Por Pedro Miguel Lamet sj
Hoy domingo leemos en la eucaristía el evangelio de Zaqueo, un personaje que me fascina. Sobre todo esa mezcla de archipublicano rico y bajo de estatura que es capaz de dar un primer paso, el de subirse al árbol para conocer a Jesús. A veces basta con dar un primer paso. Dios da junto a nosotros los demás.
Os ofrezco un fragmento de mi novela El retrato, dedicada a Jesús de Nazaret:
Saturados de desiertos, eriales y barrancos, el verde chillón de un oasis de palmerales me reconciliaba de nuevo con la vida. Ante nuestros ojos cansados se desperezaba con las primeras luces la ciudad más baja del mundo. Y dicen que también una de las más antiguas del planeta. Cisternas y manantiales irrigaban un desigual amontonamiento blanco de casas apacibles y villas residenciales entre las que descollaba el palacio de invierno de Herodes, quien, no lejos de los fríos secos de Judea, había buscado para su emplazamiento el clima benigno de esta ciudad. Extendida a lo largo de un wadi (arroyo temporal del desierto) en el extremo sur del valle del Jordán, Jericó es conocida por sus rosas pimpantes y el preciado bálsamo que se vende por todo el país.
-Mira hacia el fondo, Suetonio, ¡menudo palacio se ha hecho el tretarca! ¡Y a pocas millas de Jerusalén [1]! ¿Ves ese largo corredor de columnata? Creo que en su construcción abunda el mármol importado y que incluso cuenta con una terma romana de cinco recintos, dotada de un complicado sistema hidráulico. Y eso, más lejos, debe ser el edificio dedicado al procesamiento del bálsamo y los dátiles. Leí que está construido sobre los cimientos del antiguo palacio asmoneo. Mira, mira hacia la izquierda. ¿Ves el hipódromo? Lo de al lado debe ser el gimnasio y más allá el anfiteatro. No podía imaginarme encontrar tales edificios después de tanto desierto.
Descendimos con buen humor al casco urbano, donde los jardines sombreados de palmeras, alheñas, sicómoros y balsameras ungían el aire fresco e invitaban a respirar hondo, a despertar los sentidos después de la sequedad del páramo. Aristeo volvió a hacer gala de su erudición evocando los tiempos en que los antiguos israelitas plantaron sus tiendas frente a la ciudad, única puerta por la que Josué podía penetrar en el interior de Canaán. Durante seis días sus guerreros dieron vueltas a sus murallas transportando el Arca de la Alianza, que iba precedida por siete sacerdotes haciendo sonar sus trompetas. El séptimo día y al final de la séptima vuelta, el ejército rompió en un fuerte clamor; cayeron los muros de Jericó y entraron los israelitas en la ciudad, que contenía un gran tesoro. Siete días, siete vueltas, siete sacerdotes. El simbólico e importante número siete. Era sólo uno de los episodios que los judíos recordaban en torno a aquel enclave que conoció otras batallas y a profetas importantes, como Elías y Eliseo. Según Aristeo su fundación se remontaba a cinco mil años atrás, con el nombre de Tell el Sultán, ruinas que se conservaban cerca de la ciudad actual.
[1] 25 kilómetros.
No fue difícil encontrar la casa de Zaqueo en el barrio más acomodado. Rodeada de palmeras y precedida de un jardín de rosas, la mansión del antiguo publicano emergía tras un pequeño pórtico con arcos sustentados en columnas de mármol y antecedida por las voces refrescantes de dos pequeñas fuentes. Dimos nuestro nombre a un criado y el propio Zaqueo no se hizo esperar.
Bajo de estatura, algo regordete, nariz roja y cara de hogaza, se alegró mucho al vernos, como si nos conociera de toda la vida.
-¡Bienvenidos! Entrad en mi casa -alzó sus bracitos redondos-. Sara me ha contado quiénes sois. Pero, por favor, descansad antes un poco, que vendréis exhaustos del camino. Que el polvo del desierto y ese calor se cuelan hasta la entrañas. Venid; ante todo tomaros un baño y luego hablaremos.
El criado nos condujo a unas pequeñas termas con sus tres estancias: tepidarium, caldarium y frigidarium. Aristeo y yo nos miramos sorprendidos. Habituados a movernos entre campesinos, pescadores y mendigos, como principal entorno de Jesús, ¿de dónde salía este hombrecito bien vestido, con una casa decente y algunas comodidades al estilo de la Urbe? Quitarnos la suciedad y sumergirnos luego en los estanques de agua limpia fue un placer tanto más valorado como apetecido.
Mi colega griego se asombró ante el sistema auténticamente romano del caldarium, con su horno bajo un suelo de pilares, semejante a los instalados en nuestras mejores villas de las afueras de Roma. El criado nos trajo luego una fuente de dátiles, almendras e higos secos y nos indicó dónde se hallaban nuestros cuartos, repartidos en torno al patio y peristilo, cuajado de flores y presidido por una fuente. No era exactamente una copia de una casa romana, pero se parecía bastante. Mi curiosidad e intriga no impidieron que cayera en el lecho como un fardo, y que mi amigo y yo no despegáramos los ojos hasta bien entrado el mediodía.
