Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo 22, 34-40
Cuando los fariseos se enteraron de que Jesús había hecho callar a los saduceos, se reunieron con Él, y uno de ellos, que era doctor de la Ley, le preguntó para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»
Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».
Un mandamiento dice qué es lo que Dios quiere de nosotros y primero de todos los mandamientos dice lo que fundamentalmente Dios quiere de nosotros. Ese es el sentido de la pregunta del fariseo que leemos hoy: “¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (22,34). Es decir: “¿En qué debemos concentrar todas nuestras fuerzas de manera que la vida tenga sentido y alcance la eternidad?”.
Con su respuesta Jesús, citando Deuteronomio 6,5, coloca en primer plano el amor: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (22,37).
Por tanto la primera tarea es amar a Dios con todas las fuerzas que tengamos. Las facultades que aquí se mencionan son:
• El corazón: la dimensión volitiva del hombre, su “querer”, sus “decisiones”.
• El alma: que en la antropología bíblica es la “fuerza vital”.
• La mente: la dimensión intelectiva, nuestra capacidad de representar el mundo.
Con ello se quiere decir que debemos emplear todas nuestras fuerzas, sin excepción, en el amor de Dios. La entrega a él y por él debe ser total, por eso a cada dimensión enunciada se le añade el término “todo”.
Jesús agrega: “El segundo (mandamiento) es semejante a éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’” (22,39).
El amor que tenemos por nosotros mismos es el parámetro del amor que debemos tener por nuestros hermanos. Este amor por nosotros mismos no consiste en fuertes sentimientos y emociones, sino en la serena aceptación de nosotros mismos con todo lo que somos, lo que tenemos, lo que constituye nuestra personalidad, nuestras potencialidades y nuestras limitaciones. Cuando nos aceptamos a nosotros mismos le decimos “sí” al amor de Dios que nos ha creado, a ese amor que toma forma en nuestra persona.
El amor al prójimo debe ser de la misma naturaleza del amor por nosotros mismos. Esto es, aceptamos al prójimo en su singularidad, lo reconocemos en su existencia como un “otro” amado y creado por Dios. En esta igualdad se reconoce también la singularidad del otro. Por eso el amor al prójimo es también un reconocimiento a la voluntad creadora de Dios y la relación con él un motivo de alabanza a Dios.
Como concluye Jesús, de este mandato “pende” toda la Sagrada Escritura (22,40). Es decir que este tipo de amor es el que Dios quiere de nosotros: el amor total por él y el amor –desde la dinámica interna del reconocimiento de su valor– del prójimo.
Así es como nuestra vida alcanza su verdadero sentido, un sentido definitivo e indestructible.
1. ¿Quién ha sido capaz de amar a Dios y ofrecerse a él con esa entrega “total”? ¿Deseo hacerlo?
2. ¿Mi relación con Dios parte de lo más profundo de mi ser, de mi fuerza vital, o la siento como un peso, como una obligación una rutina? ¿Me mueve hacia él la fuerza del amor?
3. ¿Cuál es el parámetro de mis relaciones con los demás? ¿Qué debo hacer?
“El cristianismo se resume entero en la palabra amor: es un deseo ardiente de felicidad para nuestros hermanos, no sólo de la felicidad eterna del cielo, sino también de todo cuanto pueda hacerle mejor y más feliz esta vida, que ha de ser digna de un hijo de Dios (…)
El hombre necesita pan, pero ante todo necesita fe; necesita bienes materiales, pero más aún necesita el rayo de luz que viene de arriba y alienta y orienta nuestra peregrinación terrena: y esa fe y esa luz, sólo Cristo y su Iglesia pueden darla. Cuando esa luz se comprende, la vida adquiere otro sentido, se ama el trabajo, se lucha con valentía y sobre todo se lucha con amor. El amor de Cristo ya prendió en esos corazones...”.
(P. Alberto Hurtado)
Jesús le respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Éste es el más grande y el primer mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas».
