y las brechas de sus muros. Y casi lo de menos es lo que he visto esta tarde: lo peor es el aluvión de recuerdos, datos e imágenes que se han desencadenado en mi conciencia; como si, al entreabrir mi puerta para dejar entrar a alguien que sufre, estuvieran aprovechando para irrumpir en mí no sólo tristes imágenes de geriátricos o psiquiátricos, sino las de esas multitudes heridas y empobrecidas del mundo, todas esas situaciones que prefiero habitualmente relegar a zonas de olvido, con el pretexto de que yo no puedo solucionar nada y de que se trata de problemas mundiales que me desbordan.
Así que aquí estoy, en plena calle y en víspera de mis vacaciones, viendo desfilar por mi imaginación los rostros de los niños de aquel siniestro orfanato de China, los de los mendigos que piden en los vagones del metro, caravanas de gente famélica en Africa y de indígenas expulsados de sus tierras y la foto de premio Pulitzer de aquel buitre acercándose a una niña etíope moribunda.
Y Dios ausente de todo ese dolor (lucho con la tentación de hacerle responsable…). Y su presencia, tan compañera de mis días, en paradero desconocido cuando más falta me hace. Y todas las explicaciones sobre el mal que leí en el libro que me recomendó un cura amigo y en el que todo estaba clarísimo, absolutamente inservibles. Sólo un peso a agobiante del sin sentido de la vida humana, mientras yo estoy con las maletas hechas para escapar de su amenaza refugiándome en Corfú.
Ahora y aquí. Entro en una iglesia que me pilla de camino, milagrosamente abierta y me siento en el último banco con la cabeza entre las manos. Lo primero que se me ocurre es que Dios va a pedirme que renuncie al viaje a Grecia (en realidad lo doy ya por perdido…), que dé el dinero a Manos Unidas y posiblemente que me vaya de voluntaria durante las vacaciones a algún campo de refugiados del Zaire.
Pues no, ni eso. Sólo silencio, y ausencia, y un muro de granito detrás del que debe estar un Dios que se ha vuelto amnésico y hermético.
Salgo peor de lo que entré y me vuelvo a casa porque entre otras cosas, y más allá de problemas metafísicos, tendré que llamar a mis amigas y a la agencia con el bombazo de que anulo el viaje. Me derrumbo en el sillón junto a la mesita del teléfono, donde dejé el libro de Vallejo y vuelvo a abrirlo de manera mecánica, como para retrasar la decisión de las llamadas:
“Y Dios sobresaltado nos oprime
el pulso, grave, mudo,
y como padre a su pequeña,
apenas,
pero apenas, entreabre los sangrientos algodones
y entre sus dedos toma la esperanza”
Lo cierro y me quedo en silencio, sobrecogida. Dejo pasar mucho tiempo.
Se está haciendo de noche y me sorprendo al contactar en mi interior con una sensación de infinito asombro. Porque muy lentamente, me voy dando cuenta de que mi imagen de Dios se me está “deslocalizando”, se está retirando de los espacios donde yo lo tenía fijado para emerger, misteriosamente, en ese mundo subhumano que me provoca temor y rechazo, en medio de esas situaciones donde me parecía abolida la esperanza.
Y desde ahí me invita a no huir de los infiernos del sufrimiento cotidiano de la gente, sino a descender con él, que los ha conocido y vencido desde dentro. A no pretender acallar mis preguntas a fuerza de razonamientos ni evasiones, sino a cargar pacientemente con ellas y a tratar de buscar un nuevo alojamiento para mi fe que no sea la tranquilidad de un optimismo ignorante, sino la inquieta certeza que abre la esperanza. Una esperanza “que nace en medio de la aflicción, esperanza humedecida por las lágrimas y por la sangre, pero no por eso menos real y vital. Dios enfermo, ausente y sordo, y a la vez Dios enfermero, interesado y tierno” (GUSTAVO GUTIERREZ, “Lenguaje Teológico: plenitud del silencio”, revista Páginas nº 137, Feb.1996, p.67).