Zaqueo parecía un hombre feliz. Nos recibió en el patio junto al canturreo discreto de una fuente central de seis caños, que me transportó por un instante a mi paradisíaco jardín de Capri. Amable, bonachón, parlanchín, se centró sin rodeos en el objetivo de nuestra visita.
-¿Conque queréis saber sobre Jesús de Nazaret? -dijo, rascándose el lóbulo de la oreja-. ¡Larga, larga y hermosa historia!
Mi compañero y yo le mirábamos como alelados, sin salir de nuestro pasmo todavía.
-Bien; primero me presento. Yo, en Jericó, era el jefe de los publicanos. ¿Sabéis qué es un publicano?
Aristeo respondió que sí, que al fin y al cabo en Roma existían desde la época republicana y que su nombre procedía del tributo que recolectaban, llamado publicum. Que además habíamos conocido varios publicanos en Galilea, entre ellos a Leví Alfeo. Pero que nunca habíamos estado con un jefe comarcal de los recaudadores de impuestos y que suponíamos que en aquella ciudad era un cargo importante.
-¿Importante? Si, cómo no, para ganar dinero, porque te llevas las comisiones de todos. Pero también, por desgracia, proclive a concitar odios y envidias de todo el mundo. Si a los simples publicanos se les denominaba con la palabra griega de telones, yo he sido un arjitelones, el archipublicano de Jericó. Un cargo comprometido. Especialmente en una ciudad como ésta, donde el tretarca pasa temporadas de descanso y las intrigas y los trapicheos están al orden del día; hay mucha corrupción, mucho dinero. Además de su comercio agrícola y la industria de perfumes y dátiles, Jericó tiene, como sabéis, un puesto aduanero y es lugar de paso de caravanas que vienen de Oriente, rumbo a Jerusalén y camino del mar. Lo cierto, para contarlo todo, es que yo no me distinguía precisamente por mis escrúpulos; y, como podéis imaginar, disponía de todo lo que puede desear un hombre. Esto que veis no es ni la tercera parte de lo que hace pocos meses era mi casa. Pero carecía de lo más importante: de tranquilidad, paz y alegría. Yo soy un hombre casado, tengo tres hijas. Sin embargo ni siquiera podía disfrutar de mi casa ni mi familia. Vivía en un continuo sobresalto. Obsesionado con el negocio y no perder una comisión; por sacar tajada de la exención de tributos y dinero sumergido de cada construcción que levantaba Herodes o cualquier hombre rico de los que se pasan aquí el invierno huyendo de los fríos de Jerusalén, vivía en continua tensión. En poco tiempo me convertí en un hombre irascible, insoportable incluso para mí mismo.
Zaqueo se arrellanó en su asiento. Sus pequeñas piernas colgaban como los de un niño de la silla curulis[1] donde estaba sentado. Nos trajeron un refresco de mora y un plato de pollo frío.
-Fue por entonces cuando oí hablar de Jesús. Llegaban noticias de sus curaciones en Galilea, de las dos veces que había subido a Jerusalén, de la polémica con los fariseos, de las amenazas de Herodes y sus escapadas a Fenicia y Cesarea de Filipo. Contaban prodigios: que calmaba las aguas extendiendo las manos; que había dado de comer a una multitud; que incluso había resucitado a un muchacho, dado vista a varios ciegos, movilidad a paralíticos y limpiado a leprosos. Pero sobre todo me interesaba cuanto decían sobre su atractiva presencia, su mirada, la fuerza de sus palabras. Entonces corrió por la ciudad el rumor de que el maestro iba a venir a Jericó.
El ex jefe de publicanos se iba entusiasmando y enrojecían sus mejillas a medida que avanzaba el relato.
-Desde la víspera estaba nervioso y tan pronto oí que llegaba, salí corriendo de casa. Pero me encontré con una multitud que, dándose codazos por verle, le rodeaba por todas partes. Mi baja estatura sólo me permitía divisar túnicas, mantos o a lo sumo, si me empinaba, algún turbante; nada mas. No sólo soy avispado para los negocios. Me dije: «Zaqueo, si no te despabilas te vas a quedar sin ver nada». Así que salí corriendo, me adelanté a la comitiva y me subí al primer árbol, una hermosa higuera, en el camino por donde iba a pasar la comitiva. Desde allí lo dominaba todo. Vi avanzar a Jesús de lejos, rodeado de chiquillos que apartaban sus discípulos para que pudiera pasar. Caminaba lentamente, con una mezcla de sencillez y elegancia. Como si no pesara. Su túnica blanca contrastaba con los mil colores de las túnicas de la gente que le seguía. Despedía fuerza. Otras personas les acercaban sus enfermos para que les impusieran las manos. Pero él hablaba, explicaba algo, aunque yo no podía entenderlo desde allá arriba. A medida que se iba aproximando a la higuera donde estaba encaramado, no sabía por qué, me latía más fuerte el corazón. Lo que sentí en aquel momento no acertaría a qué compararlo.
Los ojos de Zaqueo, brillaban como como los de un gato en la umbría del patio. Le escuchábamos mudos, colgados de su narración.
