Publicado por El Blog de X. Pikaza
Sigo con las estaciones de un Via-Crucia abierto a los dolores de la historia humana, que podemos ver condensados en Jesús. Ayer traté de la cruz de los miles de niños violados por representantes del cristianismo. Mañana recogeré la cruz de miles y miles de mujeres violadas. Hoy quiero hacer un alto en el camino, siguiendo en la línea de unas reflexiones de J. Arregi... Para ello he buscado en el recuerdo de mi disco duro un trabajo escrito hace unos 25 años y publicado en la Revista Communio (creo que hay edición digital). Yo pensaba entonces de un modo más teórico, en una línea de reflexión más sistemática ( entonces publicaba en Communio, hoy no me piden trabajos para esa revista de Comunión y Liberación). Pero me gusta recordar aquel tiempo y este trabajo. No sé si es para todos, pues se sitúa en un plano más bien conceptual, pero también ese plano es importante en un tipo de reflexión cristiana. Requiere un reposo meditarivo, entre poético y filosófico. Quizá alguien lo aproveche. Buen día a todos, hoy que hacemos memoria de Oscar Romero. El otro día presenté su semblanza, hoy le sigo recordando emocionado.
Introducción
En las reflexiones que siguen quiero fijar los elementos fundamentales del signo cristiano de la cruz. Frente a la esfera de la razón que se absolutiza clausurándose en sí misma, la cruz remite al hombre dislocadamente abierto. Recordemos las palabras que Chesterton ha puesto en boca de Satán: «La esfera es razonable, la cruz irrazonable; la esfera es necesaria, la cruz arbitraria. Sobre todo, la esfera constituye unidad en sí misma; la cruz está primordialmente y sobre todas las cosas en discordia consigo misma» (La esfera y la cruz, cap. I).
Frente a la lógica, la necesidad interna y la plenitud autoclausurada de la esfera, perpetuamente idéntica, nosotros, los cristianos, elevamos la señal abierta y aparentemente contradictoria de la cruz. Su irrazonable arbitrariedad se nos transforma en lugar de razón superior, su discordia es principio de reconciliación redentora.
La cruz se ha convertido dentro de la historia de los hombres en el signo de la confrontación universal (cfr. 1 Cor. 1, 18 ss.). Frente a ella chocan y en relación con ella cobran su sentido los grandes símbolos religiosos de la humanidad, estrella y luna, fuego y agua, lo mismo que los nuevos emblemas de la ciencia, la revolución o el progreso: esfera y llana, hoz y martillo.
En las reflexiones que siguen, al lado de ese nivel de confrontación más universal y más lejano de las religiones y culturas, queremos desarrollar nuestro pensamiento en relación directa con la «theologia crucis» de la tradición protestante, reflejada en la actualidad por hombres como J. Moltmann (El Dios crucificado) y E. Jüngel (Gott als Geheimnis der Welt, Dios como misterio del mundo), Debido al tono y finalidad del trabajo, este segundo nivel de confrontación se moverá en el plano de los planteamientos generales. Por eso, no entraré en polémica, no ofreceré comparaciones concretas, no analizaré proposiciones de otros pensadores.
Baste con indicar que el hilo de mi reflexión está inspirado en las obras referidas y que, por encima de ellas, pretendo fijar con radicalidad el carácter divino del signo de la cruz. Este último objetivo me sitúa en línea de confrontación interna dentro de la misma tradición católica. ¿Puede hablarse de cruz en términos intradivinos? ¿Quién se atreverá a afirmar que el amor del Padre al Hijo y viceversa puede hallarse enmarcado por los signos de la sangre y de la cruz? Intentaremos responder afirmativamente. De esta forma, este pequeño trabajo acabará siendo lugar de confrontación intracatólica. Todo eso lo hacemos de manera muy velada, sin imponer criterios, sin marcar soluciones. Simplemente quisiéramos ofrecer una posibilidad de comprensión y de vivencia ampliada de) signo de la cruz, allá donde se juntan los caminos del Dios que se autorrealiza y del hombre que se hace.
1. Cruz e historia de Jesús.
La cruz de los cristianos pertenece al campo de los símbolos primordiales que enmarcan el misterio de la vida, ofreciendo incentivos para amar y sufrir, pensar y esperar. Por eso, su sentido no se muestra con razones, se descubre con la vida; su verdad no se estructura en pensamientos, se traduce en un proceso experiencial que transfigura desde dentro la existencia.
Debemos encuadrar la cruz sobre el campo de los grandes signos religiosos de la humanidad, como la estrella de Israel o la media luna del Islam. Para Israel, la estrella de Jacob-David (cfr. Núm. 24,17) enciende la esperanza de la nueva tierra, simboliza la utopía del hombre que concibe su verdad como camino, anuncia la llegada del culmen de la historia. La media luna de los musulmanes significa de manera inmejorable la vivencia de la condición humana como ritmo repetido de vida y muerte, expresión de un destino necesario.
En estos dos últimos casos, el signo religioso -tomado en sí mismo- se sitúa por encima de los hombres, en nivel de inmensidad cósmica: la estrella anuncia el sol (reino) que viene, la media luna alude al misterio de la insondable voluntad de Dios. Mientras tanto, el hombre permanece como fuera de ese misterio, al margen del Dios que le dirige y encamina. Puede darnos la impresión de que esos signos de carácter cósmico han pasado. Nuestra humanidad es más antropocéntrica. Por eso busca imágenes que sean más humanas, que evoquen mejor el esfuerzo de la cultura, el orden nuevo de la ciencia, el proceso de la maduración psicológica o
la utopía de la nueva sociedad ya no clasista. Lógicamente, nuestros contemporáneos se sienten más interpelados por los mitos del surgimiento (Prometen, Edipo) o por los signos del trabajo y de la ciencia (esfera, hoz y martillo). Veamos algo más extensamente estos dos últimos.
LA ESFERA OFRECE UN PRIMER SENTIDO CÓSMICO: alude a la plenitud del sol, como perfección cerrada en sí misma, absolutamente idéntica, inmutable. Pero, al mismo tiempo, se refiere, puede referirse, a todo lo que el hombre ha suscitado por la ciencia, ligada internamente a las figuras circulares. Constituyendo una especie de expresión cósmica, como supone la física de Aristóteles, el signo de la esfera alude al mismo tiempo al esfuerzo y a la ciencia creadora. Por su parte, la hoz y el martillo simbolizan el sentido del trabajo en su vertiente de cultivo agrícola y de técnica industrial. Lógicamente, son muchos los que piensan que nuestro mundo, superando la ingenuidad de los antiguos símbolos religiosos de carácter cósmico, encuentra su sentido en aquel lugar donde se combinan la hoz-martillo del trabajo revolucionario y la esfera de la ciencia que logra clausurarse sobre sí misma en expresión de plenitud definitiva.
Pues bien, frente al doble simbolismo de la ciencia y del trabajo, superando al mismo tiempo los antiguos signos de la luna y de la estrella, los cristianos confesamos que EL MISTERIO DEFINITIVO DE LA REALIDAD SE HA EXPRESADO POR LA CRUZ DE JESUCRISTO.
En ella distinguimos tres estratos.
a) Para la ciencia, la cruz ( + ) no es más que un signo de adición, señal de suma.
b) Para el hombre religioso, la cruz simboliza desde la antigüedad el poder del sol que se autoexpande (cruz aspada), o la grandeza de un cosmos que se abre hacia los cuatro puntos cardinales.
c) Para los cristianos, sin perder esos aspectos y especialmente el segundo, la cruz alude directamente a la historia y a la muerte de Jesús como expresión de Dios y campo del misterio. De eso hablaremos a continuación.
La cruz siempre es bifronte. Pensamos habernos centrado en su capacidad de referencia histórica y descubrimos con sorpresa su vertiente cósmica. Fijamos su sentido humano y se nos abre su valor divino. Veamos. La cruz expresa desde antiguo una vivencia cósmica: la experiencia de la totalidad del mundo, significada en el equilibrio de los cuatro puntos cardinales, ilimitadamente abiertos hacia el espacio, la experiencia de los cuatro elementos... Lógicamente, Jung ha destacado la cuaternidad como signo de la perfección absoluta. Pues bien, sin negar esa experiencia, los cristianos confesamos que la cruz es ante todo el signo de la vida y de la muerte de Jesús, el Cristo, como resumen de una historia que se encuentra recogida por el credo: Fue crucificado, murió ....