Empiezan a bullirme por dentro cosas en las que tiene que cambiar en mi vida: valores a jerarquizar (¿com-pasión por encima de búsqueda de armonía personal?); determinaciones que tomar (¿dónde y con quiénes reemprender mi búsqueda de ese Dios que no se agota en mi interioridad?); lugares nuevos que frecuentar (¿no habrá “infiernos”, más cercanos a mí de lo que creía, a los que comenzar a aproximarme?); recursos personales (¿tiempo, saberes, proyectos, entrañas…?) que puedan servirle a Dios de “dedos” que hagan llegar esperanza a tantas heridas…
Toda yo soy un volcán de inquietud y de interrogantes. Pero increíblemente, en este momento, y aunque supongo que la decisión es ambigua, siento que tengo que irme con mis amigas a Grecia y disfrutar allí con toda el alma.
Porque intuyo que este Dios de rostro nuevo que hoy me visita, es también el Dios de la alegría humana y de la fiesta, el del Cantar de los cantares y la danza a la orilla del mar; el de la esplendidez de vino en Caná y el derroche de pan en el desierto. No es sólo el Dios de los límites, es también el Dios de aquellos momentos de plenitud en los que a veces experimentamos, como en un anticipo de lo definitivo, la dicha prometida a los hijos, cuando el último enemigo vencido sea la muerte y ya no haya llanto, ni luto, ni gemido.
Y eso, al menos por esta vez, necesito celebrarlo con él desde Corfú.
* Dolores Aleixandre es religiosa del Sagrado Corazón y teóloga.
Al salir del geriátrico de visitar a una anciana demenciada con la que tengo un parentesco lejano, estoy por darle la razón a César Vallejo. Porque lo que vengo de ver me ha dejado los ánimos por los suelos y el corazón lleno de agobio: he visto a personas que no es que vayan envejeciendo, sino que se desploman mientras la vida los va deshabitando.
Pero me doy cuenta de que mi malestar desborda la situación concreta de este aparcamiento para viejos: siento una especie de opresión en el pecho y una especie de marea negra que me va invadiendo. Noto que, de repente, se me ha esfumado toda la ilusión que tenía por la vacaciones que empiezo pasado mañana con dos amigas (después de ahorrar durante años, por fin vamos a poder realizar el sueño de ir a Grecia y recorrer las islas de Egeo).
Estoy en un momento de plenitud de mi vida: trabajo en lo que me gusta, me siento querida y vinculada con mucha gente y estoy metida de lleno en aprendizajes vitales que me dinamizan y me ayudan a disfrutar de la existencia. Y además he empezado un proceso de profundización creyente que me está haciendo encontrar a Dios en lo más hondo de mí misma, dándome una sensación nueva de armonía y serenidad.
Pero en este momento ni serenidad, ni plenitud, ni armonía: más bien caos y desconcierto. Se ve que mis avances deben ser muy frágiles porque esta tarde se me está descolocando todo. Hasta la fe. La siento como un torreón que parecía fuerte pero que ahora está asediado por un ejército de dudas y preguntas y deja ver la debilidad de sus cimientos y las brechas de sus muros. Y casi lo de menos es lo que he visto esta tarde: lo peor es el aluvión de recuerdos, datos e imágenes que se han desencadenado en mi conciencia; como si, al entreabrir mi puerta para dejar entrar a alguien que sufre, estuvieran aprovechando para irrumpir en mí no sólo tristes imágenes de geriátricos o psiquiátricos, sino las de esas multitudes heridas y empobrecidas del mundo, todas esas situaciones que prefiero habitualmente relegar a zonas de olvido, con el pretexto de que yo no puedo solucionar nada y de que se trata de problemas mundiales que me desbordan.
Así que aquí estoy, en plena calle y en víspera de mis vacaciones, viendo desfilar por mi imaginación los rostros de los niños de aquel siniestro orfanato de China, los de los mendigos que piden en los vagones del metro, caravanas de gente famélica en Africa y de indígenas expulsados de sus tierras y la foto de premio Pulitzer de aquel buitre acercándose a una niña etíope moribunda.
Y Dios ausente de todo ese dolor (lucho con la tentación de hacerle responsable…). Y su presencia, tan compañera de mis días, en paradero desconocido cuando más falta me hace. Y todas las explicaciones sobre el mal que leí en el libro que me recomendó un cura amigo y en el que todo estaba clarísimo, absolutamente inservibles. Sólo un peso a agobiante del sin sentido de la vida humana, mientras yo estoy con las maletas hechas para escapar de su amenaza refugiándome en Corfú.
