Por Santos Urías
Se dice que vivimos en una sociedad un tanto artificial en la que domina el mundo de lo aparente. Los eufemismos hacen que casi todo sea políticamente correcto y agradable.
La mentira anida con facilidad en nosotros. Se cuela de forma sutil. Sus muletillas son: “Todos lo hacen”; “no tiene tanta importancia”; “es más prudente”. Así se va alimentando un río de superficialidad, de complacencia, de hedonismo, incluso espiritual.
La acomodación y el bienestar son la parálisis de la vida entregada: “Tú cede, así serás más valorado, más reconocido, más considerado, llegarás más lejos”. Más lejos, ¿de dónde? Más lejos, ¿de qué? Más lejos, ¿de quién?
¿De Dios? ¿De la escucha? ¿De la comprensión? ¿De la sinceridad?
Ya a los niños se les educa. Mejor que no vean ciertas cosas; que no entren en los hospitales, en las residencias, en zonas de pobreza o exclusión. Se les oculta y se les niega el dolor, la enfermedad, el sufrimiento, la muerte. Como si, por no verlo, no existiese.
Y nos protegemos con las apariencias, con disfraces, con trajes y caretas, pensando que así, a lo mejor, no ven nuestra piel, nuestra debilidad, la fragilidad que nos acompaña. Precisamente, ésa que el Señor conoce y por la cual se conmueve y nos ama.
Y, como cada atardecer, rezamos el mismo cántico del Magníficat: Proclama mi alma la grandeza del Señor porque lo que ha mirado es la humildad de su esclava.
Santos Urías
Artículo publicado en la revista Vida nueva nº 2681.
La mentira anida con facilidad en nosotros. Se cuela de forma sutil. Sus muletillas son: “Todos lo hacen”; “no tiene tanta importancia”; “es más prudente”. Así se va alimentando un río de superficialidad, de complacencia, de hedonismo, incluso espiritual.
La acomodación y el bienestar son la parálisis de la vida entregada: “Tú cede, así serás más valorado, más reconocido, más considerado, llegarás más lejos”. Más lejos, ¿de dónde? Más lejos, ¿de qué? Más lejos, ¿de quién?
¿De Dios? ¿De la escucha? ¿De la comprensión? ¿De la sinceridad?
Ya a los niños se les educa. Mejor que no vean ciertas cosas; que no entren en los hospitales, en las residencias, en zonas de pobreza o exclusión. Se les oculta y se les niega el dolor, la enfermedad, el sufrimiento, la muerte. Como si, por no verlo, no existiese.
Y nos protegemos con las apariencias, con disfraces, con trajes y caretas, pensando que así, a lo mejor, no ven nuestra piel, nuestra debilidad, la fragilidad que nos acompaña. Precisamente, ésa que el Señor conoce y por la cual se conmueve y nos ama.
Y, como cada atardecer, rezamos el mismo cántico del Magníficat: Proclama mi alma la grandeza del Señor porque lo que ha mirado es la humildad de su esclava.
Santos Urías
Artículo publicado en la revista Vida nueva nº 2681.
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