Situémonos en esa última dimensión. Desde Jesús, la cruz es signo de la muerte y como tal alude a un hecho de la historia. Las religiones de la naturaleza sitúan la muerte dentro del ritmo de la sacralidad cósmica, en el proceso ininterrumpido de nacimiento y corrupción que determina toda la realidad de los vivientes; estrictamente hablando, la muerte carece por sí misma de sentido, por ser parte de un todo más extenso en que se inscribe: la vida divina se realiza de un modo ininterrumpido a través del proceso del eterno retorno en que todo acaba y todo vuelve a ser lo mismo.
Evidentemente, en esa concepción, un signo de muerte como es la cruz no puede convertirse en punto de convergencia donde se anuden todas las dimensiones de la experiencia y de la esperanza de los hombres. De un modo distinto, pero estructuralmente semejante han interpretado la muerte en el Oriente (budismo e hinduismo): liberada del proceso de las reencarnaciones (ciclo del eterno retorno), la verdad del hombre puede abrirse hacia lo eterno. La muerte no es más que el intermedio, el momento en que se realiza la ruptura liberadora. Tampoco aquí el signo violento de la muerte en cruz puede volverse centro de sentido salvador para los hombres.
Cuando llegamos a Jesús es diferente. Desde su enraizamiento israelita, Jesús ha superado tanto la solución del eterno retorno, como la búsqueda de una liberación interna en el espacio superior de la inmortalidad. A su entender, la muerte constituye el signo abierto de la vida que, acabándose, se ofrece en manos de alguien que quiera (o pueda) recibirla. La muerte es como un signo de interrogación abierto hacia el misterio de un Dios que acoge a quienes cierran la vida en signo de fidelidad y de esperanza. Sólo en ese contexto la cruz de un ajusticiado que muere puede convertirse en signo del misterio.
Lógicamente, en la visión del reino que Jesús ha proclamado, dentro de la línea de esperanza israelita y a partir de la conflictividad del mundo, la muerte ofrece dos aspectos correlativos:
a) Por un lado, es lugar de lucha abierta, de fracaso y abandono; es la expresión suprema de la fragilidad e impotencia del hombre que no puede resolver su destino, signo de poderes adversarios y enemigos.
b) Pero, al mismo tiempo, es campo de victoria de Dios que acoge a los fieles en el seno de su vida resucitadora.
Teniendo esto en cuenta, y a partir de los datos que nos ofrece el evangelio, pensamos que LA MUERTE EN CRUZ DE JESUCRISTO ESTÁ CONDICIONADA POR ESTOS CUATRO MOTIVOS:
a) Su realidad humana. Ley de vida es para todos los humanos el morir y sólo por la muerte pueden acceder al gran misterio del Dios que les transciende.
b) La oposición político-religiosa de Israel y Roma. Por haberse convertido en pregonero y signo de un mensaje que se opone a los intereses de los poderosos del mundo, Jesús ha sido condenado en juicio público; no ha muerto, le han matado.
c) Su propia opción. La cruz no advino al Cristo desde fuera, como en gesto de' sorpresa. En medio de su propia pequeñez y su impotencia, arrastrado por la tragedia de una vida dolorida, Jesús ha mantenido su opción hasta el final; voluntariamente se ha arriesgado, por su misma conducta le han matado.
d) Finalmente, la cruz es signo de fe y señal de la presencia de Dios. Jesús ha sido el representante radical de la fe, interpretada como entrega de la vida en manos del misterio de Dios Padre. El mismo ha declarado que sólo quien mantiene su confianza en la dureza del fracaso, la persecución y el abandono puede ser en realidad creyente. Pues bien, como el primero de los creyentes, porque se ha puesto en las manos de Dios hasta el final, Jesús ha muerto en el Calvario.
Estos elementos determinan el sentido de la cruz de los cristianos. Signo es la cruz de la flaqueza de una existencia que se quiebra y que sólo en el fracaso de si misma puede abrirse hacia el misterio. La propia muerte es cruz y es insensato quien pretenda salirse de sí mismo por hallarla. Pero siendo cruz la misma vida y muerte de los hombres, lo será de una manera más expresa cuando existen personas que esclavizan, oprimen o destruyen. En momentos de conflictividad especial, la cruz está escondida en la exigencia de respuesta fiel de quien ha optado por la verdad a pesar de las dificultades y persecución que ello supone. Finalmente, lugar de cruz será la misma búsqueda extendida hacia el misterio: Dios pide fidelidad y suele responder con el silencio; exige entrega plena y no se manifiesta. Este es en la cruz el nivel definitivo.
Tales son los planos de la cruz de Jesucristo como centro cíe la historia de su vida. Ha muerto fiel a la tarea de su vocación mesiánica, ajusticiado sobre dos maderos contrapuestos, en gesto de llamada abierta hacia la altura de un Dios a quien invoca entrañablemente como Padre sin haber escuchado sobre el mundo su respuesta. Si todo hubiera terminado ahí, la historia de Jesús no ofrecería más que un viejo modelo de fidelidad humana, ciertamente interesante pero condenado al olvido inexorable de la historia de los hombres. Esa historia de la cruz recupera su valor de simbolismo religioso universal (centro donde toda realidad se arraiga, foco del misterio), porque el mismo Dios es quien se ofrece y se realiza en ella. Con esto abrimos un nuevo plano de «dualidad en la cruz»: es revelación plena de Dios, es el sentido de la vida para el hombre.
La cruz es signo de un Dios que en Jesucristo asume la pequeñez del hombre, sufriendo en su carne el dolor, la impotencia, la injusticia y muerte de la historia. Si Dios se mantuviera lejos, sin haber sido alcanzado por la tragedia y conflictividad del mundo, todo permanecería eternamente idéntico. Existirían como dos estratos, regulados por dos grandes señales: la esfera, como autocontemplación inmutable, indicaría el ser de Dios; la cruz, como expresión de búsqueda y de lucha, la existencia de los hombres. En una dualidad de ese tipo, resultaría más emocionante y más valioso ser hombre de cruz que llevar con Dios el orden de la esfera. Pues bien, la novedad del cristianismo consiste en haber descubierto y confesado que la cruz, misterio de un amor que se autoentrega, pertenece en primer lugar a Dios y sólo después puede aplicarse a nuestra historia.
Sólo por ser verdad en Dios la cruz será expresión del hombre, en su múltiple sentido de entrega en el amor, poder en la impotencia y vida abierta. Como en algún momento han señalado los viejos textos cristianos, la cruz del Señor Jesús se extiende desde el cielo hasta la tierra, uniendo en dialéctica de mutua implicación la trinidad de Dios y el hacerse de los hombres. Así lo indicaremos en las reflexiones que siguen.
2. Cruz y experiencia de Dios.
Simplifiquemos las imágenes y llamemos al absoluto de la ontología clásica señor de la esfera; propio del cristianismo será el signo de la cruz.
Como elementos distintivos del señor de la esfera citaremos la inmutabilidad, la contemplación de sí mismo y la capacidad de imponerse a los otros. Por inmutabilidad se entiende aquella autoidentificación interna por la que Dios supera todo el plano de los cambios, los afectos, las pasiones; lo es todo y por lo tanto nada necesita. Por ser internamente perfecto, Dios se goza en contemplarse: por eso le llamamos autocontemplador absoluto: mirándose descubre su propia perfección y descubriéndola se goza y se complace en ella. Frente a los restantes seres que ha creado, Dios se mostrará como Señor; por eso todos han de venerarle.
En resumen, Dios sería como una esfera que se cierra inexorablemente sobre sí misma, en círculo de perfección, de tal manera que termina apareciendo ante los hombres como un poder que les subyuga y esclaviza. Para un número considerable de nuestros contemporáneos, la cruz, como opresión debe combatirse, se identifica con la misma existencia de un Dios impositivo que nos somete, infantiliza y esclaviza.
Frente al señor de la esfera presentan los cristianos el signo de la cruz como expresión de una vida en la que Dios se define, en antítesis respecto a lo anterior, como proceso originante de la creación, amor que se expande y gratuidad que se regala.
A) Como proceso creador Dios es origen y sentido de la vida que se gesta de un modo efusivo, es el misterio de emergencia primigenia y tiene, al mismo tiempo, un nombre bien concreto, Es Padre.