-Entonces, justo cuando llegó a la altura de la higuera, el Maestro se detuvo, levantó la cabeza y fijó sus ojos en mí. Yo me quedé inmóvil. Por un momento pensé que me iba a reprochar algo, o que alguien le habría informado de que yo era el archipublicano de Jericó. Pero no; con una sonrisa, posó sus pupilas en mí y me dijo: «Zaqueo, baja en seguida, que hoy tengo que alojarme en tu casa» Me quedé de piedra. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que supiera mi nombre? ¿Cómo se le había ocurrido simplemente levantar sus ojos y mirarme? Pero, sobre todo, ¿qué le había movido a fijarse en mí? Podéis imaginaros el revuelo y el escándalo entre la gente. Bajé con la agilidad de un gato, y yo, el pequeño y acomplejado Zaqueo, el publicano, el pecador, el hazmerreír, el enano, el corrupto, la bazofia del Jericó, objeto de todas las miradas, fui abriendo paso por las calles de Jericó al famoso rabino que quería esa noche hospedarse en mi casa. Informé a los discípulos de la ubicación de esta morada, no lejos de donde nos habíamos encontrado, y quedé con ellos que vendrían al atardecer. Imaginad con qué nervios repartí órdenes para que limpiaran las habitaciones, las perfumaran, las ornamentaran adecuadamente con flores; di instrucciones pertinentes a la cocinera para que preparara una cena digna de aquel personaje que de lejos me había distinguido con su mirada. Eso sí, previamente me informaron de que, a diferencia de otros profetas, Jesús comía y bebía de todo lo que le servían y que por eso le acusaban de «comedor y bebedor».
-¿Y cumplió su palabra? -pregunté interesado.
Zaqueo no aguantó un minuto más sentado. Se había puesto de pie y gesticulaba entusiasmado agitando sus brazos como saquetes de azúcar, para revivir mejor la escena. Aristeo intentaba ocultar su risa ante la bizarría del personaje.
-¡Claro que cumplió su palabra! Al caer la tarde estaba allí con los doce. La ciudad era un nido de rumores. «¡Qué escándalo! ¡Vaya profeta! Se ve que no tiene ni idea de quién es ese. ¡Ha ido a hospedarse a casa de un pecador!» Jesús entró decidido, se reclinó a mi mesa y comió y bebió de todo con sobriedad, eso sí, mientras algunos de sus discípulos hacían mayores honores a las carnes y pescados aderezados con hierbas aromáticas en los que mi cocinera egipcia había lucido sus dotes culinarias. Yo no podía ocultar mi contento. Él estaba en mi hogar y me había mirado. ¿Podía haber mayor alegría? Me sentía desnudo, recién parido a este mundo. Por primera vez en toda mi vida una alegría limpia bañaba mis adentros; no me importaba el pasado ni el futuro, sino aquel ahora lleno de belleza. ¿Qué había visto en mí? Me sentía feliz, anonadado. Entonces no podía explicármelo. Luego, con el tiempo sólo pude hallar una razón. Que a él le gustaban los pequeños, los insignificantes, los despreciados y marginados. Y yo, ya veis, era bien pequeño, por fuera y por dentro.
Zaqueo, enrojecido por la emoción, bebió un trago para humedecer sus labios resecos. Aristeo había dejado de contener la risa. Le miraba serio y atento. En el silencio el rumor de la fuente pobló el momento. El dueño de la casa volvió a sentarse y juntó como sin fuera a orar sus regordetas manos.
-¿Qué hacer? ¿qué hacer?, me pregunté. No pude evitarlo. A los postres me planté en medio de la concurrencia y dije: «Mira, Maestro, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si a alguien le he sacado dinero, se lo restituiré cuatro veces.» Jesús sonrió, hundió sus ojos en mí con dulzura y luego, dirigiéndose a los demás, contestó de tal manera que jamás podré olvidarlo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también él es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido y a salvarlo». Aún resuenan sus palabras, su timbre de voz joven y fuerte en estas paredes como un eco que me persigue, que me acuna día y noche.
El dueño de la casa rompió a llorar como un chiquillo con la cabeza entre las manos. Fue un largo rato, que Aristeo y yo respetamos en silencio. Luego, levantó la cabeza enjugándose las lágrimas y encendido de felicidad. De nuevo no podía comprender lo que estaba viendo. ¡Aquel coordinador de recaudadores había donado la mitad de su fortuna y se sentía libre y satisfecho como un pájaro! ¿Estaba loco?
-Puedo entender lo de los pobres -dijo Aristeo-. Pero dime, ¿por qué restituir el cuádruplo a los que habías defraudado? Por lo poco que he estudiado, la ley mosaica exige la entrega del cuádruplo sólo en caso de robo. Pero en caso de fraude, ¿no impone solamente una multa que equivale al quinto sobre del daño causado?
Zaqueo sonrió.
-A mí en ese momento no me importaba la ley, sino el estruendo de mi corazón. Sólo el que ha sentido la alegría de dar y de desatar los nudos que le esclavizan a las cosas puede comprenderme. Es como entrar en el no-tiempo, es como volar. El Maestro me acababa de regalar la libertad. Su mirada me había despojado del miedo y la angustia de vivir colgado de las cuentas del ábaco; de quién me debía esto o aquello, de qué publicano me sisaba, o a quién exprimía con mayor porcentaje. ¡Me había mirado, me había llamado «verdadero hijo de Abraham»! El dinero, amigos, es muy poca cosa cuando un hombre recupera su dignidad, el señorío de sí mismo, el valor de lo que no se puede adquirir con unas monedas o mediante cualquier transacción comercial. Pero no sé si vosotros, los romanos, podréis comprenderme. Os conozco bien, por mi oficio, hace muchos años, y sé que sólo os preocupa el poder del imperio, y ese señorío, ya se sabe, siempre viene condicionado al oro y la violencia.
