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domingo, 30 de agosto de 2009

MI NAUFRAGIO EN LAS ISLAS MARÍAS: De noche, entre el fuego y las olas

Por Luis Valdez Castellanos sj
Publicado por Fe Adulta

En las Islas Marías, situadas en el océano pacífico al sur de Mazatlán, se ubica un penal federal que es un modelo único de cárcel que tiene como finalidad la rehabilitación del preso. Las únicas rejas son las olas y los internos pueden vivir con sus familias. Actualmente se suele admitir a reos de baja peligrosidad.
Desde 1943 el gobierno mexicano pidió a la Compañía de Jesús que se hiciera cargo de la atención religiosa de los presos. Y desde entonces ha habido presencia permanente de jesuitas en la Isla que han entregado su vida en medio de los pobres y de los presos.
Debido a mi nuevo servicio en la Compañía de Jesús, en septiembre del 2008 visité por primera vez a los dos jesuitas que actualmente viven ahí: el P. Francisco Ornelas quien es el párroco y el hermano Juan Gómez quien fundó y dirige una Escuela de Torno Industrial para dar capacitación a los presos.
Para llegar ahí hay que pedir permiso a Gobernación y embarcarse en Mazatlán en una travesía de 12 horas. Además hay que sumar las 5 horas que duran los trámites de revisión de equipaje para poder abordar el barco de la Armada de México.
El miércoles 1º de julio me embarqué por segunda vez en el buque Maya de la Armada de México. Íbamos 89 civiles y 34 tripulantes. Es un barco de carga donde transportan diesel, herramientas, el correo y los alimentos para toda una semana de los internos y el personal administrativo de la Isla. Suelen ir familiares de los presos, algunos empleados de algunas empresas a prestar servicios y la tripulación. Para los civiles no hay sillas ni camarotes. Viajan en cubierta y se duerme en el piso al aire libre. Esta vez ya iba más confiado, con la experiencia de haber viajado con anterioridad. Después de platicar con el papá de uno de los presos me acosté a dormir.
Me despertó el movimiento de varios niños y los gritos que anunciaban que se estaba quemando el barco. Eran las 4.30 AM y todavía faltaban tres horas de navegación.
Me incorporé y ya estaba encendido el reflector que iluminaba la cubierta y lo que vi en la proa fue que junto a la antena del radio y cercano a los camarotes de la tripulación salía un humo denso de color gris oscuro. Cuando el viento lanzaba el humo hacia la popa, donde estábamos todos arremolinados, nos faltaba el oxígeno y yo sentía que me ahogaba. Tenía que irme al barandal para no respirar más ese humo contaminado. Aunque veía que estábamos en problemas mi mente me decía que el problema iba a ser controlado. Pensaba que estaba viviendo una pesadilla, me costaba trabajo creer lo que estaba viendo.
En unos instantes más empecé a sentir angustia pues en lugar de desaparecer el humo y extinguirse aparecieron unas poderosas llamas. Los marinos corrían intentando sofocar el incendio pero noté en seguida que no podrían y que sus esfuerzos serían inútiles. Carreras y gritos, especialmente de los niños que estaban con sus mamás. A mi alrededor había varias mamás abrazando y tratando de calmar a sus hijos. Gente sencilla de nuestro pueblo. Yo seguía atónito, todavía sin poder despertar bien y con la sensación de estar viviendo una pesadilla. Me acabé de despertar cuando el jefe de los marinos dio la orden de ponernos los chalecos salvavidas y evacuar el buque.
Como estaba a un lado del depósito de los chalecos inmediatamente empecé a repartirlos a los que lo pedían y empezamos con nerviosismo a anudar los listones. Los dedos no me respondían ágilmente y tardé un poco en hacer los nudos y asegurar mi chaleco.
Los marinos hicieron dos grupos: los que no supieran nadar y los que sí. A los primeros los fueron llevando a la parte trasera del buque para empezar la evacuación y ayudarles.
El fuego aumentaba a la misma velocidad que mi angustia de imaginar que iniciaran algunas explosiones. Sentí un gran miedo que, de pronto, hubiera una explosión que me alcanzara y me quemara.
