En las escenas del nacimiento de Jesús, los pastores y los magos adoran de rodillas, postrados ante el Niño. Se puede decir que caen de bruces ante el Misterio. La Virgen está recostada, descansando tras el parto, mientras san José se multiplica para ayudar como puede. Por su parte, san Ignacio de Loyola nos recomienda contemplar la escena «haciéndome yo un pobrecito y esclavito indigno, mirándolos, contemplándolos y sirviéndolos en sus necesidades, como si presente me hallase, con todo acatamiento y reverencia posible» (EE, 116). Es una contemplación para hacer arrodillados, como dirían von Balthasar, Rahner o Dorothy Day. De rodillas para adorar. De rodillas para servir.
El Misterio de la Navidad no es algo estático, sino esencialmente dinámico. En la famosa contemplación del nacimiento, en los Ejercicios Espirituales, san Ignacio de Loyola invita a «mirar y considerar lo que hacen, así como es el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza, y a cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz» (EE, 116). Por un lado, vemos que se trata de una contemplación dinámica, en movimiento. Por otro lado, el texto muestra que el Misterio de Navidad recoge en sí todos los Misterios de la vida de Cristo hasta su muerte en la Cruz.
Dios desciende para estar con nosotros, para compartir nuestra vida. Esto sucede en la Navidad… y también en la Eucaristía. El vínculo entre Eucaristía y Navidad se expresa también de una manera plástica y contundente en un conocido episodio de la vida de san Ignacio. Tras haber sido ordenado sacerdote el día 24 de junio de 1537, esperó durante año y medio para celebrar su primera misa. Fue durante la medianoche del 25 de diciembre del año 1538. No es casualidad que, ante la imposibilidad manifiesta de celebrar la primera misa en Palestina, como era su deseo, decida celebrarla en el altar del pesebre de la basílica de Santa María la Mayor, donde la tradición dice que reposó el niño Jesús. Tampoco es por casualidad, creo yo, que esos mismos días Ignacio y sus compañeros se dedicaran a atender a los pobres y hambrientos que sufrían las durezas del frío invierno romano, compartiendo con ellos la casa de Frangipani en la que vivían.
Es decir, que si el nacimiento de Jesús nos hace participar en la vida divina, eso se traduce, se concreta y se visualiza en nuestro condescender al fondo de la historia humana. Esto es lo que hizo Dios al hacerse hombre: pasar de la Trinidad a Belén, y con todas sus consecuencias.
Por Daniel Izuzquiza, SJ
El Misterio de la Navidad no es algo estático, sino esencialmente dinámico. En la famosa contemplación del nacimiento, en los Ejercicios Espirituales, san Ignacio de Loyola invita a «mirar y considerar lo que hacen, así como es el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza, y a cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz» (EE, 116). Por un lado, vemos que se trata de una contemplación dinámica, en movimiento. Por otro lado, el texto muestra que el Misterio de Navidad recoge en sí todos los Misterios de la vida de Cristo hasta su muerte en la Cruz.
Dios desciende para estar con nosotros, para compartir nuestra vida. Esto sucede en la Navidad… y también en la Eucaristía. El vínculo entre Eucaristía y Navidad se expresa también de una manera plástica y contundente en un conocido episodio de la vida de san Ignacio. Tras haber sido ordenado sacerdote el día 24 de junio de 1537, esperó durante año y medio para celebrar su primera misa. Fue durante la medianoche del 25 de diciembre del año 1538. No es casualidad que, ante la imposibilidad manifiesta de celebrar la primera misa en Palestina, como era su deseo, decida celebrarla en el altar del pesebre de la basílica de Santa María la Mayor, donde la tradición dice que reposó el niño Jesús. Tampoco es por casualidad, creo yo, que esos mismos días Ignacio y sus compañeros se dedicaran a atender a los pobres y hambrientos que sufrían las durezas del frío invierno romano, compartiendo con ellos la casa de Frangipani en la que vivían.
Es decir, que si el nacimiento de Jesús nos hace participar en la vida divina, eso se traduce, se concreta y se visualiza en nuestro condescender al fondo de la historia humana. Esto es lo que hizo Dios al hacerse hombre: pasar de la Trinidad a Belén, y con todas sus consecuencias.
Por Daniel Izuzquiza, SJ
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