Aristeo desvió la conversación.
-Dime, ¿por qué el rabbí se llamaba a sí mismo Hijo del Hombre?
Zaqueo se rascó sus rizos lacios que caían desordenados por su frente. Dudó por un momento.
-No sé, al principio esa forma de llamarse a sí mismo nos turbaba. ¿Si quería referirse a que sus poderes eran divinos por qué subrayar su aspecto de hombre? Pero él lo usaba cuando decía que tenía poder para perdonar, para estar por encima del sábado o para asegurar a sus discípulos que no tenía donde reclinar su cabeza y anunciarnos que iba a padecer y morir. Yo creo que con esa manera de llamarse a sí mismo quería decirnos que era más que un mesías, el mejor Hombre, el Hombre por antonomasia. Aunque nosotros sabíamos que era mucho más que eso.
Aristeo se quedó pensativo.
-Pero consta que muchos partidarios querían proclamarlo rey, un rey de este mundo con su territorio, jurisdicción y tropas.
-Si, claro. Cuando pasó por aquí en su último viaje, la gente le seguía para hacerle entrar en Jerusalén con honores de rey. Al menos eso pretendía. La misión del Mesías era vencer con su ejército a los enemigos de Israel y establecer el reino que anhelábamos de paz y justicia. No sé si habéis oído hablar la curación que realizó al salir de Jericó, después de lo que ya os he contado. Iba acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre. El hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego que aquí conocíamos de toda la vida, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Entonces muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llamaron al ciego, diciéndole: «¡Animo, levántate! Te llama.» Entonces él, loco de alegría y arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Todo el mundo se quedó en silencio pendiente de la escena: Aquellos ojos blanquecinos desorbitados, aquel entusiasmo. Los discípulos le encaminaron, cogiéndole del brazo. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego respondió con un grito, un desgarro de las entrañas: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Y al instante la luz volvió a aquellos ojos. Chillaba: «¡Veo! ¡veo!» Y se unió a la comitiva que subió con Jesús a Jerusalén. Os preguntareis por qué Bartimeo le gritó Hijo de David. Pues, porque estaba convencido, como todos entonces, yo incluido, de que Jesús subía a Jerusalén a ser proclamado rey.
Había algo que no me encajaba en la actitud de Jesús. Aproveché una pausa en que el criado de Zaqueo nos servía vino, para preguntarle.
-Pero a mi me interesa lo que pensaba él. ¿Él se veía a sí mismo como mesías?
-Por supuesto. El día que Pedro, en nombre de los demás discípulos, se lo dijo, no sólo no lo negó sino que advirtió que no lo dijeran por ahí. Quizás para no adelantar los acontecimientos que Jesús estaba temiendo y que vendrían después. Pero ellos también vivían engañados. Como lo estaban los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, que, viendo cómo crecía la fama del Maestro, se acercaron a pedirle una promoción, algo así como los puestos de “primeros ministros” de su gobierno, la opción de sentarse a su izquierda y su derecha cuando tomara el poder. Jesús les debió dejar fulminados con su mirada: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» Yo creo que era una manera de prevenirles de que su reino no iba a ser precisamente un camino de rosas. Ellos, muy gallitos, le dijeron que sí, que podían con lo que les echara encima. Entonces Jesús, serio, les vino a responder que también les tocaría sufrir, pero que lo de sentarse a su derecha o a su izquierda no es cosa suya el concederlo, sino que era para quienes estaba preparado.
-Escalar puestos. ¡Más o menos como en la corte de Tiberio! ¿No te recuerda a Sejano? -rió Aristeo dándome un codazo.
Zaqueo carraspeó y continuó su relato:
-Aquello, según me contaron ellos mismos, levantó todo un revuelo entre los discípulos, indignados contra sus compañeros por intentar situarse en el poder mediante un descarado tráfico de influencias. Y lo más interesante es cómo el maestro aprovechó el incidente para enseñarles: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos; que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»
-¿Esclavo de todos? -exclamó indignado Aristeo- ¡Puaf!¡Lo de siempre!
-No te lo recrimino. Hasta nuestros sacerdotes están avasallados por el demonio del poder. Y también no pocos discípulos ¿Por qué crees? Ahora todos aquellos valientes que pretendían mandar están muertos de miedo -apuntó Zaqueo- . Aún no han entendido qué clase de mesías es Jesús.
Pasamos hasta bien entrada la noche entregados a la apacible franqueza de las revelaciones de Zaqueo, que me pareció, en contra de la primera impresión, un hombre inteligente, que había encontrado su puesto en el mundo. Durante la cena nos presentó a su esposa, una mujer distinguida de cuidados rizos, que le doblaba en altura, y sus tres hermosas hijas adolescentes y tímidas, que se desternillaban de risa cuando le contábamos costumbres de Roma, por ejemplo, si los gladiadores eran guapos o cómo era la última moda en la capital del imperio.
Antes de despedirnos Zaqueo dio orden de llenar nuestros morrales de provisiones y nos preguntó:
-¿A dónde os dirigís ahora?
