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miércoles, 16 de febrero de 2011

Amad a vuestros enemigos


VII Domingo del T.O. (Mt 5, 38-48) - Ciclo A
Por José Antonio Pagola

La llamada al amor siempre es seductora. Seguramente muchos acogían con agrado su mensaje. Pero lo que menos se podían esperar era oírle hablar de amor a los enemigos. Viviendo la cruel experiencia de la opresión romana y los abusos de los más poderosos, sus palabras eran un auténtico escándalo. Solo un loco podía decirles con aquella convicción algo tan absurdo: «Amad a vuestros enemigos, orad por los que os persiguen, perdonad setenta veces siete, a quien os hiere en una mejilla, ofrecedle también la otra».

¿Qué está diciendo Jesús? ¿A dónde los quiere conducir? ¿Es esto lo que Dios quiere? ¿Vivir sometidos con resignación a los opresores?

El pueblo judío tenía ideas muy claras. El Dios de Israel es un Dios que conduce la historia imponiendo su justicia de manera violenta. El libro del Éxodo recordaba la terrible experiencia de la que había nacido el pueblo de Dios. El Señor escuchó los gritos de los hebreos e intervino de forma poderosa destruyendo a los enemigos de Israel y vengándolos de una opresión injusta. Si lo adoraban como Dios verdadero era precisamente porque su violencia era más poderosa que la de otros dioses. El pueblo lo pudo comprobar una y otra vez. Dios los protegía destruyendo a sus enemigos. Solo con la ayuda violenta de Dios pudieron entrar en la tierra prometida.

La crisis llegó cuando el pueblo se vio sometido de nuevo a enemigos más poderosos que ellos. ¿Qué podían pensar al ver al pueblo elegido desterrado a Babilonia? ¿Qué podían hacer? ¿Abandonar a Yahvé y adorar a los dioses de Asiría y Babilonia? ¿Entender de otra manera a su Dios? Pronto encontraron la solución: Dios no ha cambiado; son ellos los que se han alejado de él desobedeciendo sus mandatos.

Ahora Yahvé dirige su violencia justiciera sobre su pueblo desobediente, convertido de alguna manera en su «enemigo». Dios sigue siendo grande, pues se sirve de los imperios extranjeros para castigar al pueblo por su pecado.

Pasaron los años y el pueblo empezó a pensar que su castigo era excesivo. El pecado había sido ya expiado con creces. Las esperanzas que se despertaron en el pueblo al volver del destierro habían quedado frustradas. La nueva invasión de Alejandro Magno y la opresión bajo el Imperio de Roma eran una injusticia cruel e inmerecida. Algunos visionarios comenzaron entonces a hablar de una «violencia apocalíptica». Dios intervendría de nuevo de manera poderosa y violenta para liberar a su pueblo destruyendo a quienes oprimían a Israel y castigando a cuantos rechazaban su Alianza. En tiempos de Jesús, nadie dudaba de la fuerza violenta de Dios para imponer su justicia vengando a su pueblo de sus opresores. Solo se discutía cuándo intervendría, cómo lo haría, qué ocurriría al llegar con su poder castigador. Todos esperaban a un Dios vengador. Uno tras otro, los salmos que recitaban pidiendo la salvación hablaban de la «destrucción de los enemigos». Esta era la súplica unánime: «¡Dios de la venganza, Yahvé, Dios vengador, manifiéstate! ¡Levántate, juez de la tierra, y da su merecido a los
soberbios!».

