Por James Martin sj
El leer la historia de Santa Teresita del Niño durante el noviciado me llevó a leer otras vidas de santos y casi santos. Como la de Angelo Roncalli, conocido también como el Papa Juan XXIII.
Antes entrar al noviciado, todo lo que sabía acerca de Juan XIII era que fue el Papa que convocó el Concilio Vaticano II. No tenía la más mínima idea de que era alguien muy chistoso.
La mejor historia es que la que presenta al Papa Juan XIII visitando un hospital de Roma, llamado el Hospital del Espíritu Santo, administrado por una orden de hermanas religiosas. Un día, el Papa llegó para hacer una visita sorpresa al hospital, y la hermana se apresuró a él para saludarlo y decirle: “Su santidad, yo soy la superiora del Espíritu Santo”. Y el Papa Juan le respondió: “¡Qué suerte tiene hermana! ¡Yo sólo soy el vicario de Cristo!”. En otra ocasión, cuando el Papa Juan aun era embajador papal en Francia, se encontró en una cena en la que había una mujer sentada frente a él, que llevaba un vestido bastante corto. Y su secretario le dijo: “Eminencia, ¡qué horrible! ¡Qué escándalo!”. Y el Papa le dijo: “¿Qué pasa?”. El secretario le dijo: “¡Esa mujer! ¡Todo mundo la está mirando a ella y a su vestido!”. El Papa replicó: “Ninguno la está mirando a ella. ¡Todos me están mirando a mí para ver si la estoy mirando a ella!”
Una cosa que el Papa Juan XXIII nos enseña es lo malo que es el concepto o idea de un santo deprimido o regañón. Asimismo, nos enseña el valor del buen humor en la vida espiritual. La alegría es el signo más seguro del Espíritu Santo. Y él nos enseña, como la Madre Teresa, el valor de la humildad: el orgullo fue una amenaza constante a lo largo de su vida. Él nunca se vio a sí mismo por encima de otra gente y constantemente hacía referencia a su pasado familiar tan sencillo. Cuando era Papa, un niño pequeño llamado Bruno le escribió acerca de un dilema que tenía: “Querido Papa,” escribió, “estoy indeciso: quiero ser Papa o policía. ¿Qué me sugiere?”.
El Papa Juan, le escribió: “Muy querido Bruno: si quieres mi opinión, aprende cómo ser un policía, porque eso no puede improvisarse. Cualquier persona puede ser Papa, la prueba es que yo me he convertido en el Papa. Si en alguna ocasión visitas Roma, ven a verme. Me encantaría hablar de esto contigo”.
A medida que leía las historias de los santos, me sentía más atraído aún a la estos hombres y mujeres, sentí una amistad verdadera con ellos. Comencé a verlos como modelos relevantes de santidad en mi propia vida y aprendí a apreciar la maravillosa particularidad de su propia vida. Había diferencias: Juan XXIII no se parecía en nada a Tomás Merton, quien no era como Juan Diego, quien no era como Monseñor Romero, quien no era como Teresa de Ávila. Cada santo o santa lo era en su propia manera, y esto revela la manera divina de celebrar la individualidad.
Esto me alentó enormemente. Me hizo ver que ninguno de nosotros está supuesto a ser exactamente como Juan Diego o la Madre Teresa. Estamos supuestos a ser nosotros mismos, así como fueron ellos mismos. Como escribió Tomás Merton, “para mí, ser santo es ser yo mismo”. Éste es el tema del libro que he escrito: Mi vida con los santos.
Cada santo o santa vivió su propio llamado a la santidad en distintas maneras, y nosotros estamos llamados a imitarles en su diversidad. No hay necesidad de que ninguno de nosotros haga precisamentelo que hizo la Madre Teresa o San Francisco de Asís. ¡Ellos ya lo hicieron! En lugar de eso, cada uno de nosotros está llamado a vivir una vida santa en su propia manera.
Antes entrar al noviciado, todo lo que sabía acerca de Juan XIII era que fue el Papa que convocó el Concilio Vaticano II. No tenía la más mínima idea de que era alguien muy chistoso.
La mejor historia es que la que presenta al Papa Juan XIII visitando un hospital de Roma, llamado el Hospital del Espíritu Santo, administrado por una orden de hermanas religiosas. Un día, el Papa llegó para hacer una visita sorpresa al hospital, y la hermana se apresuró a él para saludarlo y decirle: “Su santidad, yo soy la superiora del Espíritu Santo”. Y el Papa Juan le respondió: “¡Qué suerte tiene hermana! ¡Yo sólo soy el vicario de Cristo!”. En otra ocasión, cuando el Papa Juan aun era embajador papal en Francia, se encontró en una cena en la que había una mujer sentada frente a él, que llevaba un vestido bastante corto. Y su secretario le dijo: “Eminencia, ¡qué horrible! ¡Qué escándalo!”. Y el Papa le dijo: “¿Qué pasa?”. El secretario le dijo: “¡Esa mujer! ¡Todo mundo la está mirando a ella y a su vestido!”. El Papa replicó: “Ninguno la está mirando a ella. ¡Todos me están mirando a mí para ver si la estoy mirando a ella!”
Una cosa que el Papa Juan XXIII nos enseña es lo malo que es el concepto o idea de un santo deprimido o regañón. Asimismo, nos enseña el valor del buen humor en la vida espiritual. La alegría es el signo más seguro del Espíritu Santo. Y él nos enseña, como la Madre Teresa, el valor de la humildad: el orgullo fue una amenaza constante a lo largo de su vida. Él nunca se vio a sí mismo por encima de otra gente y constantemente hacía referencia a su pasado familiar tan sencillo. Cuando era Papa, un niño pequeño llamado Bruno le escribió acerca de un dilema que tenía: “Querido Papa,” escribió, “estoy indeciso: quiero ser Papa o policía. ¿Qué me sugiere?”.
El Papa Juan, le escribió: “Muy querido Bruno: si quieres mi opinión, aprende cómo ser un policía, porque eso no puede improvisarse. Cualquier persona puede ser Papa, la prueba es que yo me he convertido en el Papa. Si en alguna ocasión visitas Roma, ven a verme. Me encantaría hablar de esto contigo”.
A medida que leía las historias de los santos, me sentía más atraído aún a la estos hombres y mujeres, sentí una amistad verdadera con ellos. Comencé a verlos como modelos relevantes de santidad en mi propia vida y aprendí a apreciar la maravillosa particularidad de su propia vida. Había diferencias: Juan XXIII no se parecía en nada a Tomás Merton, quien no era como Juan Diego, quien no era como Monseñor Romero, quien no era como Teresa de Ávila. Cada santo o santa lo era en su propia manera, y esto revela la manera divina de celebrar la individualidad.
Esto me alentó enormemente. Me hizo ver que ninguno de nosotros está supuesto a ser exactamente como Juan Diego o la Madre Teresa. Estamos supuestos a ser nosotros mismos, así como fueron ellos mismos. Como escribió Tomás Merton, “para mí, ser santo es ser yo mismo”. Éste es el tema del libro que he escrito: Mi vida con los santos.
Cada santo o santa vivió su propio llamado a la santidad en distintas maneras, y nosotros estamos llamados a imitarles en su diversidad. No hay necesidad de que ninguno de nosotros haga precisamentelo que hizo la Madre Teresa o San Francisco de Asís. ¡Ellos ya lo hicieron! En lugar de eso, cada uno de nosotros está llamado a vivir una vida santa en su propia manera.
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