De la cubierta bajé a la popa. La escalera terminaba en unos tambos de 200 litros llenos de gasolina y de ahí había que brincar al piso. Ayudé a algunas personas a bajar de los tambos y a subirse al barandal del barco para tirarse al agua. Y mientras atendía a los demás también sentí fuertemente mi propio instinto de conservación y de buscar la salida para mí; quería salvarme. Anduve recorriendo la popa y viendo hacia el mar para encontrar el mejor lugar para saltar. Dudaba mucho para dar el salto y me resistía. Tenía mucho miedo y la sensación de ir a lo desconocido, a la inseguridad. No me cabía en mi lógica lo que estaba pasando.
A pesar de las carreras, los gritos y los llantos, los marinos iban ordenando muy bien la evacuación. Había un jefe que daba las órdenes y los demás las apoyaban. Gracias a esta disciplina pudieron ayudar a las mamás a mantener la calma y que no se diera un brote histérico entre ellas y en los hombres que no sabían nadar. Las balsas salvavidas más cercanas al barco ya se estaban llenando principalmente con las mujeres y los niños. Los marinos estuvieron muy pendientes de cada mamá que caía al agua para auxiliarla.
Yo rodeaba el contorno de la popa y me seguía resistiendo a lanzarme al agua. La veía muy lejos y era de noche.
Me acordé que en mi equipaje, que obviamente tenía que dejar, estaban mis lentes y decidí subir a cubierta por ellos. Al llegar ahí, las llamas ya habían crecido aún más y sentí nuevamente el pánico de una explosión pues sabía que el barco llevaba combustibles. Para entonces la cubierta ya estaba casi desierta salvo algunos marinos que estaban quitando cosas cercanas al fuego. Rápidamente inicié el descenso a la popa y volví a caminar sobre los toneles de gasolina, pero esta vez las ansias me hicieron brincar más rápidamente y caí mal sobre mi pie derecho. Se me dobló el tobillo, caí completamente y enseguida sentí un dolor agudo. Pero había que escapar lo más pronto posible y me levanté como pude.
Busqué el costado del barco más desocupado y ahora sí me dispuse a brincar al mar. No me quedaba otra. También me animó el hecho que ayudé a saltar al agua a una señora con su hijo en brazos. Me dije: “ella no sabe nadar y lleva a su hijo, yo sí sé nadar tengo los brazos libres”. Así me di valor.
Sólo eran dos o tres metros de altura pero yo veía muy lejos el mar. Aunque dieron la orden de quitarse los zapatos yo la desobedecí y salté con ellos al agua, a la oscuridad, a la aventura. El chapuzón en el agua fresca me volvió a recordar la locura que estábamos viviendo. Gracias al salvavidas no me hundí tanto. Aunque es una zona donde hay muchos tiburones, en ese momento no lo recordé y puede nadar sin pánico. Sentí que iniciaba otra etapa en esta aventura pues me alejaba ya del peligro de las llamas, de una explosión y también había superado el temor de saltar.
Después de nadar un rato llegué a una balsa que estaba casi sola. Subir implicaba un grado de dificultad grande pues el costado de la balsa era redondo y alto como una llanta gigante. Aunque tenía una escalera pequeña de listones de tela, al poner el pie en la escalera el cuerpo se va hacia abajo de la balsa. Y así hay que impulsarse hacia arriba. Con la ayuda del marino que estaba ya en la balsa pude remontar y luego caer de clavado pues la balsa es profunda . Una vez adentro ya sentí una gran seguridad de haber logrado uno de los objetivos: llegar a la balsa.
Dentro de la balsa la oscuridad fue mayor pues era de noche y además tenía un toldo que la cubría. Al poco rato, subió un señor muy gordo y al entrar de clavado y caer pesadamente en el piso desfondó la balsa. El piso se despegó y empezamos a hundirnos. Nuevo susto y nueva batalla por la sobrevivencia. Se hundía el piso y el agua nos llegaba ya a la cintura. Era un nuevo naufragio y nuevos sentimientos de inseguridad. Decidí sumergirme más para liberarme y lo logré.