B) En segundo lugar, siendo amor que se expande, Dios se define como encuentro en libertad, comunión en absoluta entrega. No es poder que autogozándose obligue a la respuesta de un sometimiento y reverencia; por el contra rio, es el amor que ofrece lo que tiene, sin buscar compensaciones. Por eso, la creati¬vidad de Dios se identifica con su autodonación. En misterio que desborda todas nuestras posibilidades racionales al situarnos en esa perspectiva, descubrimos a Dios como encuentro, es el amor de Padre-Hijo.
C) Dios aparece finalmente como la gratuidad primigenia; es el regalo del Padre que se ofrece, es la confianza del Hijo que responde; Dios es el Espíritu Santo.
¿Por qué decimos esto, tratando de la cruz?. Por algo muy sencillo: los cristianos confesamos que el misterio de Dios está expresado (se realiza humanamente) en la historia salvadora. Pues bien, llegados aquí, descubrimos que la cruz, como lugar donde la historia de Jesús culmina en apertura hacia su Padre, constituye, por un milagro inefable, el centro del misterio trinitario. Veamos.
LA CRUZ ES SÍMBOLO DEL PADRE QUE SE EXPANDE, SALE DE SÍ MISMO Y SE AUTOEXPRESA EN JESUCRISTO.
El Padre es el principio de vida que se ofrece. No clausura para sí riqueza alguna, no conserva egoístamente nada. Por eso se autoentrega en Jesucristo, haciéndole distinto, tan distinto, Hijo de Dios en forma humana, hombre que busca la verdad del reino y lucha por liberar a sus hermanos dirigiéndoles al Padre. Pues bien, en gesto de amor doloroso, a fin de que el Hijo pueda ser perfecto, el Padre ha de entregarle, hacer que llegue hasta la muerte. Por eso, al confesar en frase bíblica que Dios ha ofrecido a su Hijo (Rom. 8,32), no afirmamos simplemente que lo ofrece por nosotros, sino que decimos que Dios entrega al Hijo es por el Hijo: le entrega con el fin de que madure plenamente en el amor, a través de un gesto de abandono total y de total confianza; le entrega para recibirle plenificadamente resucitado por medio de la muerte. Esto significa que la plenitud de Jesús como Hijo y la redención de los hombres se unen en un mismo gesto de amor y realización, de entrega y de respuesta (cfr. Hebr 5, 7-10).
Podemos expresarlo de otro modo: no existe primero trinidad de Dios -encuentro Padre-Hijo amor primigenio, se realiza en la cruz de Jesucristo: en el gesto de amor absoluto del Padre - y después muerte de cruz. La misma trinidad, como historia de que sostiene al Hijo que se entrega, en el gesto del Hijo que angustiosamente sigue abierto a la confianza y desde el fondo de su entraña llama (y ama) al Padre. Esto significa que el Hijo (Jesucristo) sólo alcanza su verdad y plenitud sobre el Calvario, allí donde su vida se realiza definitivamente como abertura al misterio, entrega de sí mismo, creatividad y sacrificio. Correlativamente, el Padre sólo alcanza su paternidad allí donde en el centro del dolor y la ruptura engendra al Hijo por la cruz como distinto y salvador, resucitado y pleno.
Evidentemente, surge la pregunta: ¿pero no sería preferible que las cosas fueran de otra forma? ¿No sería más divino un tipo de amor sencillamente. luminoso, sin rupturas y sin luchas, sin salida de sí mismo y sin entrega? En otros términos, ¿no sería preferible un Dios de gracia abierta y no crucificada? ¡De ninguna forma! Es cierto que de Dios sabemos pocas cosas. Si queremos descubrirle no tenemos más remedio que pararnos y contar la vieja historia de Jesús, el Cristo. Pero eso es suficiente. En la historia de Jesús se expresa y se realiza el mismo ser divino. Pues bien, como centro determinante de Jesús, la cruz constituye el punto de referencia fundamental en la visión de Dios, el lugar donde se expresa, se realiza y se define el misterio del amor de Dios y de los hombres. Por eso, debemos afirmar que el amor, por su misma naturaleza, incluye dentro de sí mismo un sgo de cruz.
No hay amor sin que uno salga de sí mismo, con el Padre que se entrega absolutamente al Hijo. No hay amor sin el esfuerzo de un respeto y sin la entrega del amado que responde con un signo de gratitud y de confianza (Jesús se ofrece al Padre poniéndose en sus manos). Esto nos remite a la cruz. En ella, corno apertura definitiva del Padre al Hijo y como respuesta total del Hijo al Padre, se realiza el amor como misterio. Sólo de esta forma la cruz puede mostrarnos la verdad de Dios como lugar de entrega y pascua, muerte, gratitud y vida (es el lugar del Espíritu).
Por eso, lo mismo que afirmamos que no hay amor sin cruz y ofrenda de sí mismo, añadiremos que no hay amor divino, esto es, amor originario sin la pascua, sin transformación de la vieja realidad, sin surgimiento del hombre nuevo. Lo que se entrega en el amor de la cruz no se pierde sino que se realiza en plenitud transfigurada. Por eso, la verdad de la historia de Dios como proceso creador no consiste en la fatalidad de un aniquilamiento sino en la creatividad de una realización original, como historia de amor en la que pueden incluirse todos los humanos (proceso del Espíritu).
PENSAMOS QUE DIOS NO HA CREADO A LOS HOMBRES CON EL FIN DE ABANDONARLOS FUERA DE SÍ MISMO, SINO PARA INCLUIRLOS DENTRO DEL PROCESO CREADOR DE SU PROPIA REALIZACIÓN, CENTRADA EN EL CALVARIO. Por eso, la cruz no se pierde en la fatalidad de la historia. Desde las contingencias de su forma de realización concreta, la cruz de Jesucristo, como lugar de máxima entrega en el amor, constituye un momento integrante de la realización trinitaria de Dios. Lo que en la historia de Cristo aparece como tiempo del mundo constituye, mirado en su profundidad, un elemento del tiempo primigenio de la propia realización de Dios como encuentro de amor.
Es evidente que en el fondo de estas afirmaciones, ofrecidas aquí de un modo esquemático y quizá desordenado, subyace una visión particular de Dios y de los hombres, de la eternidad y de la historia. Es una visión que, aunque deberíamos exponerla con más detalle, se puede resumir de esta manera: la realización trinitaria (inmanente) de Dios y su expresión histórica (económica) en la cruz de Jesucristo no constituyen dos planos de entidad independiente, unidos sólo a través de una especie de imitación-participación platonicista. El misterio de Dios como trinidad (verdad original y fundamentante, principio, centro y fin de todas las verdades) se realiza en la misma historia de la vida y de la muerte de Jesús. Por eso, la cruz no es algo que Dios imponga a la fuerza sobre las espaldas de los hombres, reservándose egoístamente una esfera de autoconocimiento beatificante. La cruz constituye el centro de un misterio de amor y realización, de entrega transformadora y muerte resucitante, que pertenece a la entraña misma de Dios. Sólo porque Dios vive la cruz («es» la hondura de la cruz) la ofrece a los hombres como lugar de realización y de misterio, de búsqueda y de encuentro. Lo contrario sería masoquismo.
3. Cruz y experiencia del hombre
Solo porque la cruz es lugar de encuentro, en donación absoluta y absoluta entrega, del Padre con el Hijo en el Espíritu, se puede hablar de su importancia antropológica. Por gracia absoluta de Dios, el hombre se realiza, esto es, adquiere posibilidad de ser y madurar en ámbito de Espíritu. Pues bien, teniendo en cuenta que el Espíritu se define como realidad y hondura del encuentro trinitario y partiendo de las líneas centrales de la pneumatología, podemos hablar de la experiencia cristiana de la cruz en estos tres momentos: creatividad, salvación en la pequeñez, apertura a la utopía.
El signo de la cruz nos abre hacia el misterio de la creatividad, interpretada como posibilidad de realización del hombre en la entrega de su propia vida. Hay un modelo de humanismo egoísta, donde la plenitud personal se determina en función de la capacidad de dominio sobre los hombres y las cosas. En contra de eso, conforme al símbolo cristiano, el hombre sólo es dueño de sí mismo y creador en la medida en que se entrega, convirtiendo su vida en una especie de semilla que se esparce: «si el grano de trigo no muere ... ». Sólo quien pierde su vida ofreciéndola a los otros, la realiza y recupera. Tal es el primer rasgo de la cruz.