Todo invitaba en este clima a odiar a los enemigos de Dios y del pueblo. Era incluso un signo de celo por la justicia de Dios: «Señor, ¿cómo no voy a odiar yo a los que te odian, y despreciar a los que se levantan contra ti? Sí, los odio con odio implacable, los considero mis enemigos». Este odio se alimentaba sobre todo entre los esenios de Qumrán. Era una especie de principio fundamental para sus miembros: «Amar todo lo que Dios escoge y odiar todo lo que él rechaza». En concreto se pedía a los miembros de la comunidad «amar a todos los hijos de la luz, cada uno según su suerte en el designio de Dios, y odiar a todos los hijos de las tinieblas, a cada uno según su culpa en la venganza de Dios». El trasfondo sombrío del odio aparece en diversos textos donde se invita al «odio eterno contra los varones de corrupción» o a «la cólera contra los varones de maldad». Excitados por este odio, se preparaban para tomar parte en la guerra final de «los hijos de la luz» contra «los hijos de las tinieblas».

Jesús comienza a hablar un lenguaje nuevo y sorprendente. Dios no es violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar la historia por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no porque tenga más poder que nadie para destruir a sus enemigos, sino porque su compasión es incondicional hacia todos. «Hace salir su sol sobre buenos y malos, y manda la lluvia sobre justos e injustos». Dios no retiene celosamente su sol y su lluvia. Los comparte con sus hijos e hijas de la tierra sin hacer discriminación entre justos y culpables. No restringe su amor solo hacia los que le son fieles. Hace el bien incluso a los que se le oponen. No reacciona ante los hombres según sea su comportamiento. No responde a su injusticia con injusticia, sino con amor.

Dios es acogedor, compasivo y perdonador. Esta es la experiencia de Jesús. Por eso no sintoniza con las expectativas mesiánicas que hablan de un Dios belicoso o de un Enviado suyo que destruiría a los enemigos de Israel. No parece creer tampoco en las fantasías de los apocalípticos, que anuncian castigos catastróficos inminentes para cuantos se le oponen. No hay que alimentar odio contra nadie, como hacen los esenios de Qumrán. Este Dios que no excluye a nadie de su amor nos ha de atraer a actuar como él.

Jesús saca una conclusión irrefutable: «Amad a vuestros enemigos para que seáis dignos de vuestro Padre del cielo». Esta llamada de Jesús tuvo que provocar conmoción, pues los salmos invitaban más bien al odio, y la ley, en su conjunto, orientaba a combatir contra los «enemigos de Dios».

Jesús no está pensando solo en los enemigos privados que uno puede tener en su propio entorno o dentro de su aldea. Seguramente piensa en todo tipo de enemigos, sin excluir a ninguno: el enemigo personal, el que hace daño a la familia, el adversario del propio grupo o los opresores del pueblo. El amor de Dios no discrimina, busca el bien de todos. De la misma manera, quien se parece a él no discrimina, busca el bien para todos. Jesús elimina dentro del reino de Dios la enemistad. Su llamada se podría recoger así: «No seáis enemigos de nadie, ni siquiera de quien es vuestro enemigo. Pareceos a Dios».

Jesús no presenta el amor al enemigo como una ley universal. Desde su experiencia de Dios contempla ese amor al enemigo como el camino a seguir para parecerse a Dios, la manera de ir destruyendo la enemistad en el mundo. Un proceso que exige esfuerzo, pues se necesita aprender a deponer el odio, superar el resentimiento, bendecir y hacer el bien. Jesús habla de «orar» por los enemigos, probablemente como un modo concreto de ir despertando en el corazón el amor a quien cuesta amar. Pero al hablar de amor no está pensando en sentimientos de afecto, simpatía o cariño hacia quien nos hace mal. El enemigo sigue siendo enemigo, y difícilmente puede despertar en nosotros tales sentimientos. Amar al enemigo es, más bien, pensar en su bien, «hacer» lo que es bueno para él, lo que puede contribuir a que viva mejor y de manera más digna.

Sin respaldo alguno de la tradición bíblica, enfrentándose a los salmos de venganza, que alimentaban la oración de su pueblo, oponiéndose al clima general de odio a los enemigos de Israel, distanciándose de las fantasías apocalípticas de una guerra final contra los opresores romanos, Jesús pregona a todos: «Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odien». El reino de Dios ha de ser el inicio de la destrucción del odio y la enemistad entre sus hijos. Así piensa Jesús.

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