Volví a nadar en medio de la oscuridad y de una profunda soledad física. En ese momento no pensé en mi gente querida sino que estaba profundamente inmerso en una especie de burbuja del aquí y el ahora. El mundo se desaparece, lo único es el presente y la lucha por la sobrevivencia. También me percaté sensiblemente de la fragilidad de la vida. Hacía unos minutos descansaba en el barco y ahora enfrentaba el peligro y la incertidumbre. Pensé en lo rápido que puede cambiar la vida, de manera sorpresiva y que se impone. Había contemplado muy cercana la muerte pero no como algo inminente. No la ví a un paso sino a cinco.
Me detuve a descansar un poco y contemplar el barco que ardía y pensé que escenas de incendio en el mar ya las había visto en películas, pero ahora era diferente. Estaba asombrado y atónito. Durante momentos contemplaba sin creer ese espectáculo. Yo estaba en plena oscuridad solo iluminado por las llamas del barco. Andaba a la deriva nuevamente sintiendo una terrible soledad.
Nadaba solo pues la mayoría de las personas ya estaban en las balsas. Continué hasta que vi un barril blanco que me llamó la atención. Me dirigí hacia allá y, enseguida, vislumbre a un marino que en ese momento jalaba un cordón y se abría una balsa. Sentí nuevamente la esperanza. Él subió inmediatamente y le pedí ayuda para subirme, y luego ambos ayudamos a varios más. La balsa se fue llenando poco a poco. Sentí miedo que con el sobrepeso se fuera a hundir como había pasado con la otra. En total subimos 19 personas y la capacidad era para 20.
En esa balsa se subió la mayoría de la tripulación pues revisaron que todas las personas estuvieran a salvo y no anduviera nadie a la deriva en el mar. También fueron los últimos en abandonar el buque. Así nuestra balsa era completamente masculina con 3 civiles y 16 de la tripulación, entre ellos, estaba un teniente de navegación y el jefe de los marinos (el Contramaestre) quienes tomaron la autoridad.
Empecé a sentir calambres en las piernas y un gran cansancio. Seguía la oscuridad y las olas nos alejaban del barco. Eso nos beneficiaba pues en caso de que se hundiera no nos jalaría, con él, al fondo del mar. Además seguía latente la posibilidad de que se dieran estallidos, pues se quedaron algunos tambos de gasolina en la popa.
Se sacó el equipo de auxilio de la balsa: unos remos; unos paquetes con sobres que contenían agua; una especie de paracaídas pequeño que se lanzaba al mar y funcionaba como contrapeso para jalar la balsa; una navaja para cortar cuerdas; luces de bengala; otras luminarias; etc. Me dio gusto que vinieran bien equipadas para accidentes como el que habíamos vivido. Además la balsa tenía, en el centro, un arco que servía de sostén a un toldo que colgaba a ambos lados y nos protegería cuando saliera el sol. La balsa podría estar completamente cerrada pero no circularía el aire. Tenía que estar destapada hasta cierto nivel.
Una vez que el teniente organizó a la tripulación vino un gran silencio que a mí me permitió contactar más con mis sentimientos de extrañeza, de estar en una balsa con gente sencilla del pueblo, desconocida, pero que nos hermanaba una experiencia de estar completamente a la deriva e incomunicados. Sentí una gran cercanía a esas personas, una comunión humana de estar en peligro y en dificultades. Ahí no importaba qué había hecho cada quien, ni qué profesión tenía, ni qué títulos, ni la edad, ni la condición social. Importaba que estábamos juntos en aprietos y teníamos una actitud de cooperación y de buscar soluciones.
Más adelante se acercó en una pequeña barquita de madera el capitán del barco y le comunicó a sus subalternos que había decidido intentar llegar remando a las Isla pues no quería quedarse ahí sin hacer nada. Pidió los remos de nuestra balsa y le dio al teniente un radio portátil y él se llevó otro. Iba con cinco marinos y así se partieron.