Ese misterio de creatividad nos sitúa en el centro de la experiencia cristiana. Con¬tra todos los que afirman que ser hombre es poca cosa, contra todos los que opinan que es inútil todo esfuerzo y toda entrega, contra todos los que piensan que no im¬porta más que el conformarse, dejando que las cosas sigan siendo, el signo de la cruz valora y acentúa el sacrificio de la propia vida. No ha existido en toda la historia de los hombres un gesto más cargado de creatividad, un signo más revolucionariamente poderoso y transformante, que la entrega impotente de Jesús sobre el Calvario.
Pasamos con esto al segundo sentido de la cruz para los hombres: la salvación en la pequeñez. Los sistemas de este mundo intentan ofrecer la plenitud por los caminos de la fuerza, a través de la grandiosidad de una transformación económica que se impone al dictado de las leyes, por el cálculo de una revolución proletaria o por la nueva dialéctica de las ideas. Pues bien, ante la cruz eso termina en impotencia. Son incapaces de ofrecer verdadera liberación los ideales más excelsos de la tierra, los poderes de los hombres. Desde Cristo sabemos que la plenitud verdadera se alcanza por la gratuidad: si Dios ha redimido a través de la impotencia del Calvario, los hombres solamente redimirán en la impotencia de una entrega no impositiva, gratificante.
Esto nos sitúa en el centro de una dialéctica que, en la línea del antiguo testamen¬to, han resaltado el canto de María (Lc. 1, 46-55) lo mismo que san Pablo: Dios ha escogido a la pequeñez del mundo como base y principio de su acción transformadora. Evidentemente, no es salvadora la pequeñez en cuanto tal, sino la pequeñez que se entrega, la impotencia que ama, la ignorancia que se ofrece. No es el dictado de los grandes lo que cambia al mundo sino la capacidad de amor de los pequeños. En la cruz cobra sentido el sufrimiento de los pobres marginados de la tierra: la impotencia de los hambrientos y sedientos, la incapacidad de los derrotados y aplastados, humillados y perdidos. En ellos, si es que aman y se entregan, se halla el principio de transformación de la realidad. La salvación que intentan imponer los poderosos se encuentra podrida en su interior porque transmite el germen de la fuerza. Solo en el gesto radical de amor de un impotente, del que nada quiere defender y todo lo ha ofrecido, se desvela transformante la esperanza de la tierra. cruz es signo de resurrección.
La cruz es, finalmente, signo de utopía. Todos los ideales de transformación de los poderosos terminan siendo «antiutopías»: destruyen al hombre al encerrarle en las fronteras de una mutación impositiva que impide el riesgo de la libertad, el gozo de la gratuidad, la alegría del juego y de la entrega de la vida. Sólo en el amor se enciende la utopía abierta, aquélla que aparece vinculada a la absoluta apertura de la vida, interpretada como entrega que se plenifica en el misterio trinitaria. Sólo en la cruz de un amor ofrecido a los demás e internamente sacrificado, puede vislumbrarse el camino de la realización plena del hombre.
La utopía a que se alude en la cruz lleva el nombre de resurrección, como posibilidad de vida creadoramente abierta sobre el mundo y de esperanza de transformación escatológica. El ideal de comunión a que se aspira no será resultado de ninguna fuerza impositiva, sino la realidad de aquel misterio que se vislumbra en la cruz, como amor de Dios que se ofrece, se devuelve, se celebra y se disfruta.
Un Dios sin cruz (como expresión de plenitud ontológica) termina encerrándose en sí mismo, en soledad autosuficiente, o se confunde con la totalidad difusa en la que todos nos perdernos, en un tipo de nuevo panteísmo. Sólo un Dios de la cruz, que sale de sí mismo, penetra en el centro de la finitud, experimenta el abandono de la historia y la transfigura internamente con su amor, puede ofrecer para los hombres campo de realización y de sentido.
EXISTE UN HOMBRE SIN CRUZ EN NUESTRA TIERRA. ES EL HOMBRE DE LA AUTOSUFICIENCIA MODERNA, DEL RACIONALISMO ILUSTRADO, de la creatividad burguesa. Evidentemente, ese hombre ofrece rasgos creadores: ha transformado el aspecto externo de la tierra con la conquista de su ciencia y las posibilidades de su técnica. Pero al final de su camino ha terminado en la opresión de su impotencia. Ha podido cambiarlo todo, pero no ha podido transformarse a sí mismo. Y, además, su triunfo externo ha sido conseguido a costa de una nueva esclavitud de los pequeños; en las cunetas del mundo burgués sigue tirado el aplastado por la enfermedad y la injusticia, el incapaz de triunfar sobre los otros, el solitario o hacinado, el empobrecido y angustiado.
Pues bien, desde la cruz de Jesucristo, es este segundo tipo de hombre el que dispone en realidad de las llaves de la historia. A partir de la cruz, en el sufrimiento de quien aguanta y busca, existe un germen de transformación, como un vislumbre de hombre nuevo, un hombre creador, pero no impositivo, hombre que espera, ama y se entrega por los otros.
4. Conclusiones. De la cruz al hombre nuevo
Frente al legalismo de antigua o nueva escuela, la cruz remite al misterio creador de Dios como expresión de amor que se entrega a través de la impotencia de la historia. Legalista es quien pretende transformar las cosas por la fuerza, por medio de un esquema de ordenación sacral de la existencia (Israel) o utilizando estrategias de carácter económico-politico. Evidentemente, el signo de la cruz no significa un anarquismo, entendido como superación de toda norma de convivencia. Pero, más allá de todas las leyes, la cruz evoca el orden de un amor que se autoentrega. Lo que importa no es destruir un tipo de poder sino transformarlo radicalmente en capacidad creadora de vida, libertad, futuro abierto. Donde se afirma que la cruz es plena libertad puede añadirse que es, al mismo tiempo, máximo poder. Pero se trata del poder de la impotencia, de la donación gratificante, de la muerte convertida en expresiónde confianza respecto de Dios y de apertura hacia los otros.
Frente al escapismo de todos los que, del modo que fuere, convierten la experiencia religiosa en opio que les permite olvidar la injusticia y la miseria de la tierra, diremos que la cruz de Jesucristo constituye precisamente la protesta más violenta y poderosa contra toda esa injusticia. No se muere en la cruz por cobardía respecto de otros tipos de transformación (medios económicos, políticos... ); la cruz como sacrificio no violento del que muere porque busca la transformación de nuestra tierra, de una forma que no sea impositivo, constituye el germen más violento de renovación que pueda darse sobre el mundo. Sólo quien afirme la posibilidad y sentido de una nueva tierra podrá entregar la vida por aquello en lo que sueña. Frente a todas las restantes mediaciones, que pueden acabar en nueva dictadura, la entrega absolutamente gratuita y radicalmente no impositiva de la cruz nos abre hacia el futuro de la humanidad transfigurada; se trata de Dios mismo, convertido en mediación para los hombres.
Finalmente, frente al masoquismo que interpreta la cruz como deseo de autodestrucción tendremos que recordar la gloria del crucificado. Bastará con aludir a las representaciones protorrománicas en las que, en la línea del evangelio de san Juan, el crucificado aparece como Señor de la gloria. El cristiano nunca busca la cruz como final, sino como camino de transformación en el amor.
Y con esto podemos concluir. Como católicos, hombres universales, valoramos todos los grandes signos religiosos. Valoramos la estrella de Israel y su misterio de esperanza. Saludamos a la media luna del Islam como signo de la ley inexorable e inefable de la vida. Nos fascina el misterio de la esfera, rostro de la eternidad de un Dios de mudo silencio majestuoso y signo de un mundo perfectamente clausurado por la ciencia. También sentimos cerca la hoz y el martillo, como expresión del esfuerzo creador del hombre sobre el mundo. Pero, más allá de todos esos signos, ubicándonos en el corazón de la experiencia de Jesús, hemos descubierto la cruz como señal suprema del misterio en nuestra vida.
Es la cruz un signo donde todas las líneas se entrecruzan. Signo de Dios como amor que se realiza en el encuentro, la entrega y la respuesta; y signo de la historia de los hombres que progresan a través de la creatividad sacrificada de la propia vida y de la entrega de los pobres. Es signo de la plenitud del cosmos, como totalidad abierta hacia los cuatro puntos cardinales; pero sobre todo, es signo de la historia que avanza, lentamente, a través del misterio del fracaso y de la muerte, hacia la irrupción inesperadamente esperada y sorprendentemente nueva de la gloria de Jesús crucificado. En el centro de todos los caminos que se encuentran, la cruz es signo radical de los cristianos: en ella se refleja el sentido de la vida, de la entrega, del amor y de la gloria de Jesús el Cristo; en ella se refleja el don del Padre que, haciendo que el Hijo sea, le sostiene y le recibe de una forma transformante en el Calvario. Como expresión de amor trinitaria, lugar donde culmina el encuentro Padre-Hijo, la cruz acaba siendo el signo privilegiado del Espíritu. Dentro de la historia de los hombres, la cruz empieza a ser aquel lugar primigenio del amor y de la realización del Dios trinitario que ha querido hacer de su proceso de realización interna lugar donde se centran, se fundamentan y culminan los caminos de la búsqueda, el fracaso y la esperanza de los hombres.
