El hombre moderno no espera ya el fin del mundo a breve plazo, y difícilmente se lo imagina a la manera de una catástrofe cósmica, como en los relatos clásicos de la apocalíptica judía. Pero el hombre contemporáneo como el de todas las épocas, sabe que en el fondo de su corazón está latente siempre la pregunta más seria y difícil de responder: «¿Qué va a ser de nosotros?»
Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o nuestra postura ante la vida, el verdadero problema al que estamos enfrentados todos es nuestro futuro. ¿En qué van a terminar los esfuerzos, las luchas y las aspiraciones de tantas generaciones de hombres? ¿Cuál es el final que le espera a la historia dolorosa pero apasionante de la humanidad?
Evidentemente, se puede responder que la vida del hombre es un breve paréntesis entre dos nadas. Pero, entonces, no es honrado escamotear rápidamente la turbación que surge en lo íntimo de nuestro ser: «Si lo único que espera a cada hombre y, por lo tanto, a todos los hombres es la nada, ¿qué sentido último pueden tener todas nuestras luchas, esfuerzos y trabajos?»
Sin duda, muchos pensarán que aún así, la vida no es «una pasión inútil», sino que se justifica suficientemente como lucha por lograr un futuro mejor para las siguientes generaciones. Esa es la fe oculta del hombre moderno que piensa que el progreso científico o la renovación total de la estructura económica y política de la sociedad llevarán un día a los hombres a una satisfacción suficiente de sus aspiraciones.
Un día el hombre «aprenderá» a morirse sin tristeza porque habrá disfrutado de una sociedad suficientemente feliz y gratificante. Pero, ¿no será entonces precisamente cuando la muerte adquiera un tono más trágico que ahora? Cuando se haya alcanzado un nivel tan alto de bienestar, de justicia, de solidaridad social, de disfrute de la vida, ¿no será más duro todavía tener que morirse?
Es aquí donde hay que situar el reto y la promesa de resurrección del mensaje cristiano; es una opción libre de fe, pero no es absurda ni irracional la postura del creyente que lucha y se esfuerza en la renovación y mejora de la sociedad humana, pero lo hace animado por la esperanza de una resurrección final.
Cualquiera que sea nuestra ideología, nuestra fe o nuestra postura ante la vida, el verdadero problema al que estamos enfrentados todos es nuestro futuro. ¿En qué van a terminar los esfuerzos, las luchas y las aspiraciones de tantas generaciones de hombres? ¿Cuál es el final que le espera a la historia dolorosa pero apasionante de la humanidad?
Evidentemente, se puede responder que la vida del hombre es un breve paréntesis entre dos nadas. Pero, entonces, no es honrado escamotear rápidamente la turbación que surge en lo íntimo de nuestro ser: «Si lo único que espera a cada hombre y, por lo tanto, a todos los hombres es la nada, ¿qué sentido último pueden tener todas nuestras luchas, esfuerzos y trabajos?»
Sin duda, muchos pensarán que aún así, la vida no es «una pasión inútil», sino que se justifica suficientemente como lucha por lograr un futuro mejor para las siguientes generaciones. Esa es la fe oculta del hombre moderno que piensa que el progreso científico o la renovación total de la estructura económica y política de la sociedad llevarán un día a los hombres a una satisfacción suficiente de sus aspiraciones.
Un día el hombre «aprenderá» a morirse sin tristeza porque habrá disfrutado de una sociedad suficientemente feliz y gratificante. Pero, ¿no será entonces precisamente cuando la muerte adquiera un tono más trágico que ahora? Cuando se haya alcanzado un nivel tan alto de bienestar, de justicia, de solidaridad social, de disfrute de la vida, ¿no será más duro todavía tener que morirse?
Es aquí donde hay que situar el reto y la promesa de resurrección del mensaje cristiano; es una opción libre de fe, pero no es absurda ni irracional la postura del creyente que lucha y se esfuerza en la renovación y mejora de la sociedad humana, pero lo hace animado por la esperanza de una resurrección final.
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