Poco a poco empezó a amanecer y vi que nos habíamos alejado demasiado del grupo de las demás balsas que se habían amarrado entre ellas para evitar la dispersión. Sólo nosotros estábamos aislados y ahora distantes.
El teniente ordenó al buzo del buque y a otros tres marinos que se tiraran a nadar para acercarnos a las otras balsas ya que la distancia cada vez era mayor y no teníamos los remos. Pero en realidad era infructuoso el esfuerzo pues las olas lo impedían y nos arrastraban en la dirección contraria. Y después de unos minutos el buzo y los marinos que se habían tirado al agua entraron intempestivamente a la balsa, como si fueran delfines saltando, pues vieron a un tiburón. Y ahí recordé que es una zona llena de tiburones. Estaban pálidos y con la respiración agitada.
Con la luz del día me alegré de ver que mi reloj había superado la prueba y funcionaba perfectamente. Ya eran las 8 de la mañana. Sentía mucha sed y hambre.
El teniente tenía el radio portátil y mandaba constantes mensajes de auxilio a los distintos lugares que podían oírnos: San Blas en Nayarit, Mazatlán o las Islas Marías. Pero no había respuesta. Me aburrí de oír tantas veces el mismo pedido de auxilio.
Uno de los marinos oyó un motor de avión y sentimos una gran alegría e inmediatamente se sacaron las bengalas y se lanzaron dos. La alegría se convirtió en decepción y frustración pues siguió su ruta sin enterarse de nosotros. Pienso que fue un avión comercial que iba demasiado alto. Nuevos silencios.
Íbamos apretados y esto dificultaba cualquier movimiento. Además el piso de hule de la balsa al no estar fijo no permitía apoyarse en él y cambiar de posición. Por todo esto sentí con mucha frecuencia dolores de espalda y a ratos dificultad para respirar. Era muy difícil cambiarse de lugar. Y cuando subió el sol quedé del lado descubierto donde daba plenamente. Me empecé a quemar la cara y así aguanté un buen rato hasta que pedí cambiar de lugar y me metí dentro del toldo de la balsa. Sentí un gran alivio aunque ahora no sería tan fácil ver el mar y las posibilidades de rescate.
Al ver que tantos llamados de auxilio eran inútiles y ayudado por el cansancio me aparecieron una serie de pensamientos pesimistas. Empezaba a imaginar qué pasaría si anochecía y si no nos localizaban pronto. Empezó un tormento interior. Entonces recordé la importancia de vivir sólo en el presente y contactar con él a través de la respiración. Respirar profunda y repetidamente. Sentir el aire que entra y sale. Sentirlo, sentirlo… Y esto me ayudó a no sumergirme en el fatalismo y la desesperación total. Pero los sentimientos de incomodidad, impaciencia, cansancio, y el dolor del pie que ya había aparecido hacía rato me presentaban de nuevo pensamientos pesimistas que combatí con la conciencia del presente.
No sabía por qué pero permanentemente había agua en el piso de la balsa que nos mantenía mojados las asentaderas y las piernas. Fueron muy útiles una esponja y un trasto de plástico que estaban en el equipo de la balsa para que los marinos pudieran sacar poco a poco el agua que se juntaba. Esto me recordaba permanentemente que estaba en alta mar y a la deriva.
A ratos me preguntaba cómo estarían las mamás y sus niños en las otras balsas. Pensé en todas las horas que llevábamos a la deriva y la incomodidad de los niños, su impaciencia y por qué no, la histeria de alguna de las personas adultas. Me consolaba saber que en cada balsa iba un marino y que estaban juntas para ayudarse. El cansancio me hacía dormitar un poco.
El teniente me desesperó pues empezó a tener mal humor y les empezó a gritar a los marinos y a regañarlos de una manera desagradable. Era su manera de sacar el miedo y la tensión. Esperé un tiempo a ver si se calmaba y si no, iba yo a intentar ayudarle a que manejara sus sentimientos. Pero no fue necesario, en unos minutos más guardó silencio y dejó de dar órdenes.
Cuando podía ver las otras balsas las veía cada vez a mayor distancia. Sin embargo no me preocupaba pues una vez que nos descubrieran nos rescatarían a todos.