-Pretendemos subir a Jerusalén. Dicen que allí encontraremos muchos testigos . Busco también un retrato…
Os ofrezco un fragmento de mi novela El retrato, dedicada a Jesús de Nazaret:
Saturados de desiertos, eriales y barrancos, el verde chillón de un oasis de palmerales me reconciliaba de nuevo con la vida. Ante nuestros ojos cansados se desperezaba con las primeras luces la ciudad más baja del mundo. Y dicen que también una de las más antiguas del planeta. Cisternas y manantiales irrigaban un desigual amontonamiento blanco de casas apacibles y villas residenciales entre las que descollaba el palacio de invierno de Herodes, quien, no lejos de los fríos secos de Judea, había buscado para su emplazamiento el clima benigno de esta ciudad. Extendida a lo largo de un wadi (arroyo temporal del desierto) en el extremo sur del valle del Jordán, Jericó es conocida por sus rosas pimpantes y el preciado bálsamo que se vende por todo el país.
-Mira hacia el fondo, Suetonio, ¡menudo palacio se ha hecho el tretarca! ¡Y a pocas millas de Jerusalén [1]! ¿Ves ese largo corredor de columnata? Creo que en su construcción abunda el mármol importado y que incluso cuenta con una terma romana de cinco recintos, dotada de un complicado sistema hidráulico. Y eso, más lejos, debe ser el edificio dedicado al procesamiento del bálsamo y los dátiles. Leí que está construido sobre los cimientos del antiguo palacio asmoneo. Mira, mira hacia la izquierda. ¿Ves el hipódromo? Lo de al lado debe ser el gimnasio y más allá el anfiteatro. No podía imaginarme encontrar tales edificios después de tanto desierto.
Descendimos con buen humor al casco urbano, donde los jardines sombreados de palmeras, alheñas, sicómoros y balsameras ungían el aire fresco e invitaban a respirar hondo, a despertar los sentidos después de la sequedad del páramo. Aristeo volvió a hacer gala de su erudición evocando los tiempos en que los antiguos israelitas plantaron sus tiendas frente a la ciudad, única puerta por la que Josué podía penetrar en el interior de Canaán. Durante seis días sus guerreros dieron vueltas a sus murallas transportando el Arca de la Alianza, que iba precedida por siete sacerdotes haciendo sonar sus trompetas. El séptimo día y al final de la séptima vuelta, el ejército rompió en un fuerte clamor; cayeron los muros de Jericó y entraron los israelitas en la ciudad, que contenía un gran tesoro. Siete días, siete vueltas, siete sacerdotes. El simbólico e importante número siete. Era sólo uno de los episodios que los judíos recordaban en torno a aquel enclave que conoció otras batallas y a profetas importantes, como Elías y Eliseo. Según Aristeo su fundación se remontaba a cinco mil años atrás, con el nombre de Tell el Sultán, ruinas que se conservaban cerca de la ciudad actual.
[1] 25 kilómetros.
No fue difícil encontrar la casa de Zaqueo en el barrio más acomodado. Rodeada de palmeras y precedida de un jardín de rosas, la mansión del antiguo publicano emergía tras un pequeño pórtico con arcos sustentados en columnas de mármol y antecedida por las voces refrescantes de dos pequeñas fuentes. Dimos nuestro nombre a un criado y el propio Zaqueo no se hizo esperar.
Bajo de estatura, algo regordete, nariz roja y cara de hogaza, se alegró mucho al vernos, como si nos conociera de toda la vida.
-¡Bienvenidos! Entrad en mi casa -alzó sus bracitos redondos-. Sara me ha contado quiénes sois. Pero, por favor, descansad antes un poco, que vendréis exhaustos del camino. Que el polvo del desierto y ese calor se cuelan hasta la entrañas. Venid; ante todo tomaros un baño y luego hablaremos.
El criado nos condujo a unas pequeñas termas con sus tres estancias: tepidarium, caldarium y frigidarium. Aristeo y yo nos miramos sorprendidos. Habituados a movernos entre campesinos, pescadores y mendigos, como principal entorno de Jesús, ¿de dónde salía este hombrecito bien vestido, con una casa decente y algunas comodidades al estilo de la Urbe? Quitarnos la suciedad y sumergirnos luego en los estanques de agua limpia fue un placer tanto más valorado como apetecido.
Mi colega griego se asombró ante el sistema auténticamente romano del caldarium, con su horno bajo un suelo de pilares, semejante a los instalados en nuestras mejores villas de las afueras de Roma. El criado nos trajo luego una fuente de dátiles, almendras e higos secos y nos indicó dónde se hallaban nuestros cuartos, repartidos en torno al patio y peristilo, cuajado de flores y presidido por una fuente. No era exactamente una copia de una casa romana, pero se parecía bastante. Mi curiosidad e intriga no impidieron que cayera en el lecho como un fardo, y que mi amigo y yo no despegáramos los ojos hasta bien entrado el mediodía.
Zaqueo parecía un hombre feliz. Nos recibió en el patio junto al canturreo discreto de una fuente central de seis caños, que me transportó por un instante a mi paradisíaco jardín de Capri. Amable, bonachón, parlanchín, se centró sin rodeos en el objetivo de nuestra visita.
-¿Conque queréis saber sobre Jesús de Nazaret? -dijo, rascándose el lóbulo de la oreja-. ¡Larga, larga y hermosa historia!
