Por Jesús Pelaez
Leídas aisladamente algunas de las frases del evangelio de hoy podrían interpretarse como una llamada al conformismo, como una condena de la rebeldía ante la injusticia... Vero ¿es posible aceptar esta interpretación después de leer todo el evangelio, después de conocer lo radicalmente rebelde que fue Jesús de Nazaret? ¿No hay una grave miopía en esta lectura del evangelio? ¿O se trata de una interpretación interesada para adormecer la natural rebeldía que la injusticia provoca?
Los que trabajan por la paz deben encontrar la dicha al realizar esa tarea; y la auténtica felicidad -en especial la que se puede compartir con otros- procede siempre del amor. Por eso, el seguidor de Jesús, que no podrá evitar el tener enemigos, no puede negarles su amor: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen...» Jesús tuvo enemigos. Tan enemigos eran que lo acabaron matando; pero él murió también por ellos, porque los quería también a ellos. Pero, ¡atención!, el amor que Jesús tenía por los que eligieron ser sus enemigos no se confundió jamás con complicidad o pasividad ante sus injusticias: Jesús amó a sus enemigos, pero luchó contra el sistema injusto que habían construido y contribuían a mantener en pie. Y luchó por amor: por amor a las víctimas de la injusticia, para librarlos del sufrimiento que soportaban, dándoles la posibilidad de convertir este mundo en un mundo de hermanos; por amor a los culpables de injusticia, para librarlos de su pecado, de su injusticia y darles la posibilidad de llegar a ser, también ellos, hijos de Dios y hermanos de los hombres. Así amó Jesús a sus enemigos.
Sí, es cierto; Jesús, cuando fue agredido, no respondió jamás con violencia física contra las personas (en el episodio de la expulsión de los mercaderes del templo no se dice que usara el azote de cuerdas para atacar a las personas, sino para arrear a los animales; en cualquier caso, se trata de un símbolo mediante el cual Jesús reivindica su calidad de Mesías. Véase el comentario de J. Mateos y J. Barreto a Jn 2,13-22). Pero el renunciar al uso de la violencia no fue renunciar a la energía ni a la firmeza en la condena y en la lucha pacífica contra la injusticia. Al contrario: Jesús denunció y plantó cara a lo largo de su vida al Imperio romano, con el que aconsejó romper (Mt 22,15-22); a Heredes, a quien llamó «don nadie» (zorro) (Le 13,31-32); a los ricos, a los que declaró excluidos del Reino de Dios (Mt 6,24; 19,23-24); a los fariseos, a quienes denunció por manipular las conciencias de los pobres (Mt 6,2-5.16; 12,1-7.22-34; 16,5-12; 23,1-36); a los sumos sacerdotes, por haber convertido a Dios en un negocio (Mt 21, 12-17)... No. Jesús no se conformó con nada que fuera injusto, con nada que causara sufrimiento a los demás, con nada que tuviera como efecto el sometimiento o la esclavitud del pueblo. Y en esa lucha se jugó la vida sin poner en peligro la vida de nadie.
«Poner la otra mejilla» es renunciar a los métodos del sistema que se pretende combatir: la violencia, el rencor, el «ojo por ojo y diente por diente». Y quitarle así a la violencia del sistema su última -y falsa- razón: la acusación de que los que luchan por la liberación de los pobres son violentos.
Entonces, ¿significa esto que renunciamos a colaborar con cualquier movimiento de liberación si éste utiliza la violencia? ¿Condenamos a aquellos grupos que se alzan en armas contra el injusto opresor? ¿Son malos cristianos los que colaboran con estos movimientos insurgentes? ¿Hay que condenar siempre y de la misma manera la violencia, venga de donde venga? Es probable que quienes todavía no se atreven a condenar la santa Inquisición o las santas cruzadas se conviertan fanáticamente a la no-violencia cuando se trata de responder a estas preguntas.
La invitación a renunciar a la violencia en la lucha por un mundo mejor parece que está clara en el evangelio: Jesús nos invita a luchar con la liberación de todos los hombres renunciando a utilizar la violencia contra las personas. Ése es el ideal evangélico. Pero los hombres somos limitados y el Reino de Dios no lo veremos plenamente realizado en esta vida. La meta está clara y no podemos renunciar a ella: pero no seamos fariseos cuando nos conviene. Porque somos humanos, los cristianos somos imperfectos y limitados y nos vemos muchas veces en la necesidad de escoger entre distintas opciones que todas ellas son malas; en esos casos -y según los criterios de la más clásica moral católica- hemos de escoger el mal menor: a veces hay que escoger entre la complicidad con la violencia del injusto opresor y la violencia del que se ve obligado a partirse la cara con quien sea por defender a su hermano injustamente atacado.
El ideal es, por supuesto, encontrar un método no violento para luchar por la justicia (como lo han encontrado los jornaleros andaluces, por ejemplo; ¿nos habíamos dado cuenta?). Además, en nuestro tiempo, después de las experiencias de Gandhi, de Martín Luther King, de Marinaleda, nadie puede decir que la lucha no violenta sea ineficaz; al contrario, seguro que, a largo plazo, es más eficaz que la violencia. Pero estaremos ciegos (¿voluntariamente ciegos?) si no vemos que la violencia de los pobres es consecuencia de la violencia de los poderosos. Y seremos unos hipócritas si condenamos la violencia de los hambrientos de la tierra mientras merendamos sin escrúpulos con los culpables de su miseria.