En un momento de silencio oímos el motor de un avión y a los pocos minutos entró la comunicación al radio. Cuando escuchamos la voz del piloto que decía que ya nos habían localizado gritamos de emoción y alegría. Como decía mi abuelita, me volvió el alma al cuerpo. Sentí ganas de llorar y mucha emoción. Y se me salieron las lágrimas. El rostro nos cambió a todos por la alegría. Vi mi reloj y eran las 12.40 PM. Estábamos salvados y solo era cuestión de esperar la llegada de las embarcaciones de rescate. A partir de entonces los silencios fueron menores y empezaron las bromas y las caras sonrientes.
Entonces caí en la cuenta que no le había pedido ayuda a Dios. No me puse a rezar ni pensé en poner a rezar a los marinos. Yo tenía la certeza que Dios ya sabía lo que pasaba y no estaba cruzado de brazos sino que había actuado y estaba actuando en el trabajo de todos nosotros y especialmente en el de los marinos que tan acertadamente nos ayudaron a los civiles a evacuar el buque y que ahora todos estábamos en las balsas. Nunca tuve la duda si Dios iba actuar. Me dio gusto constatar Su acción en medio de esa dificultad.
Sabía que el rescate no sería pronto pero ya tenía nueva dosis de paciencia que me alcanzaría hasta llegar a las Islas Marías. Y efectivamente aunque el piloto del avión dijo que la Interceptora (patrulla de alta velocidad) llegaría en media hora en realidad tardó una hora en arribar a la zona del naufragio. Cuando se estableció la comunicación con el capitán de la patrulla, el teniente le pidió que se dirigiera al grupo de balsas pues ahí estaban las mujeres y los niños. Y así lo hizo.
Enseguida apareció en el cielo un gran helicóptero de la marina que estuvo durante más de una hora sobrevolando el sitio. Me explicó el contramaestre que tenía una canastilla por si había necesidad de subir y trasladar a alguna persona grave a Mazatlán. Y afortunadamente no hubo necesidad. Yo sentía mucha emoción de ver el helicóptero muy cerca arriba de nosotros y que estaban ahí para ayudarnos, para respaldarnos. Era también un sentimiento de incredulidad.
Una media hora después llegó con nosotros otra patrulla y a los tres civiles que íbamos nos hicieron subir a ella y los demás permanecieron en la balsa. A mí me costó mucho trabajo porque ya prácticamente me era imposible apoyar el pie derecho. Me dolía cada vez más y más.
Arriba de la patrulla, al aire libre, inmediatamente vi a unos metros dos aletas grandes de tiburón. Andaban merodeando. Y en el trayecto de remolcar la balsa hacia el otro grupo seguí viendo varios más. Pero de ninguna manera intentaban atacar y ya sentía la seguridad de estar en una embarcación menos frágil y con motor.
Tardamos casi media hora en arribar al otro grupo de balsas, pues iba lentamente y nos habíamos separado un poco más de dos kilómetros. Se me hizo muy largo ese corto trayecto. Eran las ansias y el cansancio acumulado.
Para entonces la mayoría de las personas ya estaban en la Interceptora y en algunas embarcaciones pequeñas que salieron de las Islas Marías. También me impresioné mucho pues llegó otra Interceptora con un gran número de médicos y enfermeras que venían de Mazatlán a revisarnos. Sentí nuevamente la solidaridad humana y el agradecimiento con esos rostros morenos de hombres y mujeres que vinieron en nuestro auxilio. La sensación de tragedia iba disminuyendo en mí y la paz volvía al saber que nadie se había ahogado y que todos estábamos con vida.
Ante el retraso en salir rumbo a las Islas Marías pensé que quizás nos querían llevar a Mazatlán de regreso. El capitán que había salido en la barca de remos ya había sido rescatado y estaba hablando con los pilotos de las Interceptoras. Después me enteré que sí tenían la orden de llevarnos a Mazatlán pero que la gente pidió e insistió en dirigirse a las islas ya que los familiares estarían esperando. Y así fue finalmente.
