El evangelio de hoy recoge un episodio apasionante del : la duda de José, un hombre “justo”, es decir bueno en el lenguaje bíblico, que se encuentra de pronto con su querida María, una joven encantadora, embarazada antes de cualquier relación con ella.
La duda es una experiencia muy de hoy. Dudamos de casi todo: el futuro de la economía, de nuestro trabajo y hasta del amor. Cuando la duda llega al amor el desgarro es tremendo. Aquí para las dos partes de la pareja. José porque no puede comprender lo que ha pasado. María, porque no sabe explicar lo que ha pasado. Ambos, porque se ven superados por los acontecimientos.
Sólo la confianza en el que va a venir cura.
Reproduzco a continuación un fragamento del capítulo “La duda” de mi libro Las palabras calladas:
¿Cómo se lo digo?
Es imposible que me crea, me decía a mí misma. Y ya lo sabía. ¿Por qué aquel adelanto? ¿Por qué no habría podido ser todo como en una pareja normal, a través de nuestro abrazo? Porque, si yo ya le había abrazado mil veces con los ojos, ¿no le había ya en mi alma estrechado todo entero? ¿Qué diferencia hay entre la piel y el espíritu para el que ama con todo el ser? José era un hombre normal y no se iba a creer historias de mensajes celestiales. Pensaría sencillamente que me habría acostado con otro hombre, aun dándose puñetazos con los ojos por lo increíble, por la confianza total que tenía en su joven mujer.
¿Por qué hay dos zonas en nuestra vida que parecen ir paralelas y hasta contradecirse? Está el mundo de afuera, el de las estaciones y el paso del tiempo; el de la gente que te mira a su manera, el de los niños que se hacen hombres y los ancianos que mueren, el que divide a las personas por el dinero, el poder, la salud o la belleza. Y luego, el mundo de dentro, esa luz que dura siempre y todo lo llena, con la que se caen las paredes, las divisiones, los contrastes que crean la ilusión del tiempo.
Yahvé me había hecho cruzar al otro lado sin dejar de vivir en lo inmediato. Pero no todos los que estaban en mi entorno veían la vida como yo. José tenía un gran corazón de niño. Era un hombre bueno, natural y sencillo, firme como un roble que da sombra y alegría al camino. Pero, ¿podría entender mi secreto? Lo cierto es que dejé pasar demasiado el tiempo. Mis amigas, como dije, advirtieron mi embarazo y antes de que me atreviera a hablar con José, él se enteró.
Se tragaba las lágrimas sin decir palabra después de nuestra corta conversación que había concluido con un amargo “no lo entiendo”. Luego, cuando cogió un atillo y se fue a dormir al taller, parecía un hombre acabado. Le quise explicar. Pero ¿qué podían referir las palabras? Es como pretender describir el roce de la brisa o el color del fuego. Sobran las expresiones; se quedan cortas las palabras para decir la Palabra. Todavía más, la Palabra es inefable. Y lo más tremendo es que él, José estaba en el centro de mi experiencia. Su amor no era un amor separado del gran amor. Yo sabía que José también en cierto modo era el padre de mi futuro hijo porque también el que iba a nacer era el Hijo del Hombre, como él se llamaría más tarde a sí mismo.
Mi querido José ¡cómo lloraba mi alma al verte llorar! ¡Cómo hubiera querido apartar los riscos del camino para que no los pisara tu pie y llenar tu corazón aterido de certezas! A pesar de vivir cómo estaba creciendo en mi seno el universo, me sentí, desde la perspectiva de él como una madre soltera. Saboreé durante unos días esa enorme soledad de concebir a la deriva, aunque con la certeza interior de que aquella sombra indefinible que me cobijaba. “Mis ojos están fijos en el Señor, porque él sacará mis pies de la red. Vuélvete a mí y ten piedad, que estoy sola y afligida: ensancha mi corazón apretado y sácame de mis congojas”[1].¡Ah, cómo te acercas en estas situaciones a los incomprendidos! Pensé en todos los solitarios. Especialmente en las mujeres que llevan en sí la vida sin hogar y sin hombre a su lado, tantas veces despreciadas y encima hasta apedreadas por hombres que se arrogan la justicia del Altísimo.
Me hubiera gustado colgarme de tu hombro y contarte lo que sentía por dentro: Relatarte cómo la apariencia engaña, cómo hay que ver el mundo con otros ojos, que lo que parece estéril está dando a luz y lo que nace cada día supera las expectativas de la semilla que se siembra. Me sentí cerca de Noemi, la primera prostituta, que echaron a pedradas de Nazaret. ¿No era también ella en cierta manera una virgen? La gente se escandalizó cuando mi hijo, el que llevaba en mi seno, se atrevió a decir: “Las prostitutas os precederán en el reino”. Decía verdad, porque muchos necesitan de la negrura de la noche para descubrir la luz.