Compartiendo la Palabra
Por CELAM - CEBIPAL
Todo se resume en el verbo Amar
“Amarás…”
Por CELAM - CEBIPAL
Todo se resume en el verbo Amar
“Amarás…”
Un mandamiento dice qué es lo que Dios quiere de nosotros y primero de todos los mandamientos dice lo que fundamentalmente Dios quiere de nosotros. Ese es el sentido de la pregunta del fariseo que leemos hoy: “¿Cuál es el mandamiento mayor de la Ley?” (22,34). Es decir: “¿En qué debemos concentrar todas nuestras fuerzas de manera que la vida tenga sentido y alcance la eternidad?”.
Con su respuesta Jesús, citando Deuteronomio 6,5, coloca en primer plano el amor: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente” (22,37).
Por tanto la primera tarea es amar a Dios con todas las fuerzas que tengamos. Las facultades que aquí se mencionan son:
• El corazón: la dimensión volitiva del hombre, su “querer”, sus “decisiones”.
• El alma: que en la antropología bíblica es la “fuerza vital”.
• La mente: la dimensión intelectiva, nuestra capacidad de representar el mundo.
Con ello se quiere decir que debemos emplear todas nuestras fuerzas, sin excepción, en el amor de Dios. La entrega a él y por él debe ser total, por eso a cada dimensión enunciada se le añade el término “todo”.
Jesús agrega: “El segundo (mandamiento) es semejante a éste: ‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’” (22,39).
El amor que tenemos por nosotros mismos es el parámetro del amor que debemos tener por nuestros hermanos. Este amor por nosotros mismos no consiste en fuertes sentimientos y emociones, sino en la serena aceptación de nosotros mismos con todo lo que somos, lo que tenemos, lo que constituye nuestra personalidad, nuestras potencialidades y nuestras limitaciones. Cuando nos aceptamos a nosotros mismos le decimos “sí” al amor de Dios que nos ha creado, a ese amor que toma forma en nuestra persona.
El amor al prójimo debe ser de la misma naturaleza del amor por nosotros mismos. Esto es, aceptamos al prójimo en su singularidad, lo reconocemos en su existencia como un “otro” amado y creado por Dios. En esta igualdad se reconoce también la singularidad del otro. Por eso el amor al prójimo es también un reconocimiento a la voluntad creadora de Dios y la relación con él un motivo de alabanza a Dios.
Como concluye Jesús, de este mandato “pende” toda la Sagrada Escritura (22,40). Es decir que este tipo de amor es el que Dios quiere de nosotros: el amor total por él y el amor –desde la dinámica interna del reconocimiento de su valor– del prójimo.
Así es como nuestra vida alcanza su verdadero sentido, un sentido definitivo e indestructible.
Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón
1. ¿Quién ha sido capaz de amar a Dios y ofrecerse a él con esa entrega “total”? ¿Deseo hacerlo?
2. ¿Mi relación con Dios parte de lo más profundo de mi ser, de mi fuerza vital, o la siento como un peso, como una obligación una rutina? ¿Me mueve hacia él la fuerza del amor?
3. ¿Cuál es el parámetro de mis relaciones con los demás? ¿Qué debo hacer?
“El cristianismo se resume entero en la palabra amor: es un deseo ardiente de felicidad para nuestros hermanos, no sólo de la felicidad eterna del cielo, sino también de todo cuanto pueda hacerle mejor y más feliz esta vida, que ha de ser digna de un hijo de Dios (…)
El hombre necesita pan, pero ante todo necesita fe; necesita bienes materiales, pero más aún necesita el rayo de luz que viene de arriba y alienta y orienta nuestra peregrinación terrena: y esa fe y esa luz, sólo Cristo y su Iglesia pueden darla. Cuando esa luz se comprende, la vida adquiere otro sentido, se ama el trabajo, se lucha con valentía y sobre todo se lucha con amor. El amor de Cristo ya prendió en esos corazones...”.
(P. Alberto Hurtado)
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