por A. Pronzato
- ...Amas todos los seres y no odias nada de lo que has hecho... A todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amigo de la vida... (Sab 11,22-12,2).
- ... Os rogamos... que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por supuestas revelaciones, dichos... (2 Tes 1,11-12,2).
- ... El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,1-10).
-Dios ama la vida (primera lectura);
-Dios apuesta por el hombre. O mejor: apuesta sobre lo mejor que hay en todo hombre (evangelio);
-Dios no se deja encontrar por los «impacientes» (segunda lectura).
Partamos de la declaración solemne del libro de la Sabiduría (una especie de Credo sobre la vida):
«Amas a todos los seres
y no odias nada de lo que has hecho;
si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado». Y sigue:
«A todos perdonas,
porque son tuyos, Señor, amigo de la vida.
En todas las cosas está su espíritu incorruptible». Se insiste en el amor y en «todas las cosas».
«Todas las cosas», además de penetradas por el soplo incorruptible de Dios, llevan el signo (casi sacramental) de su ternura.
Es verdad que el universo está ante lo infinito de Dios, en su pequeñez y fragilidad, «como un grano de arena... como gota de rocío mañanero».
Pero ese polvillo no está a capricho del viento que lo barre inmisericorde.
Y esa gota de rocío no está destinada a evaporarse ante los primeros rayos del sol.
«Subsisten» y «son perdonados», porque son objeto de la atención de un Dios «amigo de la vida».
El amor de Dios se revela incluso más fuerte que los pecados de los hombres y de sus traiciones. Por lo que la pedagogía divina es la de la paciencia, la compasión, la advertencia paterna, de cara a la conversión. Y sacamos enseguida algunas consecuencias:
-Decíamos el domingo pasado que era necesario celebrar la vida en la alegría agradecida y en la fiesta.
Hoy añadimos: en necesario amar la vida.
Una cierta espiritualidad distorsionada cree buscar la gloria de Dios a través del desprecio de sus criaturas, mortificando la vida (la verdadera mortificación cristiana jamás puede ser ahogo de la vida, sino «mortificación» de lo que impide la vida).
Es oportuno citar aquí la célebre frase de Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre viviente».
Muchas personas llamadas religiosas creen que aman a Dios porque tienen miedo a la vida y se alejan de ella, se revelan incapaces de amarla.
-Lo opuesto al amor de Dios que envuelve el universo y a todas las criaturas es el desprecio.
Desprecio del hombre significa desprecio de la intención fundamental de Dios, que es una voluntad de amor y de vida expresada tanto en la creación, como en la resurrección de Cristo.
-La guerra significa desprecio del hombre.
-El despojo de la naturaleza quiere decir desprecio del hombre (además de desprecio de la vida).
-Las discriminaciones, los juicios de condena, expresan un desprecio de fondo hacia el hombre.
Mientras Dios «no odia nada», «a todos perdona», parece que nuestra vocación irresistible es la de no perdonar (casi) nada y (casi) a ninguno.
Con frecuencia nuestra postura oscila entre el desprecio y la sospecha. Tiene razón E. Balducci cuando dice que nuestro movimiento espontáneo sería el de presentar a Dios una lista de «hombres, grupos, pueblos dignos de desprecio».
Dios, por fortuna, deja de lado esas indicaciones nuestras mezquinas, porque se ha comprometido a realizar su proyecto grandioso de Creador «amigo de la vida».
Desde una planta se asoma un individuo que es «una buena pieza» ...Y acontece que desde una higuera asoma la cabeza un fruto abusivo: un hombre pequeño, miserable, una buena pieza, mal visto, despreciado (por los otros y, quizás, también por sí mismo).
No hay que sorprenderse. El pecado ha introducido en el mundo una especie de veneno que contamina la vida «amada» por Dios.
El pecado representa la deformación del plan originario del Creador.
Para los otros, el que se asoma entre las hojas del árbol es un fruto irremediablemente dañado, que hay que eliminar, que hay que tirar a la basura (el hombre, también el religioso, tiende a transformar todo en «basura»).
Cristo, por el contrario, «ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido».
Jesús ve, no el «daño», sino el germen intacto que él ha sembrado en cada criatura, y que la podredumbre logra esconder, pero no sofocar. Busca y descubre aquel fragmento de belleza incontaminada que está escondida bajo montones de ruinas.
Cristo apuesta por las posibilidades del hombre (todavía no exploradas ni por el mismo interesado).
Apuesta sobre lo mejor que hay en cada individuo (mientras que nosotros estamos siempre dispuestos a jurar sobre lo peor).
Jesús, a pesar del escándalo de los personajes notables de Jericó, se auto-invita a casa de Zaqueo, el pecador.
