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viernes, 24 de diciembre de 2010

Natividad del Señor (Jn 01, 01-18) - Ciclo A: CREEMOS QUE DIOS ESTABA CON JESÚS


Por José Enrique Galarreta

Juan escribe su evangelio muy tarde, al final del siglo primero. La redacción de este evangelio es obra de sus discípulos, no del mismo Juan, pero la Iglesia ha visto siempre en él el mensaje del discípulo preferido de Jesús. El autor coloca al principio este formidable prólogo: es un himno de enorme contenido, toda una síntesis de la fe en Jesús de aquellas comunidades.

Se hace un paralelo entre la aparición de Jesús y la Creación. El Espíritu de Dios que planeaba sobre el Caos es el principio del Libro del Libro del Génesis. Ahora, el Espíritu de Dios es La Palabra, el Logos, Aquel Espíritu puso orden en el Caos sacando la luz de las tinieblas; la palabra viene a manifestar la luz, a sacar de la oscuridad a los hombres. En el principio, la palabra de Dios hizo la vida; ahora, La Palabra volverá a ser vida de los hombres.

Pero los hombres se cierran a la luz: es el drama fundamental que sirve de argumento a este evangelio: La luz, por naturaleza, brilla en las tinieblas, pero –misteriosamente– las tinieblas son capaces de rechazar la luz. Éste será el argumento de la vida de Jesús rechazado por su pueblo, y el argumento tremendo de la vida humana, capaz de preferir el pecado a Dios.

Después se toman imágenes del Libro del Éxodo. Como el Señor puso su Tienda en medio del campamento de Israel y se hacía visible en la Nube, así Jesús es la presencia de Dios que vuelve a poner su tienda, que acampa entre nosotros y es un peregrino más que avanza con su Pueblo.

Y se termina con una frase tremenda: A Dios nadie le ha visto jamás. Ni Abraham ni Moisés ni los Profetas… nadie lo ha visto jamás. Pero en Jesús nuestros ojos pueden verlo y tocarlo, tan claramente se manifiesta en ese Hombre la plenitud del Espíritu de Dios.

Podemos ver a Dios viendo a Jesús. Tema central de la fe cristiana, mensaje fundamental de la Navidad. Los que nos decimos cristianos somos admiradores de Jesús y damos un paso más: vemos en Jesús una excepcional presencia de Dios, tanto que pensamos que es una presencia de Dios única, irrepetible, sin comparación con ninguna otra.

Lo formula ya la primera cristología de que disponemos, la de los Hechos de los Apóstoles: es “el hombre lleno del Espíritu”, “Dios estaba con Él”.

Nuestra admiración, nuestra fascinación por Jesús, nos lleva a la pregunta ineludible: ¿quién es este hombre? Nuestra fe consiste en responder a esta pregunta: es la obra de Dios, es el hombre en el que el Espíritu resulta visible. En sus palabras y en sus obras reconocemos algo más que palabras y obras de un hombre admirable. Reconocemos la Palabra, la Obra de salvación del mismo Dios.

Sigue siendo verdad que nadie ha visto a Dios. Dios está más allá de la capacidad de nuestros ojos. También está más allá de la capacidad de nuestro cerebro. Todo lo que pensemos acerca de Dios será siempre una lejana caricatura: es demasiado grande para que le abarque nuestra mente. Pero tenemos un medio de saber cómo es: mirar a Jesús.

Lo admirable del mensaje es que Jesús no deja de ser un hombre. Navidad es la fiesta del niño que nace, como todos los niños, que va a crecer y a aprender, como todos los niños. Más tarde le veremos comportarse como un humano más, y morir como mueren todos los humanos.

Y es el quicio fundamental de los que nos llamamos cristianos: creer en Jesús, visibilidad de Dios, sin poner en duda, sin disfrazar la humanidad de Jesús.

Disfrazar, esa es la palabra: me temo que muchas veces pensemos que Jesús es Dios disfrazado de hombre, que en cualquier momento puede quitarse el disfraz, como un extraterrestre disfrazado de humano, que de repente se arranca el disfraz y se muestra como es en verdad.

Esta fue la tentación en que cayeron muchos de los evangelios apócrifos de la infancia, que mostraban a Jesús niño con extraordinarios (y temibles) poderes. Esta es la más antigua de las herejías, definir a Jesús como un ser divino con apariencia humana (docetismo). Nosotros sabemos que la humanidad de Jesús no es apariencia, no es disfraz: Jesús es un hombre, nacido de una mujer, que morirá desangrado en la cruz. Toda creencia en Jesús que ponga en duda, disfrace o disminuya su humanidad, estropea irremediablemente nuestra fe.

Es necesario tomar en serio la expresión del cuarto evangelio: la Palabra se hizo carne. Creemos en La Palabra hecha carne, hecha carne y sangre, de carne y hueso, no vestida de carne ni disfrazada de carne. Creemos que en un ser humano, tan humano como nosotros, podemos ver a Dios.

Es un Buena Noticia sin precedentes. A Dios no se le busca por intrincadas especulaciones intelectuales, ni en misterios recónditos, accesibles a unos pocos iniciados. Para saber cómo es Dios no hace falta más que mirar a Jesús. Y esto lo podemos hacer cualquiera. Jesús es Dios visible a todo el que quiera mirar, comprensible para cualquiera.

Estupenda noticia. No en vano fueron los pastores los primeros en tener acceso a él. No en vano le reconocerán y le seguirán gente sencilla, pescadores del lago. Y no carece de significado que no le reconocerán los sacerdotes ni los teólogos ni los santos de la época. Ellos ya conocían a Dios, no podían admitir que un hombre como aquél, un galileo sin cualificación alguna se arrogara la inaudita pretensión de hacer visible a Dios.

Esto significa “Creo en Jesucristo, Dios y hombre verdadero”. Jesús de Nazaret, el hijo de María, el carpintero de Nazaret, es el hombre ungido por Dios con su propio Espíritu, que es visible en sus obras, obras del Espíritu, en sus palabras, Palabras del Espíritu. Creer esto o no creerlo constituye el test fundamental de la fe de los que nos decimos cristianos.

Hoy se nos ofrece la oportunidad de someter nuestra fe al test definitivo: si somos sinceros, si lo analizamos bien, comprobaremos probablemente que nos inclinamos a uno de los dos extremos: o bien pensamos que Jesús es Dios, y por tanto su humanidad es un disfraz de quita y pon, que Jesús puede quitarse cuando quiera; o bien admiramos a un hombre excepcional, sin dar el paso de admitir que en Él llegamos a ver, escuchar y tocar la presencia del Espíritu.

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