Por R. J. García Avilés
Don y responsabilidad eso decíamos que es la fe; la responsa bilidad se expresa en el compromiso con el proyecto de Jesús; al don corresponde el agradecimiento.
POBRES SIERVOS
La religiosidad farisea, tan combatida en los evangelios, basaba la relación del hombre con Dios en dos pilares fundamentales: la obediencia ciega y el mérito. El hombre debía someterse totalmente a Dios, igual que un esclavo a su amo. Y la manera de hacerlo era acatar la voluntad de Dios, mani festada en la Ley de Moisés y en las innumerables tradiciones y costumbres que habían acabado por tener más importancia que la misma ley escrita. Los fariseos renunciaban a todo lo que pudiera considerarse libertad, capacidad de iniciativa, creatividad... Pero no era la suya una renuncia desinteresada:
se comportaban como pobres siervos, pero, al terminar su tarea, su actitud no era la de quienes habían hecho lo que tenían que hacer; al contrario, en seguida pasaban factura:
puesto que ellos cumplían con su obligación, Dios -pensa ban- estaba obligado a darles el premio que se habían me recido.
Todo estaba claro en las relaciones del hombre con Dios: el hombre cumplía fielmente sus obligaciones y exigía de Dios los correspondientes derechos. La salvación (salud, prosperi dad y vida eterna) quedaba reducida a un intercambio mer cantil.
DIEZ IMPUROS, UNO SAMARITANO
Yendo camino de Jerusalén, también Jesús atravesó por entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y le dijeron a voces:
-¡Jesús, jefe, ten compasión de nosotros!
Al verlos les dijo:
-Id a presentaros a los sacerdotes.
Entendidas así las cosas, las desgracias y enfermedades, especialmente las de apariencia más repugnante, como la le pra, se consideraban como un castigo que Dios imponía al individuo por sus pecados. En relación con los leprosos había incluso una legislación específica que les prohibía cualquier contacto con el resto de las personas, obligándolos a vivir fuera de pueblos y ciudades, y no sólo para evitar el contagio de la enfermedad, sino porque eran impuros y pensaban que la impureza (situación en la que el hombre no puede presen tarse ante Dios ni participar de ninguna ceremonia religiosa) se contagiaba con el menor contacto (Lv 13,45-46). Lógica mente, tampoco había lugar para la compasión: la enfermedad que sufrían era el merecido castigo de sus propios pecados.
Pero había un grupo que, aunque no tuvieran ningún signo externo de impureza, era el más despreciado y odiado por los fariseos: los samaritanos, herejes y renegados, separa dos de la recta ortodoxia de la religión judía y que se atrevían a dar culto al Dios de Israel en un teínplo distinto al de Jerusalén. Cuando quisieron ofender a Jesús con los peores insultos no le dijeron otra cosa que «endemoniado» y «sama ritano» Gn 8,48).
SALVACION GRATUITA, FE AGRADECIDA
Diez leprosos se acercaron a Jesús pidiéndole la salud. Jesús los manda a los sacerdotes para que obtengan un docu mento que certifique que están sanos y que les permitirá reintegrarse ala vida social (Lv 13 ,6.13.17.34).Ellos emprenden la marcha y...: «Mientras iban de camino, quedaron lim pios».
La mayoría, nueve, parece que siguieron hacia Jerusalén a presentarse a los sacerdotes obedeciendo a la ley y al man dato de Jesús, convencidos seguramente de que su obediencia era lo que les había devuelto la salud. Uno solo se vuelve. Ha sentido en su propio cuerpo la acción de Dios y experimenta la salud recién recobrada y la posibilidad de volver a relacio narse con normalidad con sus semejantes como un don de amor gratuito. Y la alegría de saberse objeto del amor de Dios se transforma en alabanza y gratitud: «Uno de ellos, viendo que se había curado, se volvió alabando a Dios a grandes voces y se echó a sus pies rostro a tierra, dándole las gracias». Jesús no le pide cuentas por su desobediencia; al contrario, lo pone como ejemplo... a pesar de que «éste era samaritano». Era el que tenía menos méritos; pero descubrió en el Hombre Jesús la presencia de Dios, y se abrió a ese Dios adaptando ante El una actitud de agradecida libertad. Y ésta, dice Jesús, es la postura acertada: «Levántate, vete, tu fe te ha salvado».
Así completa la respuesta a la petición que le habían hecho sus discípulos: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5).