AMAD A VUESTROS ENEMIGOS
Los que trabajan por la paz deben encontrar la dicha al realizar esa tarea; y la auténtica felicidad -en especial la que se puede compartir con otros- procede siempre del amor. Por eso, el seguidor de Jesús, que no podrá evitar el tener enemigos, no puede negarles su amor: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen...» Jesús tuvo enemigos. Tan enemigos eran que lo acabaron matando; pero él murió también por ellos, porque los quería también a ellos. Pero, ¡atención!, el amor que Jesús tenía por los que eligieron ser sus enemigos no se confundió jamás con complicidad o pasividad ante sus injusticias: Jesús amó a sus enemigos, pero luchó contra el sistema injusto que habían construido y contribuían a mantener en pie. Y luchó por amor: por amor a las víctimas de la injusticia, para librarlos del sufrimiento que soportaban, dándoles la posibilidad de convertir este mundo en un mundo de hermanos; por amor a los culpables de injusticia, para librarlos de su pecado, de su injusticia y darles la posibilidad de llegar a ser, también ellos, hijos de Dios y hermanos de los hombres. Así amó Jesús a sus enemigos.
LA OTRA MEJILLA
Sí, es cierto; Jesús, cuando fue agredido, no respondió jamás con violencia física contra las personas (en el episodio de la expulsión de los mercaderes del templo no se dice que usara el azote de cuerdas para atacar a las personas, sino para arrear a los animales; en cualquier caso, se trata de un símbolo mediante el cual Jesús reivindica su calidad de Mesías. Véase el comentario de J. Mateos y J. Barreto a Jn 2,13-22). Pero el renunciar al uso de la violencia no fue renunciar a la energía ni a la firmeza en la condena y en la lucha pacífica contra la injusticia. Al contrario: Jesús denunció y plantó cara a lo largo de su vida al Imperio romano, con el que aconsejó romper (Mt 22,15-22); a Heredes, a quien llamó «don nadie» (zorro) (Le 13,31-32); a los ricos, a los que declaró excluidos del Reino de Dios (Mt 6,24; 19,23-24); a los fariseos, a quienes denunció por manipular las conciencias de los pobres (Mt 6,2-5.16; 12,1-7.22-34; 16,5-12; 23,1-36); a los sumos sacerdotes, por haber convertido a Dios en un negocio (Mt 21, 12-17)... No. Jesús no se conformó con nada que fuera injusto, con nada que causara sufrimiento a los demás, con nada que tuviera como efecto el sometimiento o la esclavitud del pueblo. Y en esa lucha se jugó la vida sin poner en peligro la vida de nadie.
«Poner la otra mejilla» es renunciar a los métodos del sistema que se pretende combatir: la violencia, el rencor, el «ojo por ojo y diente por diente». Y quitarle así a la violencia del sistema su última -y falsa- razón: la acusación de que los que luchan por la liberación de los pobres son violentos.
NO-VIOLENCIA, SI. ¡PERO SIN HIPOCRESÍA!
Entonces, ¿significa esto que renunciamos a colaborar con cualquier movimiento de liberación si éste utiliza la violencia? ¿Condenamos a aquellos grupos que se alzan en armas contra el injusto opresor? ¿Son malos cristianos los que colaboran con estos movimientos insurgentes? ¿Hay que condenar siempre y de la misma manera la violencia, venga de donde venga? Es probable que quienes todavía no se atreven a condenar la santa Inquisición o las santas cruzadas se conviertan fanáticamente a la no-violencia cuando se trata de responder a estas preguntas.
La invitación a renunciar a la violencia en la lucha por un mundo mejor parece que está clara en el evangelio: Jesús nos invita a luchar con la liberación de todos los hombres renunciando a utilizar la violencia contra las personas. Ése es el ideal evangélico. Pero los hombres somos limitados y el Reino de Dios no lo veremos plenamente realizado en esta vida. La meta está clara y no podemos renunciar a ella: pero no seamos fariseos cuando nos conviene. Porque somos humanos, los cristianos somos imperfectos y limitados y nos vemos muchas veces en la necesidad de escoger entre distintas opciones que todas ellas son malas; en esos casos -y según los criterios de la más clásica moral católica- hemos de escoger el mal menor: a veces hay que escoger entre la complicidad con la violencia del injusto opresor y la violencia del que se ve obligado a partirse la cara con quien sea por defender a su hermano injustamente atacado.
El ideal es, por supuesto, encontrar un método no violento para luchar por la justicia (como lo han encontrado los jornaleros andaluces, por ejemplo; ¿nos habíamos dado cuenta?). Además, en nuestro tiempo, después de las experiencias de Gandhi, de Martín Luther King, de Marinaleda, nadie puede decir que la lucha no violenta sea ineficaz; al contrario, seguro que, a largo plazo, es más eficaz que la violencia. Pero estaremos ciegos (¿voluntariamente ciegos?) si no vemos que la violencia de los pobres es consecuencia de la violencia de los poderosos. Y seremos unos hipócritas si condenamos la violencia de los hambrientos de la tierra mientras merendamos sin escrúpulos con los culpables de su miseria.
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