Mi compañero y yo le mirábamos como alelados, sin salir de nuestro pasmo todavía.
-Bien; primero me presento. Yo, en Jericó, era el jefe de los publicanos. ¿Sabéis qué es un publicano?
Aristeo respondió que sí, que al fin y al cabo en Roma existían desde la época republicana y que su nombre procedía del tributo que recolectaban, llamado publicum. Que además habíamos conocido varios publicanos en Galilea, entre ellos a Leví Alfeo. Pero que nunca habíamos estado con un jefe comarcal de los recaudadores de impuestos y que suponíamos que en aquella ciudad era un cargo importante.
-¿Importante? Si, cómo no, para ganar dinero, porque te llevas las comisiones de todos. Pero también, por desgracia, proclive a concitar odios y envidias de todo el mundo. Si a los simples publicanos se les denominaba con la palabra griega de telones, yo he sido un arjitelones, el archipublicano de Jericó. Un cargo comprometido. Especialmente en una ciudad como ésta, donde el tretarca pasa temporadas de descanso y las intrigas y los trapicheos están al orden del día; hay mucha corrupción, mucho dinero. Además de su comercio agrícola y la industria de perfumes y dátiles, Jericó tiene, como sabéis, un puesto aduanero y es lugar de paso de caravanas que vienen de Oriente, rumbo a Jerusalén y camino del mar. Lo cierto, para contarlo todo, es que yo no me distinguía precisamente por mis escrúpulos; y, como podéis imaginar, disponía de todo lo que puede desear un hombre. Esto que veis no es ni la tercera parte de lo que hace pocos meses era mi casa. Pero carecía de lo más importante: de tranquilidad, paz y alegría. Yo soy un hombre casado, tengo tres hijas. Sin embargo ni siquiera podía disfrutar de mi casa ni mi familia. Vivía en un continuo sobresalto. Obsesionado con el negocio y no perder una comisión; por sacar tajada de la exención de tributos y dinero sumergido de cada construcción que levantaba Herodes o cualquier hombre rico de los que se pasan aquí el invierno huyendo de los fríos de Jerusalén, vivía en continua tensión. En poco tiempo me convertí en un hombre irascible, insoportable incluso para mí mismo.
Zaqueo se arrellanó en su asiento. Sus pequeñas piernas colgaban como los de un niño de la silla curulis[1] donde estaba sentado. Nos trajeron un refresco de mora y un plato de pollo frío.
-Fue por entonces cuando oí hablar de Jesús. Llegaban noticias de sus curaciones en Galilea, de las dos veces que había subido a Jerusalén, de la polémica con los fariseos, de las amenazas de Herodes y sus escapadas a Fenicia y Cesarea de Filipo. Contaban prodigios: que calmaba las aguas extendiendo las manos; que había dado de comer a una multitud; que incluso había resucitado a un muchacho, dado vista a varios ciegos, movilidad a paralíticos y limpiado a leprosos. Pero sobre todo me interesaba cuanto decían sobre su atractiva presencia, su mirada, la fuerza de sus palabras. Entonces corrió por la ciudad el rumor de que el maestro iba a venir a Jericó.
El ex jefe de publicanos se iba entusiasmando y enrojecían sus mejillas a medida que avanzaba el relato.
-Desde la víspera estaba nervioso y tan pronto oí que llegaba, salí corriendo de casa. Pero me encontré con una multitud que, dándose codazos por verle, le rodeaba por todas partes. Mi baja estatura sólo me permitía divisar túnicas, mantos o a lo sumo, si me empinaba, algún turbante; nada mas. No sólo soy avispado para los negocios. Me dije: «Zaqueo, si no te despabilas te vas a quedar sin ver nada». Así que salí corriendo, me adelanté a la comitiva y me subí al primer árbol, una hermosa higuera, en el camino por donde iba a pasar la comitiva. Desde allí lo dominaba todo. Vi avanzar a Jesús de lejos, rodeado de chiquillos que apartaban sus discípulos para que pudiera pasar. Caminaba lentamente, con una mezcla de sencillez y elegancia. Como si no pesara. Su túnica blanca contrastaba con los mil colores de las túnicas de la gente que le seguía. Despedía fuerza. Otras personas les acercaban sus enfermos para que les impusieran las manos. Pero él hablaba, explicaba algo, aunque yo no podía entenderlo desde allá arriba. A medida que se iba aproximando a la higuera donde estaba encaramado, no sabía por qué, me latía más fuerte el corazón. Lo que sentí en aquel momento no acertaría a qué compararlo.
Los ojos de Zaqueo, brillaban como como los de un gato en la umbría del patio. Le escuchábamos mudos, colgados de su narración.