Quiere «librarlo» de todo eso que esconde la vida, la aprisiona. Zaqueo vive «cerrado», además de por el desprecio de los otros, también en el propio egoísmo, en la propia obsesión de acumular, sin preocuparse mucho del límite entre lo lícito y lo deshonesto. Cuando entra el amor, se rompen las cadenas, sopla un aire de vida, despunta un deseo de liberación.
El fruto «podrido» hace estallar su semilla intacta.
Es sorprendente que Zaqueo no manifieste su propia fe con la fórmula tradicional: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». Sino que anuncia: «la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más».
O sea, Zaqueo finalmente descubre lo que le impedía vivir (egoísmo, avaricia, robos, opresión y explotación en perjuicio de los débiles), descubre la propia complicidad con aquel mal que desmiente la intención originaria del Creador.
En el fondo, él ha defraudado, hasta ahora, sobre todo a la vida (¡la suya!).
Y ahora, como creyente, como «salvado» del desprecio, formula el propósito fundamental: reconciliarse con la vida, liberándola del peso sofocante del tener.
Así sobre la higuera ha madurado un fruto bueno, gracias a la atención, a la paciencia y a la confianza de Cristo.
La vida está por debajo de las nubes...
Dios busca al hombre, recupera al pecador «perdido», pero no se deja encontrar por los impacientes.
Esta puede ser la lección que sacamos de la reprimenda que Pablo hace (segunda lectura) a los cristianos de Tesalónica (capital de la provincia romana de Macedonia; actual Salónica). Parece que esa comunidad ha sido sacudida por furores apocalípticos y por pruritos pseudo-místicos.
Los «vendedores» de inspiraciones, exaltaciones, ilusiones y calendarios que registran la fecha del inminente fin del mundo, habían encontrado allí un terreno abonado, provocando desconciertos en las conciencias, espiritualismos ambiguos, evasiones de las responsabilidades concretas.
Pablo intenta que aquellos «soñadores» pongan de nuevo los pies en tierra.
Y nos recuerda a todos el realismo del compromiso cristiano.
Se trata de no tomar en serio a aquellos que se hacen portadores de «encantamientos».
La vocación cristiana impide desentenderse de la concreción de la existencia cotidiana, que está hecha de «voluntad de bien» en la simplicidad y en la paciencia.
El amor a la vida se demuestra, no en las prisas, sino en un itinerario recorrido, paso a paso, con esfuerzo, pero también con paz y serenidad. Y después, no olvidemos nunca que la vida se desarrolla... por debajo de las nubes.
- ... Os rogamos... que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por supuestas revelaciones, dichos... (2 Tes 1,11-12,2).
- ... El Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido (Lc 19,1-10).
Un granito de arena, pero...
-Dios ama la vida (primera lectura);
-Dios apuesta por el hombre. O mejor: apuesta sobre lo mejor que hay en todo hombre (evangelio);
-Dios no se deja encontrar por los «impacientes» (segunda lectura).
Partamos de la declaración solemne del libro de la Sabiduría (una especie de Credo sobre la vida):
«Amas a todos los seres
y no odias nada de lo que has hecho;
si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado». Y sigue:
«A todos perdonas,
porque son tuyos, Señor, amigo de la vida.
En todas las cosas está su espíritu incorruptible». Se insiste en el amor y en «todas las cosas».
«Todas las cosas», además de penetradas por el soplo incorruptible de Dios, llevan el signo (casi sacramental) de su ternura.
Es verdad que el universo está ante lo infinito de Dios, en su pequeñez y fragilidad, «como un grano de arena... como gota de rocío mañanero».
Pero ese polvillo no está a capricho del viento que lo barre inmisericorde.
Y esa gota de rocío no está destinada a evaporarse ante los primeros rayos del sol.
«Subsisten» y «son perdonados», porque son objeto de la atención de un Dios «amigo de la vida».
El amor de Dios se revela incluso más fuerte que los pecados de los hombres y de sus traiciones. Por lo que la pedagogía divina es la de la paciencia, la compasión, la advertencia paterna, de cara a la conversión. Y sacamos enseguida algunas consecuencias:
-Decíamos el domingo pasado que era necesario celebrar la vida en la alegría agradecida y en la fiesta.
Hoy añadimos: en necesario amar la vida.
Una cierta espiritualidad distorsionada cree buscar la gloria de Dios a través del desprecio de sus criaturas, mortificando la vida (la verdadera mortificación cristiana jamás puede ser ahogo de la vida, sino «mortificación» de lo que impide la vida).
Es oportuno citar aquí la célebre frase de Ireneo: «La gloria de Dios es el hombre viviente».
Muchas personas llamadas religiosas creen que aman a Dios porque tienen miedo a la vida y se alejan de ella, se revelan incapaces de amarla.
-Lo opuesto al amor de Dios que envuelve el universo y a todas las criaturas es el desprecio.