¿Me vería así José en su soledad, tumbado allá en la paja del cobertizo, hundido en las sombras con olor a aserrín del viejo taller? ¿Cómo se sentiría mi pobre José? ¿Podría dormir? Seguro que estaría en vela como yo. “Yo duermo, pero mi corazón vela”. Junté mis manos sobre mi seno incipientemente grávido. Allí latía la Vida. Y cerré los ojos.
¡Oh, Yahvé que has mirado con amor a tu pequeña sierva, haz que él vea y acepte este hijo como suyo, como tuyo, como hijo del hombre! ¿Acaso no estaba naciendo la nueva era en que no habría ni tuyo ni suyo ni mío? Y recé con el salmo: “Señor, te estoy llamando, ven deprisa, escucha mi voz cuando te llamo”.
El viento del Marchevan[2] soplaba en los trigales y las nubes habían ocultado el claror demasiado amenazante, puesto que acentuaba las sombras, de la pálida luna. Los perros taladraban con su ulular la noche lastimera y yo me senté allí, en la misma silleta en la que había visto la luz del ángel. ¡Qué día tan distinto! Sólo se repetía una sensación: Las cosas a mi derredor parecía irreales. Tenía sueño, estaba tan cansada, que, pese a mi angustia, sin darme cuenta me dormí.
El canto de los jilgueros me encontró con la misma postura. Había pasado toda la noche con las manos posadas en mi vientre y sentada en mi silla preferida al lado de la ventana. El amanecer sonrojaba la impoluta cal de Nazaret mientras se despertaba la montaña. Yo había dormido en paz, con la certeza de la fuerza de Yahvé me conducía y que todo, aunque tuviera que atravesar por un mar de lágrimas, iría hacia adelante.
Me dispuse a hacer las tareas de la casa, como si no hubiera pasado nada, mientras recitaba el salmo: “Sólo en Dios está el descanso, alma mía; de él viene mi salvación. El sólo es mi roca, mi salvación, mi alcázar, no vacilaré”[3]. Mientras quitaba el polvo y barría la entrada, divisé a José que subía por el caminillo de la cuesta. Venía ojeroso, con cara de no haber pegado ojo, pero más liviano, como si sus pies le pesaran menos, aunque mayor, como si hubiera cumplido de pronto veinte años más. Intuí al instante que aquella noche había pasado de ser un joven encantador a un hombre maduro.
¡María!
La duda es una experiencia muy de hoy. Dudamos de casi todo: el futuro de la economía, de nuestro trabajo y hasta del amor. Cuando la duda llega al amor el desgarro es tremendo. Aquí para las dos partes de la pareja. José porque no puede comprender lo que ha pasado. María, porque no sabe explicar lo que ha pasado. Ambos, porque se ven superados por los acontecimientos.
Sólo la confianza en el que va a venir cura.
Reproduzco a continuación un fragamento del capítulo “La duda” de mi libro Las palabras calladas:
¿Cómo se lo digo?
Es imposible que me crea, me decía a mí misma. Y ya lo sabía. ¿Por qué aquel adelanto? ¿Por qué no habría podido ser todo como en una pareja normal, a través de nuestro abrazo? Porque, si yo ya le había abrazado mil veces con los ojos, ¿no le había ya en mi alma estrechado todo entero? ¿Qué diferencia hay entre la piel y el espíritu para el que ama con todo el ser? José era un hombre normal y no se iba a creer historias de mensajes celestiales. Pensaría sencillamente que me habría acostado con otro hombre, aun dándose puñetazos con los ojos por lo increíble, por la confianza total que tenía en su joven mujer.
¿Por qué hay dos zonas en nuestra vida que parecen ir paralelas y hasta contradecirse? Está el mundo de afuera, el de las estaciones y el paso del tiempo; el de la gente que te mira a su manera, el de los niños que se hacen hombres y los ancianos que mueren, el que divide a las personas por el dinero, el poder, la salud o la belleza. Y luego, el mundo de dentro, esa luz que dura siempre y todo lo llena, con la que se caen las paredes, las divisiones, los contrastes que crean la ilusión del tiempo.
Yahvé me había hecho cruzar al otro lado sin dejar de vivir en lo inmediato. Pero no todos los que estaban en mi entorno veían la vida como yo. José tenía un gran corazón de niño. Era un hombre bueno, natural y sencillo, firme como un roble que da sombra y alegría al camino. Pero, ¿podría entender mi secreto? Lo cierto es que dejé pasar demasiado el tiempo. Mis amigas, como dije, advirtieron mi embarazo y antes de que me atreviera a hablar con José, él se enteró.