Introducción
En las reflexiones que siguen quiero fijar los elementos fundamentales del signo cristiano de la cruz. Frente a la esfera de la razón que se absolutiza clausurándose en sí misma, la cruz remite al hombre dislocadamente abierto. Recordemos las palabras que Chesterton ha puesto en boca de Satán: «La esfera es razonable, la cruz irrazonable; la esfera es necesaria, la cruz arbitraria. Sobre todo, la esfera constituye unidad en sí misma; la cruz está primordialmente y sobre todas las cosas en discordia consigo misma» (La esfera y la cruz, cap. I).
Frente a la lógica, la necesidad interna y la plenitud autoclausurada de la esfera, perpetuamente idéntica, nosotros, los cristianos, elevamos la señal abierta y aparentemente contradictoria de la cruz. Su irrazonable arbitrariedad se nos transforma en lugar de razón superior, su discordia es principio de reconciliación redentora.
La cruz se ha convertido dentro de la historia de los hombres en el signo de la confrontación universal (cfr. 1 Cor. 1, 18 ss.). Frente a ella chocan y en relación con ella cobran su sentido los grandes símbolos religiosos de la humanidad, estrella y luna, fuego y agua, lo mismo que los nuevos emblemas de la ciencia, la revolución o el progreso: esfera y llana, hoz y martillo.
En las reflexiones que siguen, al lado de ese nivel de confrontación más universal y más lejano de las religiones y culturas, queremos desarrollar nuestro pensamiento en relación directa con la «theologia crucis» de la tradición protestante, reflejada en la actualidad por hombres como J. Moltmann (El Dios crucificado) y E. Jüngel (Gott als Geheimnis der Welt, Dios como misterio del mundo), Debido al tono y finalidad del trabajo, este segundo nivel de confrontación se moverá en el plano de los planteamientos generales. Por eso, no entraré en polémica, no ofreceré comparaciones concretas, no analizaré proposiciones de otros pensadores.
Baste con indicar que el hilo de mi reflexión está inspirado en las obras referidas y que, por encima de ellas, pretendo fijar con radicalidad el carácter divino del signo de la cruz. Este último objetivo me sitúa en línea de confrontación interna dentro de la misma tradición católica. ¿Puede hablarse de cruz en términos intradivinos? ¿Quién se atreverá a afirmar que el amor del Padre al Hijo y viceversa puede hallarse enmarcado por los signos de la sangre y de la cruz? Intentaremos responder afirmativamente. De esta forma, este pequeño trabajo acabará siendo lugar de confrontación intracatólica. Todo eso lo hacemos de manera muy velada, sin imponer criterios, sin marcar soluciones. Simplemente quisiéramos ofrecer una posibilidad de comprensión y de vivencia ampliada de) signo de la cruz, allá donde se juntan los caminos del Dios que se autorrealiza y del hombre que se hace.
1. Cruz e historia de Jesús.
La cruz de los cristianos pertenece al campo de los símbolos primordiales que enmarcan el misterio de la vida, ofreciendo incentivos para amar y sufrir, pensar y esperar. Por eso, su sentido no se muestra con razones, se descubre con la vida; su verdad no se estructura en pensamientos, se traduce en un proceso experiencial que transfigura desde dentro la existencia.
Debemos encuadrar la cruz sobre el campo de los grandes signos religiosos de la humanidad, como la estrella de Israel o la media luna del Islam. Para Israel, la estrella de Jacob-David (cfr. Núm. 24,17) enciende la esperanza de la nueva tierra, simboliza la utopía del hombre que concibe su verdad como camino, anuncia la llegada del culmen de la historia. La media luna de los musulmanes significa de manera inmejorable la vivencia de la condición humana como ritmo repetido de vida y muerte, expresión de un destino necesario.
En estos dos últimos casos, el signo religioso -tomado en sí mismo- se sitúa por encima de los hombres, en nivel de inmensidad cósmica: la estrella anuncia el sol (reino) que viene, la media luna alude al misterio de la insondable voluntad de Dios. Mientras tanto, el hombre permanece como fuera de ese misterio, al margen del Dios que le dirige y encamina. Puede darnos la impresión de que esos signos de carácter cósmico han pasado. Nuestra humanidad es más antropocéntrica. Por eso busca imágenes que sean más humanas, que evoquen mejor el esfuerzo de la cultura, el orden nuevo de la ciencia, el proceso de la maduración psicológica o
la utopía de la nueva sociedad ya no clasista. Lógicamente, nuestros contemporáneos se sienten más interpelados por los mitos del surgimiento (Prometen, Edipo) o por los signos del trabajo y de la ciencia (esfera, hoz y martillo). Veamos algo más extensamente estos dos últimos.
LA ESFERA OFRECE UN PRIMER SENTIDO CÓSMICO: alude a la plenitud del sol, como perfección cerrada en sí misma, absolutamente idéntica, inmutable. Pero, al mismo tiempo, se refiere, puede referirse, a todo lo que el hombre ha suscitado por la ciencia, ligada internamente a las figuras circulares. Constituyendo una especie de expresión cósmica, como supone la física de Aristóteles, el signo de la esfera alude al mismo tiempo al esfuerzo y a la ciencia creadora. Por su parte, la hoz y el martillo simbolizan el sentido del trabajo en su vertiente de cultivo agrícola y de técnica industrial. Lógicamente, son muchos los que piensan que nuestro mundo, superando la ingenuidad de los antiguos símbolos religiosos de carácter cósmico, encuentra su sentido en aquel lugar donde se combinan la hoz-martillo del trabajo revolucionario y la esfera de la ciencia que logra clausurarse sobre sí misma en expresión de plenitud definitiva.
Pues bien, frente al doble simbolismo de la ciencia y del trabajo, superando al mismo tiempo los antiguos signos de la luna y de la estrella, los cristianos confesamos que EL MISTERIO DEFINITIVO DE LA REALIDAD SE HA EXPRESADO POR LA CRUZ DE JESUCRISTO.
En ella distinguimos tres estratos.
a) Para la ciencia, la cruz ( + ) no es más que un signo de adición, señal de suma.
b) Para el hombre religioso, la cruz simboliza desde la antigüedad el poder del sol que se autoexpande (cruz aspada), o la grandeza de un cosmos que se abre hacia los cuatro puntos cardinales.
c) Para los cristianos, sin perder esos aspectos y especialmente el segundo, la cruz alude directamente a la historia y a la muerte de Jesús como expresión de Dios y campo del misterio. De eso hablaremos a continuación.
La cruz siempre es bifronte. Pensamos habernos centrado en su capacidad de referencia histórica y descubrimos con sorpresa su vertiente cósmica. Fijamos su sentido humano y se nos abre su valor divino. Veamos. La cruz expresa desde antiguo una vivencia cósmica: la experiencia de la totalidad del mundo, significada en el equilibrio de los cuatro puntos cardinales, ilimitadamente abiertos hacia el espacio, la experiencia de los cuatro elementos... Lógicamente, Jung ha destacado la cuaternidad como signo de la perfección absoluta. Pues bien, sin negar esa experiencia, los cristianos confesamos que la cruz es ante todo el signo de la vida y de la muerte de Jesús, el Cristo, como resumen de una historia que se encuentra recogida por el credo: Fue crucificado, murió ....
Situémonos en esa última dimensión. Desde Jesús, la cruz es signo de la muerte y como tal alude a un hecho de la historia. Las religiones de la naturaleza sitúan la muerte dentro del ritmo de la sacralidad cósmica, en el proceso ininterrumpido de nacimiento y corrupción que determina toda la realidad de los vivientes; estrictamente hablando, la muerte carece por sí misma de sentido, por ser parte de un todo más extenso en que se inscribe: la vida divina se realiza de un modo ininterrumpido a través del proceso del eterno retorno en que todo acaba y todo vuelve a ser lo mismo.