Ahora y aquí. Entro en una iglesia que me pilla de camino, milagrosamente abierta y me siento en el último banco con la cabeza entre las manos. Lo primero que se me ocurre es que Dios va a pedirme que renuncie al viaje a Grecia (en realidad lo doy ya por perdido…), que dé el dinero a Manos Unidas y posiblemente que me vaya de voluntaria durante las vacaciones a algún campo de refugiados del Zaire.
Pues no, ni eso. Sólo silencio, y ausencia, y un muro de granito detrás del que debe estar un Dios que se ha vuelto amnésico y hermético.
Salgo peor de lo que entré y me vuelvo a casa porque entre otras cosas, y más allá de problemas metafísicos, tendré que llamar a mis amigas y a la agencia con el bombazo de que anulo el viaje. Me derrumbo en el sillón junto a la mesita del teléfono, donde dejé el libro de Vallejo y vuelvo a abrirlo de manera mecánica, como para retrasar la decisión de las llamadas:
“Y Dios sobresaltado nos oprime
el pulso, grave, mudo,
y como padre a su pequeña,
apenas,
pero apenas, entreabre los sangrientos algodones
y entre sus dedos toma la esperanza”
Lo cierro y me quedo en silencio, sobrecogida. Dejo pasar mucho tiempo.
Se está haciendo de noche y me sorprendo al contactar en mi interior con una sensación de infinito asombro. Porque muy lentamente, me voy dando cuenta de que mi imagen de Dios se me está “deslocalizando”, se está retirando de los espacios donde yo lo tenía fijado para emerger, misteriosamente, en ese mundo subhumano que me provoca temor y rechazo, en medio de esas situaciones donde me parecía abolida la esperanza.
Y desde ahí me invita a no huir de los infiernos del sufrimiento cotidiano de la gente, sino a descender con él, que los ha conocido y vencido desde dentro. A no pretender acallar mis preguntas a fuerza de razonamientos ni evasiones, sino a cargar pacientemente con ellas y a tratar de buscar un nuevo alojamiento para mi fe que no sea la tranquilidad de un optimismo ignorante, sino la inquieta certeza que abre la esperanza. Una esperanza “que nace en medio de la aflicción, esperanza humedecida por las lágrimas y por la sangre, pero no por eso menos real y vital. Dios enfermo, ausente y sordo, y a la vez Dios enfermero, interesado y tierno” (GUSTAVO GUTIERREZ, “Lenguaje Teológico: plenitud del silencio”, revista Páginas nº 137, Feb.1996, p.67).
Empiezan a bullirme por dentro cosas en las que tiene que cambiar en mi vida: valores a jerarquizar (¿com-pasión por encima de búsqueda de armonía personal?); determinaciones que tomar (¿dónde y con quiénes reemprender mi búsqueda de ese Dios que no se agota en mi interioridad?); lugares nuevos que frecuentar (¿no habrá “infiernos”, más cercanos a mí de lo que creía, a los que comenzar a aproximarme?); recursos personales (¿tiempo, saberes, proyectos, entrañas…?) que puedan servirle a Dios de “dedos” que hagan llegar esperanza a tantas heridas…
Toda yo soy un volcán de inquietud y de interrogantes. Pero increíblemente, en este momento, y aunque supongo que la decisión es ambigua, siento que tengo que irme con mis amigas a Grecia y disfrutar allí con toda el alma.
Porque intuyo que este Dios de rostro nuevo que hoy me visita, es también el Dios de la alegría humana y de la fiesta, el del Cantar de los cantares y la danza a la orilla del mar; el de la esplendidez de vino en Caná y el derroche de pan en el desierto. No es sólo el Dios de los límites, es también el Dios de aquellos momentos de plenitud en los que a veces experimentamos, como en un anticipo de lo definitivo, la dicha prometida a los hijos, cuando el último enemigo vencido sea la muerte y ya no haya llanto, ni luto, ni gemido.
Y eso, al menos por esta vez, necesito celebrarlo con él desde Corfú.
* Dolores Aleixandre es religiosa del Sagrado Corazón y teóloga.
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