Se tragaba las lágrimas sin decir palabra después de nuestra corta conversación que había concluido con un amargo “no lo entiendo”. Luego, cuando cogió un atillo y se fue a dormir al taller, parecía un hombre acabado. Le quise explicar. Pero ¿qué podían referir las palabras? Es como pretender describir el roce de la brisa o el color del fuego. Sobran las expresiones; se quedan cortas las palabras para decir la Palabra. Todavía más, la Palabra es inefable. Y lo más tremendo es que él, José estaba en el centro de mi experiencia. Su amor no era un amor separado del gran amor. Yo sabía que José también en cierto modo era el padre de mi futuro hijo porque también el que iba a nacer era el Hijo del Hombre, como él se llamaría más tarde a sí mismo.
Mi querido José ¡cómo lloraba mi alma al verte llorar! ¡Cómo hubiera querido apartar los riscos del camino para que no los pisara tu pie y llenar tu corazón aterido de certezas! A pesar de vivir cómo estaba creciendo en mi seno el universo, me sentí, desde la perspectiva de él como una madre soltera. Saboreé durante unos días esa enorme soledad de concebir a la deriva, aunque con la certeza interior de que aquella sombra indefinible que me cobijaba. “Mis ojos están fijos en el Señor, porque él sacará mis pies de la red. Vuélvete a mí y ten piedad, que estoy sola y afligida: ensancha mi corazón apretado y sácame de mis congojas”[1].¡Ah, cómo te acercas en estas situaciones a los incomprendidos! Pensé en todos los solitarios. Especialmente en las mujeres que llevan en sí la vida sin hogar y sin hombre a su lado, tantas veces despreciadas y encima hasta apedreadas por hombres que se arrogan la justicia del Altísimo.
Me hubiera gustado colgarme de tu hombro y contarte lo que sentía por dentro: Relatarte cómo la apariencia engaña, cómo hay que ver el mundo con otros ojos, que lo que parece estéril está dando a luz y lo que nace cada día supera las expectativas de la semilla que se siembra. Me sentí cerca de Noemi, la primera prostituta, que echaron a pedradas de Nazaret. ¿No era también ella en cierta manera una virgen? La gente se escandalizó cuando mi hijo, el que llevaba en mi seno, se atrevió a decir: “Las prostitutas os precederán en el reino”. Decía verdad, porque muchos necesitan de la negrura de la noche para descubrir la luz.
¿Me vería así José en su soledad, tumbado allá en la paja del cobertizo, hundido en las sombras con olor a aserrín del viejo taller? ¿Cómo se sentiría mi pobre José? ¿Podría dormir? Seguro que estaría en vela como yo. “Yo duermo, pero mi corazón vela”. Junté mis manos sobre mi seno incipientemente grávido. Allí latía la Vida. Y cerré los ojos.
¡Oh, Yahvé que has mirado con amor a tu pequeña sierva, haz que él vea y acepte este hijo como suyo, como tuyo, como hijo del hombre! ¿Acaso no estaba naciendo la nueva era en que no habría ni tuyo ni suyo ni mío? Y recé con el salmo: “Señor, te estoy llamando, ven deprisa, escucha mi voz cuando te llamo”.
El viento del Marchevan[2] soplaba en los trigales y las nubes habían ocultado el claror demasiado amenazante, puesto que acentuaba las sombras, de la pálida luna. Los perros taladraban con su ulular la noche lastimera y yo me senté allí, en la misma silleta en la que había visto la luz del ángel. ¡Qué día tan distinto! Sólo se repetía una sensación: Las cosas a mi derredor parecía irreales. Tenía sueño, estaba tan cansada, que, pese a mi angustia, sin darme cuenta me dormí.
El canto de los jilgueros me encontró con la misma postura. Había pasado toda la noche con las manos posadas en mi vientre y sentada en mi silla preferida al lado de la ventana. El amanecer sonrojaba la impoluta cal de Nazaret mientras se despertaba la montaña. Yo había dormido en paz, con la certeza de la fuerza de Yahvé me conducía y que todo, aunque tuviera que atravesar por un mar de lágrimas, iría hacia adelante.
Me dispuse a hacer las tareas de la casa, como si no hubiera pasado nada, mientras recitaba el salmo: “Sólo en Dios está el descanso, alma mía; de él viene mi salvación. El sólo es mi roca, mi salvación, mi alcázar, no vacilaré”[3]. Mientras quitaba el polvo y barría la entrada, divisé a José que subía por el caminillo de la cuesta. Venía ojeroso, con cara de no haber pegado ojo, pero más liviano, como si sus pies le pesaran menos, aunque mayor, como si hubiera cumplido de pronto veinte años más. Intuí al instante que aquella noche había pasado de ser un joven encantador a un hombre maduro.
¡María!
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