Evidentemente, en esa concepción, un signo de muerte como es la cruz no puede convertirse en punto de convergencia donde se anuden todas las dimensiones de la experiencia y de la esperanza de los hombres. De un modo distinto, pero estructuralmente semejante han interpretado la muerte en el Oriente (budismo e hinduismo): liberada del proceso de las reencarnaciones (ciclo del eterno retorno), la verdad del hombre puede abrirse hacia lo eterno. La muerte no es más que el intermedio, el momento en que se realiza la ruptura liberadora. Tampoco aquí el signo violento de la muerte en cruz puede volverse centro de sentido salvador para los hombres.
Cuando llegamos a Jesús es diferente. Desde su enraizamiento israelita, Jesús ha superado tanto la solución del eterno retorno, como la búsqueda de una liberación interna en el espacio superior de la inmortalidad. A su entender, la muerte constituye el signo abierto de la vida que, acabándose, se ofrece en manos de alguien que quiera (o pueda) recibirla. La muerte es como un signo de interrogación abierto hacia el misterio de un Dios que acoge a quienes cierran la vida en signo de fidelidad y de esperanza. Sólo en ese contexto la cruz de un ajusticiado que muere puede convertirse en signo del misterio.
Lógicamente, en la visión del reino que Jesús ha proclamado, dentro de la línea de esperanza israelita y a partir de la conflictividad del mundo, la muerte ofrece dos aspectos correlativos:
a) Por un lado, es lugar de lucha abierta, de fracaso y abandono; es la expresión suprema de la fragilidad e impotencia del hombre que no puede resolver su destino, signo de poderes adversarios y enemigos.
b) Pero, al mismo tiempo, es campo de victoria de Dios que acoge a los fieles en el seno de su vida resucitadora.
Teniendo esto en cuenta, y a partir de los datos que nos ofrece el evangelio, pensamos que LA MUERTE EN CRUZ DE JESUCRISTO ESTÁ CONDICIONADA POR ESTOS CUATRO MOTIVOS:
a) Su realidad humana. Ley de vida es para todos los humanos el morir y sólo por la muerte pueden acceder al gran misterio del Dios que les transciende.
b) La oposición político-religiosa de Israel y Roma. Por haberse convertido en pregonero y signo de un mensaje que se opone a los intereses de los poderosos del mundo, Jesús ha sido condenado en juicio público; no ha muerto, le han matado.
c) Su propia opción. La cruz no advino al Cristo desde fuera, como en gesto de' sorpresa. En medio de su propia pequeñez y su impotencia, arrastrado por la tragedia de una vida dolorida, Jesús ha mantenido su opción hasta el final; voluntariamente se ha arriesgado, por su misma conducta le han matado.
d) Finalmente, la cruz es signo de fe y señal de la presencia de Dios. Jesús ha sido el representante radical de la fe, interpretada como entrega de la vida en manos del misterio de Dios Padre. El mismo ha declarado que sólo quien mantiene su confianza en la dureza del fracaso, la persecución y el abandono puede ser en realidad creyente. Pues bien, como el primero de los creyentes, porque se ha puesto en las manos de Dios hasta el final, Jesús ha muerto en el Calvario.
Estos elementos determinan el sentido de la cruz de los cristianos. Signo es la cruz de la flaqueza de una existencia que se quiebra y que sólo en el fracaso de si misma puede abrirse hacia el misterio. La propia muerte es cruz y es insensato quien pretenda salirse de sí mismo por hallarla. Pero siendo cruz la misma vida y muerte de los hombres, lo será de una manera más expresa cuando existen personas que esclavizan, oprimen o destruyen. En momentos de conflictividad especial, la cruz está escondida en la exigencia de respuesta fiel de quien ha optado por la verdad a pesar de las dificultades y persecución que ello supone. Finalmente, lugar de cruz será la misma búsqueda extendida hacia el misterio: Dios pide fidelidad y suele responder con el silencio; exige entrega plena y no se manifiesta. Este es en la cruz el nivel definitivo.
Tales son los planos de la cruz de Jesucristo como centro cíe la historia de su vida. Ha muerto fiel a la tarea de su vocación mesiánica, ajusticiado sobre dos maderos contrapuestos, en gesto de llamada abierta hacia la altura de un Dios a quien invoca entrañablemente como Padre sin haber escuchado sobre el mundo su respuesta. Si todo hubiera terminado ahí, la historia de Jesús no ofrecería más que un viejo modelo de fidelidad humana, ciertamente interesante pero condenado al olvido inexorable de la historia de los hombres. Esa historia de la cruz recupera su valor de simbolismo religioso universal (centro donde toda realidad se arraiga, foco del misterio), porque el mismo Dios es quien se ofrece y se realiza en ella. Con esto abrimos un nuevo plano de «dualidad en la cruz»: es revelación plena de Dios, es el sentido de la vida para el hombre.
La cruz es signo de un Dios que en Jesucristo asume la pequeñez del hombre, sufriendo en su carne el dolor, la impotencia, la injusticia y muerte de la historia. Si Dios se mantuviera lejos, sin haber sido alcanzado por la tragedia y conflictividad del mundo, todo permanecería eternamente idéntico. Existirían como dos estratos, regulados por dos grandes señales: la esfera, como autocontemplación inmutable, indicaría el ser de Dios; la cruz, como expresión de búsqueda y de lucha, la existencia de los hombres. En una dualidad de ese tipo, resultaría más emocionante y más valioso ser hombre de cruz que llevar con Dios el orden de la esfera. Pues bien, la novedad del cristianismo consiste en haber descubierto y confesado que la cruz, misterio de un amor que se autoentrega, pertenece en primer lugar a Dios y sólo después puede aplicarse a nuestra historia.
Sólo por ser verdad en Dios la cruz será expresión del hombre, en su múltiple sentido de entrega en el amor, poder en la impotencia y vida abierta. Como en algún momento han señalado los viejos textos cristianos, la cruz del Señor Jesús se extiende desde el cielo hasta la tierra, uniendo en dialéctica de mutua implicación la trinidad de Dios y el hacerse de los hombres. Así lo indicaremos en las reflexiones que siguen.
2. Cruz y experiencia de Dios.
Simplifiquemos las imágenes y llamemos al absoluto de la ontología clásica señor de la esfera; propio del cristianismo será el signo de la cruz.
Como elementos distintivos del señor de la esfera citaremos la inmutabilidad, la contemplación de sí mismo y la capacidad de imponerse a los otros. Por inmutabilidad se entiende aquella autoidentificación interna por la que Dios supera todo el plano de los cambios, los afectos, las pasiones; lo es todo y por lo tanto nada necesita. Por ser internamente perfecto, Dios se goza en contemplarse: por eso le llamamos autocontemplador absoluto: mirándose descubre su propia perfección y descubriéndola se goza y se complace en ella. Frente a los restantes seres que ha creado, Dios se mostrará como Señor; por eso todos han de venerarle.
En resumen, Dios sería como una esfera que se cierra inexorablemente sobre sí misma, en círculo de perfección, de tal manera que termina apareciendo ante los hombres como un poder que les subyuga y esclaviza. Para un número considerable de nuestros contemporáneos, la cruz, como opresión debe combatirse, se identifica con la misma existencia de un Dios impositivo que nos somete, infantiliza y esclaviza.
Frente al señor de la esfera presentan los cristianos el signo de la cruz como expresión de una vida en la que Dios se define, en antítesis respecto a lo anterior, como proceso originante de la creación, amor que se expande y gratuidad que se regala.
A) Como proceso creador Dios es origen y sentido de la vida que se gesta de un modo efusivo, es el misterio de emergencia primigenia y tiene, al mismo tiempo, un nombre bien concreto, Es Padre.
B) En segundo lugar, siendo amor que se expande, Dios se define como encuentro en libertad, comunión en absoluta entrega. No es poder que autogozándose obligue a la respuesta de un sometimiento y reverencia; por el contra rio, es el amor que ofrece lo que tiene, sin buscar compensaciones. Por eso, la creati¬vidad de Dios se identifica con su autodonación. En misterio que desborda todas nuestras posibilidades racionales al situarnos en esa perspectiva, descubrimos a Dios como encuentro, es el amor de Padre-Hijo.
C) Dios aparece finalmente como la gratuidad primigenia; es el regalo del Padre que se ofrece, es la confianza del Hijo que responde; Dios es el Espíritu Santo.