Ante el Padre, dice Jesús, ni servilismo, ni concurso de méritos, sino experiencia de amor gratuito y una doble con fianza: confianza como seguridad en la fuerza salvadora de ese amor; amor gratuito de Dios que se expresa en el agrade cimiento y lleva al compromiso con el proyecto de Jesús, y confianza como familiaridad que se manifiesta en la libertad -atreverse a vivir como hijos- y en el también gratuito amor fraterno comprometerse a vivir como hermanos
POBRES SIERVOS
La religiosidad farisea, tan combatida en los evangelios, basaba la relación del hombre con Dios en dos pilares fundamentales: la obediencia ciega y el mérito. El hombre debía someterse totalmente a Dios, igual que un esclavo a su amo. Y la manera de hacerlo era acatar la voluntad de Dios, mani festada en la Ley de Moisés y en las innumerables tradiciones y costumbres que habían acabado por tener más importancia que la misma ley escrita. Los fariseos renunciaban a todo lo que pudiera considerarse libertad, capacidad de iniciativa, creatividad... Pero no era la suya una renuncia desinteresada:
se comportaban como pobres siervos, pero, al terminar su tarea, su actitud no era la de quienes habían hecho lo que tenían que hacer; al contrario, en seguida pasaban factura:
puesto que ellos cumplían con su obligación, Dios -pensa ban- estaba obligado a darles el premio que se habían me recido.
Todo estaba claro en las relaciones del hombre con Dios: el hombre cumplía fielmente sus obligaciones y exigía de Dios los correspondientes derechos. La salvación (salud, prosperi dad y vida eterna) quedaba reducida a un intercambio mer cantil.
DIEZ IMPUROS, UNO SAMARITANO
Yendo camino de Jerusalén, también Jesús atravesó por entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos, que se pararon a lo lejos y le dijeron a voces:
-¡Jesús, jefe, ten compasión de nosotros!
Al verlos les dijo:
-Id a presentaros a los sacerdotes.
Entendidas así las cosas, las desgracias y enfermedades, especialmente las de apariencia más repugnante, como la le pra, se consideraban como un castigo que Dios imponía al individuo por sus pecados. En relación con los leprosos había incluso una legislación específica que les prohibía cualquier contacto con el resto de las personas, obligándolos a vivir fuera de pueblos y ciudades, y no sólo para evitar el contagio de la enfermedad, sino porque eran impuros y pensaban que la impureza (situación en la que el hombre no puede presen tarse ante Dios ni participar de ninguna ceremonia religiosa) se contagiaba con el menor contacto (Lv 13,45-46). Lógica mente, tampoco había lugar para la compasión: la enfermedad que sufrían era el merecido castigo de sus propios pecados.
Pero había un grupo que, aunque no tuvieran ningún signo externo de impureza, era el más despreciado y odiado por los fariseos: los samaritanos, herejes y renegados, separa dos de la recta ortodoxia de la religión judía y que se atrevían a dar culto al Dios de Israel en un teínplo distinto al de Jerusalén. Cuando quisieron ofender a Jesús con los peores insultos no le dijeron otra cosa que «endemoniado» y «sama ritano» Gn 8,48).
SALVACION GRATUITA, FE AGRADECIDA
Diez leprosos se acercaron a Jesús pidiéndole la salud. Jesús los manda a los sacerdotes para que obtengan un docu mento que certifique que están sanos y que les permitirá reintegrarse ala vida social (Lv 13 ,6.13.17.34).Ellos emprenden la marcha y...: «Mientras iban de camino, quedaron lim pios».
La mayoría, nueve, parece que siguieron hacia Jerusalén a presentarse a los sacerdotes obedeciendo a la ley y al man dato de Jesús, convencidos seguramente de que su obediencia era lo que les había devuelto la salud. Uno solo se vuelve. Ha sentido en su propio cuerpo la acción de Dios y experimenta la salud recién recobrada y la posibilidad de volver a relacio narse con normalidad con sus semejantes como un don de amor gratuito. Y la alegría de saberse objeto del amor de Dios se transforma en alabanza y gratitud: «Uno de ellos, viendo que se había curado, se volvió alabando a Dios a grandes voces y se echó a sus pies rostro a tierra, dándole las gracias». Jesús no le pide cuentas por su desobediencia; al contrario, lo pone como ejemplo... a pesar de que «éste era samaritano». Era el que tenía menos méritos; pero descubrió en el Hombre Jesús la presencia de Dios, y se abrió a ese Dios adaptando ante El una actitud de agradecida libertad. Y ésta, dice Jesús, es la postura acertada: «Levántate, vete, tu fe te ha salvado».
Así completa la respuesta a la petición que le habían hecho sus discípulos: «Auméntanos la fe» (Lc 17,5).
Ante el Padre, dice Jesús, ni servilismo, ni concurso de méritos, sino experiencia de amor gratuito y una doble con fianza: confianza como seguridad en la fuerza salvadora de ese amor; amor gratuito de Dios que se expresa en el agrade cimiento y lleva al compromiso con el proyecto de Jesús, y confianza como familiaridad que se manifiesta en la libertad -atreverse a vivir como hijos- y en el también gratuito amor fraterno comprometerse a vivir como hermanos
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