De ahí todavía tardamos más de una hora en vislumbrar las islas. Nos volvimos a detener. Hubo reacomodo en las distintas embarcaciones. A los marinos que había sufrido la tragedia se los llevaron en una interceptora a ver qué se podía hacer en el buque que se seguía incendiando. Sentí coraje y lástima de que en esas condiciones todavía los hicieran trabajar. Entendí el lado inhumano de las instituciones: órdenes son órdenes.
A las 18.30 horas mi embarcación arribó a las Islas Marías. Me percaté que llegaba sólo con lo puesto y en una sensación de despojo, de carencia. Con muchos trabajos y lentitud por el dolor del pie recorrí el muelle hasta el puesto de inspección antes de que le permitan a uno entrar a la isla. Ya necesitaba ver a Paco Ornelas que sabía me estaba esperando. Me urgía.
En el sitio de inspección había un grupo de médicos que nos hicieron una pequeña revisión, entre otras cosas medir la presión arterial y medicaban en caso de necesitarlo. Yo sí traía alta la presión y me dieron una pastilla.
Una vez pasada la inspección me encontré con Paco y el “Regio,” un preso que es su ayudante y se encarga de la catequesis de los niños. Un abrazo hermoso con Paco y luego vi su cara de incertidumbre. No sabía nada. No les habían avisado del naufragio. Éramos los primeros informantes y corrió como pólvora la noticia.
Paco me llevó al hospital del Seguro Social y solo estuvimos un rato pues había varios de los niños que venían en el barco y los estaban atendiendo. Preferí llegar a la comunidad y comer algo.
Después de saludar al hermano Juan me senté a cenar. Mientras, Paco me consiguió ropa interior, un pantalón, una playera y útiles de aseo. Estos signos de acogida y ayuda los valoré muchísimo. Experimenté la solidaridad humana y la fraternidad jesuita. Me sentí en casa con los míos y siendo ayudado por ellos.
Durante la cena fue la narración a mis hermanos jesuitas y al Regio de mi experiencia con todos los pormenores. Contestaba sus preguntas y esto me sirvió para iniciar la catarsis que he vivido desde entonces.
El “Regio” fue a buscar a Gamaliel, un preso que es de Mérida y sabe sobar Y también agradecí mucho que con su habilidad disminuyera la inflamación del tobillo y un poco el dolor. Sin embargo la inflación y el dolor siguieron hasta el presente, pues resultó ser un esguince de segundo grado.
Estaba sumamente agotado física y emocionalmente y me fui a mi cuarto a descansar. Ahí, repasando el día, brotó el llanto ambivalente de agradecimiento por estar vivo; de la angustia vivida; de la soledad; de la fragilidad y también la solidaridad humana.
A modo de cierre.
No me he puesto a pensar sobre la experiencia (el por qué, el para qué) pues he optado por la vía afectiva para drenar todas las emociones que viví y se acumularon en esas horas de naufragio. Y me felicito por esta decisión. He estado muy sensible y me he mostrado débil. He llorado bastante y me he compartido con muchas personas. He recibido muchas muestras de cercanía y cariño que agradezco en el corazón. Hablar mucho del naufragio me ha ido sanando poco a poco.
De los grandes impactos de esta experiencia ha sido lo inesperado y lo contundente. No fue algo programado sino que se nos impuso a todos. La vida tiene su propio ritmo y sus experiencias independientemente de nosotros. Me ayuda a seguir fluyendo con ella como se presente y no como yo la programe.
La profunda experiencia de soledad y de saberme frágil y necesitado también fue una profunda experiencia humana y religiosa. La comunión que viví con los demás me llegó hondamente: juntos en la desgracia y ayudándonos.
Otro impacto muy fuerte fue experimentar la fragilidad de la vida, de mi vida y la cercanía de la muerte. La posibilidad real de desaparecer y de manera pronta me ha dejado huellas. Junto con esto constaté que estoy en paz con mi vida, que siento que he sido muy amado y que he amado a muchas personas.

31 de julio de 2009
Fiesta de San Ignacio de Loyola
Luis Valdez Castellanos sj

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