¿Por qué decimos esto, tratando de la cruz?. Por algo muy sencillo: los cristianos confesamos que el misterio de Dios está expresado (se realiza humanamente) en la historia salvadora. Pues bien, llegados aquí, descubrimos que la cruz, como lugar donde la historia de Jesús culmina en apertura hacia su Padre, constituye, por un milagro inefable, el centro del misterio trinitario. Veamos.
LA CRUZ ES SÍMBOLO DEL PADRE QUE SE EXPANDE, SALE DE SÍ MISMO Y SE AUTOEXPRESA EN JESUCRISTO.
El Padre es el principio de vida que se ofrece. No clausura para sí riqueza alguna, no conserva egoístamente nada. Por eso se autoentrega en Jesucristo, haciéndole distinto, tan distinto, Hijo de Dios en forma humana, hombre que busca la verdad del reino y lucha por liberar a sus hermanos dirigiéndoles al Padre. Pues bien, en gesto de amor doloroso, a fin de que el Hijo pueda ser perfecto, el Padre ha de entregarle, hacer que llegue hasta la muerte. Por eso, al confesar en frase bíblica que Dios ha ofrecido a su Hijo (Rom. 8,32), no afirmamos simplemente que lo ofrece por nosotros, sino que decimos que Dios entrega al Hijo es por el Hijo: le entrega con el fin de que madure plenamente en el amor, a través de un gesto de abandono total y de total confianza; le entrega para recibirle plenificadamente resucitado por medio de la muerte. Esto significa que la plenitud de Jesús como Hijo y la redención de los hombres se unen en un mismo gesto de amor y realización, de entrega y de respuesta (cfr. Hebr 5, 7-10).
Podemos expresarlo de otro modo: no existe primero trinidad de Dios -encuentro Padre-Hijo amor primigenio, se realiza en la cruz de Jesucristo: en el gesto de amor absoluto del Padre - y después muerte de cruz. La misma trinidad, como historia de que sostiene al Hijo que se entrega, en el gesto del Hijo que angustiosamente sigue abierto a la confianza y desde el fondo de su entraña llama (y ama) al Padre. Esto significa que el Hijo (Jesucristo) sólo alcanza su verdad y plenitud sobre el Calvario, allí donde su vida se realiza definitivamente como abertura al misterio, entrega de sí mismo, creatividad y sacrificio. Correlativamente, el Padre sólo alcanza su paternidad allí donde en el centro del dolor y la ruptura engendra al Hijo por la cruz como distinto y salvador, resucitado y pleno.
Evidentemente, surge la pregunta: ¿pero no sería preferible que las cosas fueran de otra forma? ¿No sería más divino un tipo de amor sencillamente. luminoso, sin rupturas y sin luchas, sin salida de sí mismo y sin entrega? En otros términos, ¿no sería preferible un Dios de gracia abierta y no crucificada? ¡De ninguna forma! Es cierto que de Dios sabemos pocas cosas. Si queremos descubrirle no tenemos más remedio que pararnos y contar la vieja historia de Jesús, el Cristo. Pero eso es suficiente. En la historia de Jesús se expresa y se realiza el mismo ser divino. Pues bien, como centro determinante de Jesús, la cruz constituye el punto de referencia fundamental en la visión de Dios, el lugar donde se expresa, se realiza y se define el misterio del amor de Dios y de los hombres. Por eso, debemos afirmar que el amor, por su misma naturaleza, incluye dentro de sí mismo un sgo de cruz.
No hay amor sin que uno salga de sí mismo, con el Padre que se entrega absolutamente al Hijo. No hay amor sin el esfuerzo de un respeto y sin la entrega del amado que responde con un signo de gratitud y de confianza (Jesús se ofrece al Padre poniéndose en sus manos). Esto nos remite a la cruz. En ella, corno apertura definitiva del Padre al Hijo y como respuesta total del Hijo al Padre, se realiza el amor como misterio. Sólo de esta forma la cruz puede mostrarnos la verdad de Dios como lugar de entrega y pascua, muerte, gratitud y vida (es el lugar del Espíritu).
Por eso, lo mismo que afirmamos que no hay amor sin cruz y ofrenda de sí mismo, añadiremos que no hay amor divino, esto es, amor originario sin la pascua, sin transformación de la vieja realidad, sin surgimiento del hombre nuevo. Lo que se entrega en el amor de la cruz no se pierde sino que se realiza en plenitud transfigurada. Por eso, la verdad de la historia de Dios como proceso creador no consiste en la fatalidad de un aniquilamiento sino en la creatividad de una realización original, como historia de amor en la que pueden incluirse todos los humanos (proceso del Espíritu).
PENSAMOS QUE DIOS NO HA CREADO A LOS HOMBRES CON EL FIN DE ABANDONARLOS FUERA DE SÍ MISMO, SINO PARA INCLUIRLOS DENTRO DEL PROCESO CREADOR DE SU PROPIA REALIZACIÓN, CENTRADA EN EL CALVARIO. Por eso, la cruz no se pierde en la fatalidad de la historia. Desde las contingencias de su forma de realización concreta, la cruz de Jesucristo, como lugar de máxima entrega en el amor, constituye un momento integrante de la realización trinitaria de Dios. Lo que en la historia de Cristo aparece como tiempo del mundo constituye, mirado en su profundidad, un elemento del tiempo primigenio de la propia realización de Dios como encuentro de amor.
Es evidente que en el fondo de estas afirmaciones, ofrecidas aquí de un modo esquemático y quizá desordenado, subyace una visión particular de Dios y de los hombres, de la eternidad y de la historia. Es una visión que, aunque deberíamos exponerla con más detalle, se puede resumir de esta manera: la realización trinitaria (inmanente) de Dios y su expresión histórica (económica) en la cruz de Jesucristo no constituyen dos planos de entidad independiente, unidos sólo a través de una especie de imitación-participación platonicista. El misterio de Dios como trinidad (verdad original y fundamentante, principio, centro y fin de todas las verdades) se realiza en la misma historia de la vida y de la muerte de Jesús. Por eso, la cruz no es algo que Dios imponga a la fuerza sobre las espaldas de los hombres, reservándose egoístamente una esfera de autoconocimiento beatificante. La cruz constituye el centro de un misterio de amor y realización, de entrega transformadora y muerte resucitante, que pertenece a la entraña misma de Dios. Sólo porque Dios vive la cruz («es» la hondura de la cruz) la ofrece a los hombres como lugar de realización y de misterio, de búsqueda y de encuentro. Lo contrario sería masoquismo.
3. Cruz y experiencia del hombre
Solo porque la cruz es lugar de encuentro, en donación absoluta y absoluta entrega, del Padre con el Hijo en el Espíritu, se puede hablar de su importancia antropológica. Por gracia absoluta de Dios, el hombre se realiza, esto es, adquiere posibilidad de ser y madurar en ámbito de Espíritu. Pues bien, teniendo en cuenta que el Espíritu se define como realidad y hondura del encuentro trinitario y partiendo de las líneas centrales de la pneumatología, podemos hablar de la experiencia cristiana de la cruz en estos tres momentos: creatividad, salvación en la pequeñez, apertura a la utopía.
El signo de la cruz nos abre hacia el misterio de la creatividad, interpretada como posibilidad de realización del hombre en la entrega de su propia vida. Hay un modelo de humanismo egoísta, donde la plenitud personal se determina en función de la capacidad de dominio sobre los hombres y las cosas. En contra de eso, conforme al símbolo cristiano, el hombre sólo es dueño de sí mismo y creador en la medida en que se entrega, convirtiendo su vida en una especie de semilla que se esparce: «si el grano de trigo no muere ... ». Sólo quien pierde su vida ofreciéndola a los otros, la realiza y recupera. Tal es el primer rasgo de la cruz.
Ese misterio de creatividad nos sitúa en el centro de la experiencia cristiana. Con¬tra todos los que afirman que ser hombre es poca cosa, contra todos los que opinan que es inútil todo esfuerzo y toda entrega, contra todos los que piensan que no im¬porta más que el conformarse, dejando que las cosas sigan siendo, el signo de la cruz valora y acentúa el sacrificio de la propia vida. No ha existido en toda la historia de los hombres un gesto más cargado de creatividad, un signo más revolucionariamente poderoso y transformante, que la entrega impotente de Jesús sobre el Calvario.