Desprecio del hombre significa desprecio de la intención fundamental de Dios, que es una voluntad de amor y de vida expresada tanto en la creación, como en la resurrección de Cristo.
-La guerra significa desprecio del hombre.
-El despojo de la naturaleza quiere decir desprecio del hombre (además de desprecio de la vida).
-Las discriminaciones, los juicios de condena, expresan un desprecio de fondo hacia el hombre.
Mientras Dios «no odia nada», «a todos perdona», parece que nuestra vocación irresistible es la de no perdonar (casi) nada y (casi) a ninguno.
Con frecuencia nuestra postura oscila entre el desprecio y la sospecha. Tiene razón E. Balducci cuando dice que nuestro movimiento espontáneo sería el de presentar a Dios una lista de «hombres, grupos, pueblos dignos de desprecio».
Dios, por fortuna, deja de lado esas indicaciones nuestras mezquinas, porque se ha comprometido a realizar su proyecto grandioso de Creador «amigo de la vida».
Desde una planta se asoma un individuo que es «una buena pieza» ...Y acontece que desde una higuera asoma la cabeza un fruto abusivo: un hombre pequeño, miserable, una buena pieza, mal visto, despreciado (por los otros y, quizás, también por sí mismo).
No hay que sorprenderse. El pecado ha introducido en el mundo una especie de veneno que contamina la vida «amada» por Dios.
El pecado representa la deformación del plan originario del Creador.
Para los otros, el que se asoma entre las hojas del árbol es un fruto irremediablemente dañado, que hay que eliminar, que hay que tirar a la basura (el hombre, también el religioso, tiende a transformar todo en «basura»).
Cristo, por el contrario, «ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido».
Jesús ve, no el «daño», sino el germen intacto que él ha sembrado en cada criatura, y que la podredumbre logra esconder, pero no sofocar. Busca y descubre aquel fragmento de belleza incontaminada que está escondida bajo montones de ruinas.
Cristo apuesta por las posibilidades del hombre (todavía no exploradas ni por el mismo interesado).
Apuesta sobre lo mejor que hay en cada individuo (mientras que nosotros estamos siempre dispuestos a jurar sobre lo peor).
Jesús, a pesar del escándalo de los personajes notables de Jericó, se auto-invita a casa de Zaqueo, el pecador.
Quiere «librarlo» de todo eso que esconde la vida, la aprisiona. Zaqueo vive «cerrado», además de por el desprecio de los otros, también en el propio egoísmo, en la propia obsesión de acumular, sin preocuparse mucho del límite entre lo lícito y lo deshonesto. Cuando entra el amor, se rompen las cadenas, sopla un aire de vida, despunta un deseo de liberación.
El fruto «podrido» hace estallar su semilla intacta.
Es sorprendente que Zaqueo no manifieste su propia fe con la fórmula tradicional: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». Sino que anuncia: «la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más».
O sea, Zaqueo finalmente descubre lo que le impedía vivir (egoísmo, avaricia, robos, opresión y explotación en perjuicio de los débiles), descubre la propia complicidad con aquel mal que desmiente la intención originaria del Creador.
En el fondo, él ha defraudado, hasta ahora, sobre todo a la vida (¡la suya!).
Y ahora, como creyente, como «salvado» del desprecio, formula el propósito fundamental: reconciliarse con la vida, liberándola del peso sofocante del tener.
Así sobre la higuera ha madurado un fruto bueno, gracias a la atención, a la paciencia y a la confianza de Cristo.
La vida está por debajo de las nubes...
Dios busca al hombre, recupera al pecador «perdido», pero no se deja encontrar por los impacientes.
Esta puede ser la lección que sacamos de la reprimenda que Pablo hace (segunda lectura) a los cristianos de Tesalónica (capital de la provincia romana de Macedonia; actual Salónica). Parece que esa comunidad ha sido sacudida por furores apocalípticos y por pruritos pseudo-místicos.
Los «vendedores» de inspiraciones, exaltaciones, ilusiones y calendarios que registran la fecha del inminente fin del mundo, habían encontrado allí un terreno abonado, provocando desconciertos en las conciencias, espiritualismos ambiguos, evasiones de las responsabilidades concretas.
Pablo intenta que aquellos «soñadores» pongan de nuevo los pies en tierra.
Y nos recuerda a todos el realismo del compromiso cristiano.
Se trata de no tomar en serio a aquellos que se hacen portadores de «encantamientos».
La vocación cristiana impide desentenderse de la concreción de la existencia cotidiana, que está hecha de «voluntad de bien» en la simplicidad y en la paciencia.
El amor a la vida se demuestra, no en las prisas, sino en un itinerario recorrido, paso a paso, con esfuerzo, pero también con paz y serenidad. Y después, no olvidemos nunca que la vida se desarrolla... por debajo de las nubes.
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