Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 7, 1-13
Los fariseos con algunos escribas llegados de Jerusalén se acercaron a Jesús, y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar.
Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras, de la vajilla de bronce y de las camas.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?»
Él les respondió: «¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice:
"Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí.
En vano me rinde culto:
las doctrinas que enseñan
no son sino preceptos humanos".
Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres».
Y les decía: «Por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios. Porque Moisés dijo: "Honra a tu padre y a tu madre", y además: "El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte". En cambio, ustedes afirman: "Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro corbán -es decir, ofrenda sagrada- todo aquello con lo que podría ayudarte..." En ese caso, le permiten no hacer nada más por su padre o por su madre. Así anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido. ¡Y como éstas, hacen muchas otras cosas!»
Queridos hermanos:
En el “Catecismo de la Iglesia Católica” promulgado por Juan Pablo II en 1992 se nos hace una seria advertencia en relación con la creación: “el uso de los recursos minerales, vegetales y animales del universo no puede ser separado del respeto a las exigencias morales. El dominio concedido por el creador al hombre sobre los seres inanimados y los seres vivos no es absoluto: está regulado por el cuidado de la calidad de la vida del prójimo incluyendo la de las generaciones venideras; exige un respeto religioso de la integridad de la creación” (nº 2415).
La vieja Europa vivió una ilustración y posteriormente todo un proceso de secularización: sólo Dios es Dios; no hay lugar para el fetichismo; el hombre es el dueño del universo; el progreso depende de nosotros y no de milagros del creador. Pero este señorío no puede ser arbitrario o incontrolado, pues el cuidado o descuido de la creación afecta a la calidad de la vida humana.
No hay que aceptar ditirambos demagógicos sobre el riesgo de inminente desaparición de la especie humana por estar ya rozando el límite de sus recursos; el planeta tierra, bien administrado, permite que el actual número de habitantes se multiplique notablemente. Pero de hecho la alarma ha sonado ya: escasea el agua, se deforesta el trópico, se destruye la capa de ozono, se desertizan anualmente miles de hectáreas de terreno cultivable. Y todo ello no es un asunto indiferente a la ética ni a la conciencia cristiana, pues afecta directamente a la dignidad de la vida humana, de la generación actual y de la futura.
El Jesús que se nos presenta en el evangelio está también preocupado por la dignidad del hombre, en este caso vinculada a su autenticidad y a su libertad. Es cierto que necesitamos símbolos y ritos, pero estos pierden su validez cuando se tornan vacíos, cuando se desvinculan de la razón de ser que les dio origen; entonces se vuelven una carga, y, lo que es peor, pueden ser causa de un engaño religioso, porque se quedan en apariencia y nada tienen que ver con los sentimientos del corazón. Nunca se debe divinizar lo meramente humano, concediendo por ejemplo valor religioso a lo que surgió como mera exigencia higiénica. El ser humano se deteriora cuando vive de apariencias; y, en el campo religioso, cuando se conforma con unos ritos externos.
La Palabra nos hace hoy una apremiante invitación a tener una mirada profunda, que traspase el espesor de las cosas para percibir el sentido de las mismas. Hemos de respetar y amar la creación, viendo en ella el regalo que Dios nos ha hecho como signo del amor que nos tiene, y percibiéndola al mismo tiempo como tarea: cultivar con cariño este jardín de edén. Y debemos examinar nuestras prácticas humanas y cristianas por ver si conservan el significado con que nacieron y siguen siendo signo de la riqueza de nuestro corazón y no un narcótico adormecedor.
Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados; y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras, de la vajilla de bronce y de las camas.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: «¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?»
Él les respondió: «¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice:
"Este pueblo me honra con los labios,
pero su corazón está lejos de mí.
En vano me rinde culto:
las doctrinas que enseñan
no son sino preceptos humanos".
Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres».
Y les decía: «Por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios. Porque Moisés dijo: "Honra a tu padre y a tu madre", y además: "El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte". En cambio, ustedes afirman: "Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro corbán -es decir, ofrenda sagrada- todo aquello con lo que podría ayudarte..." En ese caso, le permiten no hacer nada más por su padre o por su madre. Así anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido. ¡Y como éstas, hacen muchas otras cosas!»
Queridos hermanos:
En el “Catecismo de la Iglesia Católica” promulgado por Juan Pablo II en 1992 se nos hace una seria advertencia en relación con la creación: “el uso de los recursos minerales, vegetales y animales del universo no puede ser separado del respeto a las exigencias morales. El dominio concedido por el creador al hombre sobre los seres inanimados y los seres vivos no es absoluto: está regulado por el cuidado de la calidad de la vida del prójimo incluyendo la de las generaciones venideras; exige un respeto religioso de la integridad de la creación” (nº 2415).
La vieja Europa vivió una ilustración y posteriormente todo un proceso de secularización: sólo Dios es Dios; no hay lugar para el fetichismo; el hombre es el dueño del universo; el progreso depende de nosotros y no de milagros del creador. Pero este señorío no puede ser arbitrario o incontrolado, pues el cuidado o descuido de la creación afecta a la calidad de la vida humana.
No hay que aceptar ditirambos demagógicos sobre el riesgo de inminente desaparición de la especie humana por estar ya rozando el límite de sus recursos; el planeta tierra, bien administrado, permite que el actual número de habitantes se multiplique notablemente. Pero de hecho la alarma ha sonado ya: escasea el agua, se deforesta el trópico, se destruye la capa de ozono, se desertizan anualmente miles de hectáreas de terreno cultivable. Y todo ello no es un asunto indiferente a la ética ni a la conciencia cristiana, pues afecta directamente a la dignidad de la vida humana, de la generación actual y de la futura.
El Jesús que se nos presenta en el evangelio está también preocupado por la dignidad del hombre, en este caso vinculada a su autenticidad y a su libertad. Es cierto que necesitamos símbolos y ritos, pero estos pierden su validez cuando se tornan vacíos, cuando se desvinculan de la razón de ser que les dio origen; entonces se vuelven una carga, y, lo que es peor, pueden ser causa de un engaño religioso, porque se quedan en apariencia y nada tienen que ver con los sentimientos del corazón. Nunca se debe divinizar lo meramente humano, concediendo por ejemplo valor religioso a lo que surgió como mera exigencia higiénica. El ser humano se deteriora cuando vive de apariencias; y, en el campo religioso, cuando se conforma con unos ritos externos.
La Palabra nos hace hoy una apremiante invitación a tener una mirada profunda, que traspase el espesor de las cosas para percibir el sentido de las mismas. Hemos de respetar y amar la creación, viendo en ella el regalo que Dios nos ha hecho como signo del amor que nos tiene, y percibiéndola al mismo tiempo como tarea: cultivar con cariño este jardín de edén. Y debemos examinar nuestras prácticas humanas y cristianas por ver si conservan el significado con que nacieron y siguen siendo signo de la riqueza de nuestro corazón y no un narcótico adormecedor.
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