Pasamos con esto al segundo sentido de la cruz para los hombres: la salvación en la pequeñez. Los sistemas de este mundo intentan ofrecer la plenitud por los caminos de la fuerza, a través de la grandiosidad de una transformación económica que se impone al dictado de las leyes, por el cálculo de una revolución proletaria o por la nueva dialéctica de las ideas. Pues bien, ante la cruz eso termina en impotencia. Son incapaces de ofrecer verdadera liberación los ideales más excelsos de la tierra, los poderes de los hombres. Desde Cristo sabemos que la plenitud verdadera se alcanza por la gratuidad: si Dios ha redimido a través de la impotencia del Calvario, los hombres solamente redimirán en la impotencia de una entrega no impositiva, gratificante.
Esto nos sitúa en el centro de una dialéctica que, en la línea del antiguo testamen¬to, han resaltado el canto de María (Lc. 1, 46-55) lo mismo que san Pablo: Dios ha escogido a la pequeñez del mundo como base y principio de su acción transformadora. Evidentemente, no es salvadora la pequeñez en cuanto tal, sino la pequeñez que se entrega, la impotencia que ama, la ignorancia que se ofrece. No es el dictado de los grandes lo que cambia al mundo sino la capacidad de amor de los pequeños. En la cruz cobra sentido el sufrimiento de los pobres marginados de la tierra: la impotencia de los hambrientos y sedientos, la incapacidad de los derrotados y aplastados, humillados y perdidos. En ellos, si es que aman y se entregan, se halla el principio de transformación de la realidad. La salvación que intentan imponer los poderosos se encuentra podrida en su interior porque transmite el germen de la fuerza. Solo en el gesto radical de amor de un impotente, del que nada quiere defender y todo lo ha ofrecido, se desvela transformante la esperanza de la tierra. cruz es signo de resurrección.
La cruz es, finalmente, signo de utopía. Todos los ideales de transformación de los poderosos terminan siendo «antiutopías»: destruyen al hombre al encerrarle en las fronteras de una mutación impositiva que impide el riesgo de la libertad, el gozo de la gratuidad, la alegría del juego y de la entrega de la vida. Sólo en el amor se enciende la utopía abierta, aquélla que aparece vinculada a la absoluta apertura de la vida, interpretada como entrega que se plenifica en el misterio trinitaria. Sólo en la cruz de un amor ofrecido a los demás e internamente sacrificado, puede vislumbrarse el camino de la realización plena del hombre.
La utopía a que se alude en la cruz lleva el nombre de resurrección, como posibilidad de vida creadoramente abierta sobre el mundo y de esperanza de transformación escatológica. El ideal de comunión a que se aspira no será resultado de ninguna fuerza impositiva, sino la realidad de aquel misterio que se vislumbra en la cruz, como amor de Dios que se ofrece, se devuelve, se celebra y se disfruta.
Un Dios sin cruz (como expresión de plenitud ontológica) termina encerrándose en sí mismo, en soledad autosuficiente, o se confunde con la totalidad difusa en la que todos nos perdernos, en un tipo de nuevo panteísmo. Sólo un Dios de la cruz, que sale de sí mismo, penetra en el centro de la finitud, experimenta el abandono de la historia y la transfigura internamente con su amor, puede ofrecer para los hombres campo de realización y de sentido.
EXISTE UN HOMBRE SIN CRUZ EN NUESTRA TIERRA. ES EL HOMBRE DE LA AUTOSUFICIENCIA MODERNA, DEL RACIONALISMO ILUSTRADO, de la creatividad burguesa. Evidentemente, ese hombre ofrece rasgos creadores: ha transformado el aspecto externo de la tierra con la conquista de su ciencia y las posibilidades de su técnica. Pero al final de su camino ha terminado en la opresión de su impotencia. Ha podido cambiarlo todo, pero no ha podido transformarse a sí mismo. Y, además, su triunfo externo ha sido conseguido a costa de una nueva esclavitud de los pequeños; en las cunetas del mundo burgués sigue tirado el aplastado por la enfermedad y la injusticia, el incapaz de triunfar sobre los otros, el solitario o hacinado, el empobrecido y angustiado.
Pues bien, desde la cruz de Jesucristo, es este segundo tipo de hombre el que dispone en realidad de las llaves de la historia. A partir de la cruz, en el sufrimiento de quien aguanta y busca, existe un germen de transformación, como un vislumbre de hombre nuevo, un hombre creador, pero no impositivo, hombre que espera, ama y se entrega por los otros.
4. Conclusiones. De la cruz al hombre nuevo
Frente al legalismo de antigua o nueva escuela, la cruz remite al misterio creador de Dios como expresión de amor que se entrega a través de la impotencia de la historia. Legalista es quien pretende transformar las cosas por la fuerza, por medio de un esquema de ordenación sacral de la existencia (Israel) o utilizando estrategias de carácter económico-politico. Evidentemente, el signo de la cruz no significa un anarquismo, entendido como superación de toda norma de convivencia. Pero, más allá de todas las leyes, la cruz evoca el orden de un amor que se autoentrega. Lo que importa no es destruir un tipo de poder sino transformarlo radicalmente en capacidad creadora de vida, libertad, futuro abierto. Donde se afirma que la cruz es plena libertad puede añadirse que es, al mismo tiempo, máximo poder. Pero se trata del poder de la impotencia, de la donación gratificante, de la muerte convertida en expresiónde confianza respecto de Dios y de apertura hacia los otros.
Frente al escapismo de todos los que, del modo que fuere, convierten la experiencia religiosa en opio que les permite olvidar la injusticia y la miseria de la tierra, diremos que la cruz de Jesucristo constituye precisamente la protesta más violenta y poderosa contra toda esa injusticia. No se muere en la cruz por cobardía respecto de otros tipos de transformación (medios económicos, políticos... ); la cruz como sacrificio no violento del que muere porque busca la transformación de nuestra tierra, de una forma que no sea impositivo, constituye el germen más violento de renovación que pueda darse sobre el mundo. Sólo quien afirme la posibilidad y sentido de una nueva tierra podrá entregar la vida por aquello en lo que sueña. Frente a todas las restantes mediaciones, que pueden acabar en nueva dictadura, la entrega absolutamente gratuita y radicalmente no impositiva de la cruz nos abre hacia el futuro de la humanidad transfigurada; se trata de Dios mismo, convertido en mediación para los hombres.
Finalmente, frente al masoquismo que interpreta la cruz como deseo de autodestrucción tendremos que recordar la gloria del crucificado. Bastará con aludir a las representaciones protorrománicas en las que, en la línea del evangelio de san Juan, el crucificado aparece como Señor de la gloria. El cristiano nunca busca la cruz como final, sino como camino de transformación en el amor.
Y con esto podemos concluir. Como católicos, hombres universales, valoramos todos los grandes signos religiosos. Valoramos la estrella de Israel y su misterio de esperanza. Saludamos a la media luna del Islam como signo de la ley inexorable e inefable de la vida. Nos fascina el misterio de la esfera, rostro de la eternidad de un Dios de mudo silencio majestuoso y signo de un mundo perfectamente clausurado por la ciencia. También sentimos cerca la hoz y el martillo, como expresión del esfuerzo creador del hombre sobre el mundo. Pero, más allá de todos esos signos, ubicándonos en el corazón de la experiencia de Jesús, hemos descubierto la cruz como señal suprema del misterio en nuestra vida.
Es la cruz un signo donde todas las líneas se entrecruzan. Signo de Dios como amor que se realiza en el encuentro, la entrega y la respuesta; y signo de la historia de los hombres que progresan a través de la creatividad sacrificada de la propia vida y de la entrega de los pobres. Es signo de la plenitud del cosmos, como totalidad abierta hacia los cuatro puntos cardinales; pero sobre todo, es signo de la historia que avanza, lentamente, a través del misterio del fracaso y de la muerte, hacia la irrupción inesperadamente esperada y sorprendentemente nueva de la gloria de Jesús crucificado. En el centro de todos los caminos que se encuentran, la cruz es signo radical de los cristianos: en ella se refleja el sentido de la vida, de la entrega, del amor y de la gloria de Jesús el Cristo; en ella se refleja el don del Padre que, haciendo que el Hijo sea, le sostiene y le recibe de una forma transformante en el Calvario. Como expresión de amor trinitaria, lugar donde culmina el encuentro Padre-Hijo, la cruz acaba siendo el signo privilegiado del Espíritu. Dentro de la historia de los hombres, la cruz empieza a ser aquel lugar primigenio del amor y de la realización del Dios trinitario que ha querido hacer de su proceso de realización interna lugar donde se centran, se fundamentan y culminan los caminos de la búsqueda, el fracaso y la esperanza de los hombres.
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