-Entonces, justo cuando llegó a la altura de la higuera, el Maestro se detuvo, levantó la cabeza y fijó sus ojos en mí. Yo me quedé inmóvil. Por un momento pensé que me iba a reprochar algo, o que alguien le habría informado de que yo era el archipublicano de Jericó. Pero no; con una sonrisa, posó sus pupilas en mí y me dijo: «Zaqueo, baja en seguida, que hoy tengo que alojarme en tu casa» Me quedé de piedra. ¿Qué había pasado? ¿Cómo era posible que supiera mi nombre? ¿Cómo se le había ocurrido simplemente levantar sus ojos y mirarme? Pero, sobre todo, ¿qué le había movido a fijarse en mí? Podéis imaginaros el revuelo y el escándalo entre la gente. Bajé con la agilidad de un gato, y yo, el pequeño y acomplejado Zaqueo, el publicano, el pecador, el hazmerreír, el enano, el corrupto, la bazofia del Jericó, objeto de todas las miradas, fui abriendo paso por las calles de Jericó al famoso rabino que quería esa noche hospedarse en mi casa. Informé a los discípulos de la ubicación de esta morada, no lejos de donde nos habíamos encontrado, y quedé con ellos que vendrían al atardecer. Imaginad con qué nervios repartí órdenes para que limpiaran las habitaciones, las perfumaran, las ornamentaran adecuadamente con flores; di instrucciones pertinentes a la cocinera para que preparara una cena digna de aquel personaje que de lejos me había distinguido con su mirada. Eso sí, previamente me informaron de que, a diferencia de otros profetas, Jesús comía y bebía de todo lo que le servían y que por eso le acusaban de «comedor y bebedor».
-¿Y cumplió su palabra? -pregunté interesado.
Zaqueo no aguantó un minuto más sentado. Se había puesto de pie y gesticulaba entusiasmado agitando sus brazos como saquetes de azúcar, para revivir mejor la escena. Aristeo intentaba ocultar su risa ante la bizarría del personaje.
-¡Claro que cumplió su palabra! Al caer la tarde estaba allí con los doce. La ciudad era un nido de rumores. «¡Qué escándalo! ¡Vaya profeta! Se ve que no tiene ni idea de quién es ese. ¡Ha ido a hospedarse a casa de un pecador!» Jesús entró decidido, se reclinó a mi mesa y comió y bebió de todo con sobriedad, eso sí, mientras algunos de sus discípulos hacían mayores honores a las carnes y pescados aderezados con hierbas aromáticas en los que mi cocinera egipcia había lucido sus dotes culinarias. Yo no podía ocultar mi contento. Él estaba en mi hogar y me había mirado. ¿Podía haber mayor alegría? Me sentía desnudo, recién parido a este mundo. Por primera vez en toda mi vida una alegría limpia bañaba mis adentros; no me importaba el pasado ni el futuro, sino aquel ahora lleno de belleza. ¿Qué había visto en mí? Me sentía feliz, anonadado. Entonces no podía explicármelo. Luego, con el tiempo sólo pude hallar una razón. Que a él le gustaban los pequeños, los insignificantes, los despreciados y marginados. Y yo, ya veis, era bien pequeño, por fuera y por dentro.
Zaqueo, enrojecido por la emoción, bebió un trago para humedecer sus labios resecos. Aristeo había dejado de contener la risa. Le miraba serio y atento. En el silencio el rumor de la fuente pobló el momento. El dueño de la casa volvió a sentarse y juntó como sin fuera a orar sus regordetas manos.
-¿Qué hacer? ¿qué hacer?, me pregunté. No pude evitarlo. A los postres me planté en medio de la concurrencia y dije: «Mira, Maestro, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres, y si a alguien le he sacado dinero, se lo restituiré cuatro veces.» Jesús sonrió, hundió sus ojos en mí con dulzura y luego, dirigiéndose a los demás, contestó de tal manera que jamás podré olvidarlo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también él es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar lo que estaba perdido y a salvarlo». Aún resuenan sus palabras, su timbre de voz joven y fuerte en estas paredes como un eco que me persigue, que me acuna día y noche.
El dueño de la casa rompió a llorar como un chiquillo con la cabeza entre las manos. Fue un largo rato, que Aristeo y yo respetamos en silencio. Luego, levantó la cabeza enjugándose las lágrimas y encendido de felicidad. De nuevo no podía comprender lo que estaba viendo. ¡Aquel coordinador de recaudadores había donado la mitad de su fortuna y se sentía libre y satisfecho como un pájaro! ¿Estaba loco?
-Puedo entender lo de los pobres -dijo Aristeo-. Pero dime, ¿por qué restituir el cuádruplo a los que habías defraudado? Por lo poco que he estudiado, la ley mosaica exige la entrega del cuádruplo sólo en caso de robo. Pero en caso de fraude, ¿no impone solamente una multa que equivale al quinto sobre del daño causado?
Zaqueo sonrió.
-A mí en ese momento no me importaba la ley, sino el estruendo de mi corazón. Sólo el que ha sentido la alegría de dar y de desatar los nudos que le esclavizan a las cosas puede comprenderme. Es como entrar en el no-tiempo, es como volar. El Maestro me acababa de regalar la libertad. Su mirada me había despojado del miedo y la angustia de vivir colgado de las cuentas del ábaco; de quién me debía esto o aquello, de qué publicano me sisaba, o a quién exprimía con mayor porcentaje. ¡Me había mirado, me había llamado «verdadero hijo de Abraham»! El dinero, amigos, es muy poca cosa cuando un hombre recupera su dignidad, el señorío de sí mismo, el valor de lo que no se puede adquirir con unas monedas o mediante cualquier transacción comercial. Pero no sé si vosotros, los romanos, podréis comprenderme. Os conozco bien, por mi oficio, hace muchos años, y sé que sólo os preocupa el poder del imperio, y ese señorío, ya se sabe, siempre viene condicionado al oro y la violencia.
Aristeo desvió la conversación.
