A menudo la literatura, además de regalarnos grandes momentos de disfrute a través de historias de ficción, nos ofrece detalles muy interesantes que pueden hacernos pensar, o ayudarnos a mirar en profundidad la realidad que vivimos, a contemplarla con “gafas en 3D”. O incluso ayudarnos a rezar. Hace poco leía una original novela de David Grossman, un reconocido escritor israelí. La obra se llama “Tú serás mi cuchillo”, y en ella —a través de multitud de cartas— vamos descubriendo la historia de amor entre Yair y Miriam, dos personas de mediana edad que se “enamoran” sin conocerse, y que van construyendo una íntima relación sin contacto físico, sin verse en ninguna ocasión, pero que les marca en lo más profundo de su existencia.
En un momento de la novela, a través de una de las cartas que Yair le envía a Miriam, conocemos un detalle muy significativo de ésta última. Miriam le habla de lo que para ella son las auténticas “citas”: esos momentos cotidianos, esas situaciones de cada día en las que se acuerda de él, siente su presencia, se une a él en su mente y en su corazón y se pregunta cómo viviría él esa circunstancia concreta, cómo sería si él estuviera allí, qué haría, qué sentiría, qué diría… Y Miriam puede barruntarlo con bastante acierto porque conoce bien a Yair, porque entre ellos existe una comunicación, una comunión, que les hace compartir lo más hondo, los sentimientos y motivaciones de su corazón. Y así se “encuentran” cada día en esas citas , y se van dando cada vez más el uno al otro…
Algo así ocurre con las personas que son significativas para nosotros. En momentos señalados, o en las circunstancias más prosaicas de la vida, su presencia se hace patente y palpable, y en esos acontecimientos nos unimos a ellas, contamos con ellas para aquello que nos sucede, aunque no estén allí físicamente. Nos preguntamos cómo actuarían ellas si estuvieran en nuestro lugar, cómo afrontarían esa situación, qué sentirían… Echamos en falta su presencia en carne y hueso, las necesitamos, pero al mismo tiempo sentimos su fuerza y su esperanza, su ánimo y su apoyo, su amor incondicional que —aunque no nos sustituye ni nos exime de responsabilidades— nos sostiene y nos ayuda a darle sentido a cada una de nuestras vicisitudes. Esas citas nos hacen entrar en comunión con lo más profundo de sus vidas (y de las nuestras). Esas citas nos van configurando.
Algo así ocurre con Dios… Porque así lo ha querido Él, porque ha querido mostrarse y acercarse hasta ese extremo por medio de su Hijo. Continuamente nos cita en cualquier situación, constantemente sale a nuestro encuentro, una y otra vez su amor quiere sorprendernos: en las personas con las que convivimos, en la comunidad cristiana, en su Palabra, en los sacramentos, en los necesitados, en nuestro corazón… Las suyas no son citas a ciegas, sino más bien al contrario: necesitamos estar bien despiertos para encontrarle, y además el encuentro con Él nos abre bien los ojos… Cada cita nos hace conocerle más y mejor, y a la vez nos hace ahondar más en nuestro interior, en nuestra intimidad. No nos anula, no nos absorbe, sino que nos hace caminar hacia una comunión que nos madura como hijos. En Adviento y Navidad se nos recuerda precisamente cómo Dios ha querido citarse con nosotros, ha concertado una cita que ha cambiado la historia. Y que puede cambiar nuestra historia. «Mirad que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20), nos dice. ¿Le abriremos? ¿Seguiremos citándonos con Él cada día, conociendo sus sentimientos y actitudes y dejando que el encuentro con Él nos configure?
En un momento de la novela, a través de una de las cartas que Yair le envía a Miriam, conocemos un detalle muy significativo de ésta última. Miriam le habla de lo que para ella son las auténticas “citas”: esos momentos cotidianos, esas situaciones de cada día en las que se acuerda de él, siente su presencia, se une a él en su mente y en su corazón y se pregunta cómo viviría él esa circunstancia concreta, cómo sería si él estuviera allí, qué haría, qué sentiría, qué diría… Y Miriam puede barruntarlo con bastante acierto porque conoce bien a Yair, porque entre ellos existe una comunicación, una comunión, que les hace compartir lo más hondo, los sentimientos y motivaciones de su corazón. Y así se “encuentran” cada día en esas citas , y se van dando cada vez más el uno al otro…
Algo así ocurre con las personas que son significativas para nosotros. En momentos señalados, o en las circunstancias más prosaicas de la vida, su presencia se hace patente y palpable, y en esos acontecimientos nos unimos a ellas, contamos con ellas para aquello que nos sucede, aunque no estén allí físicamente. Nos preguntamos cómo actuarían ellas si estuvieran en nuestro lugar, cómo afrontarían esa situación, qué sentirían… Echamos en falta su presencia en carne y hueso, las necesitamos, pero al mismo tiempo sentimos su fuerza y su esperanza, su ánimo y su apoyo, su amor incondicional que —aunque no nos sustituye ni nos exime de responsabilidades— nos sostiene y nos ayuda a darle sentido a cada una de nuestras vicisitudes. Esas citas nos hacen entrar en comunión con lo más profundo de sus vidas (y de las nuestras). Esas citas nos van configurando.
Algo así ocurre con Dios… Porque así lo ha querido Él, porque ha querido mostrarse y acercarse hasta ese extremo por medio de su Hijo. Continuamente nos cita en cualquier situación, constantemente sale a nuestro encuentro, una y otra vez su amor quiere sorprendernos: en las personas con las que convivimos, en la comunidad cristiana, en su Palabra, en los sacramentos, en los necesitados, en nuestro corazón… Las suyas no son citas a ciegas, sino más bien al contrario: necesitamos estar bien despiertos para encontrarle, y además el encuentro con Él nos abre bien los ojos… Cada cita nos hace conocerle más y mejor, y a la vez nos hace ahondar más en nuestro interior, en nuestra intimidad. No nos anula, no nos absorbe, sino que nos hace caminar hacia una comunión que nos madura como hijos. En Adviento y Navidad se nos recuerda precisamente cómo Dios ha querido citarse con nosotros, ha concertado una cita que ha cambiado la historia. Y que puede cambiar nuestra historia. «Mirad que estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20), nos dice. ¿Le abriremos? ¿Seguiremos citándonos con Él cada día, conociendo sus sentimientos y actitudes y dejando que el encuentro con Él nos configure?
No hay comentarios:
Publicar un comentario