-Dime, ¿por qué el rabbí se llamaba a sí mismo Hijo del Hombre?
Zaqueo se rascó sus rizos lacios que caían desordenados por su frente. Dudó por un momento.
-No sé, al principio esa forma de llamarse a sí mismo nos turbaba. ¿Si quería referirse a que sus poderes eran divinos por qué subrayar su aspecto de hombre? Pero él lo usaba cuando decía que tenía poder para perdonar, para estar por encima del sábado o para asegurar a sus discípulos que no tenía donde reclinar su cabeza y anunciarnos que iba a padecer y morir. Yo creo que con esa manera de llamarse a sí mismo quería decirnos que era más que un mesías, el mejor Hombre, el Hombre por antonomasia. Aunque nosotros sabíamos que era mucho más que eso.
Aristeo se quedó pensativo.
-Pero consta que muchos partidarios querían proclamarlo rey, un rey de este mundo con su territorio, jurisdicción y tropas.
-Si, claro. Cuando pasó por aquí en su último viaje, la gente le seguía para hacerle entrar en Jerusalén con honores de rey. Al menos eso pretendía. La misión del Mesías era vencer con su ejército a los enemigos de Israel y establecer el reino que anhelábamos de paz y justicia. No sé si habéis oído hablar la curación que realizó al salir de Jericó, después de lo que ya os he contado. Iba acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre. El hijo de Timeo, Bartimeo, un mendigo ciego que aquí conocíamos de toda la vida, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!» Entonces muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!» Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle.» Llamaron al ciego, diciéndole: «¡Animo, levántate! Te llama.» Entonces él, loco de alegría y arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Todo el mundo se quedó en silencio pendiente de la escena: Aquellos ojos blanquecinos desorbitados, aquel entusiasmo. Los discípulos le encaminaron, cogiéndole del brazo. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?» El ciego respondió con un grito, un desgarro de las entrañas: «Rabbuní, ¡que vea!» Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado.» Y al instante la luz volvió a aquellos ojos. Chillaba: «¡Veo! ¡veo!» Y se unió a la comitiva que subió con Jesús a Jerusalén. Os preguntareis por qué Bartimeo le gritó Hijo de David. Pues, porque estaba convencido, como todos entonces, yo incluido, de que Jesús subía a Jerusalén a ser proclamado rey.
Había algo que no me encajaba en la actitud de Jesús. Aproveché una pausa en que el criado de Zaqueo nos servía vino, para preguntarle.
-Pero a mi me interesa lo que pensaba él. ¿Él se veía a sí mismo como mesías?
-Por supuesto. El día que Pedro, en nombre de los demás discípulos, se lo dijo, no sólo no lo negó sino que advirtió que no lo dijeran por ahí. Quizás para no adelantar los acontecimientos que Jesús estaba temiendo y que vendrían después. Pero ellos también vivían engañados. Como lo estaban los hijos del Zebedeo, Santiago y Juan, que, viendo cómo crecía la fama del Maestro, se acercaron a pedirle una promoción, algo así como los puestos de “primeros ministros” de su gobierno, la opción de sentarse a su izquierda y su derecha cuando tomara el poder. Jesús les debió dejar fulminados con su mirada: «No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?» Yo creo que era una manera de prevenirles de que su reino no iba a ser precisamente un camino de rosas. Ellos, muy gallitos, le dijeron que sí, que podían con lo que les echara encima. Entonces Jesús, serio, les vino a responder que también les tocaría sufrir, pero que lo de sentarse a su derecha o a su izquierda no es cosa suya el concederlo, sino que era para quienes estaba preparado.
-Escalar puestos. ¡Más o menos como en la corte de Tiberio! ¿No te recuerda a Sejano? -rió Aristeo dándome un codazo.
Zaqueo carraspeó y continuó su relato:
-Aquello, según me contaron ellos mismos, levantó todo un revuelo entre los discípulos, indignados contra sus compañeros por intentar situarse en el poder mediante un descarado tráfico de influencias. Y lo más interesante es cómo el maestro aprovechó el incidente para enseñarles: «Sabéis que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos; que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.»
-¿Esclavo de todos? -exclamó indignado Aristeo- ¡Puaf!¡Lo de siempre!
-No te lo recrimino. Hasta nuestros sacerdotes están avasallados por el demonio del poder. Y también no pocos discípulos ¿Por qué crees? Ahora todos aquellos valientes que pretendían mandar están muertos de miedo -apuntó Zaqueo- . Aún no han entendido qué clase de mesías es Jesús.
Pasamos hasta bien entrada la noche entregados a la apacible franqueza de las revelaciones de Zaqueo, que me pareció, en contra de la primera impresión, un hombre inteligente, que había encontrado su puesto en el mundo. Durante la cena nos presentó a su esposa, una mujer distinguida de cuidados rizos, que le doblaba en altura, y sus tres hermosas hijas adolescentes y tímidas, que se desternillaban de risa cuando le contábamos costumbres de Roma, por ejemplo, si los gladiadores eran guapos o cómo era la última moda en la capital del imperio.
Antes de despedirnos Zaqueo dio orden de llenar nuestros morrales de provisiones y nos preguntó:
-¿A dónde os dirigís ahora?
-Pretendemos subir a Jerusalén. Dicen que allí encontraremos muchos testigos . Busco también un retrato…
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