Publicado por El Blog de X. Pikaza
Dom 2 Cuaresma. Mc 9, 2-8. La liturgia de hoy toma el texto de Mateo (Mt 17, 1-9), pero he preferido seguir el de Marcos (que es muy parecido), para así centrarme en los aspectos más "antiguos" de la escena (Mt pone antes a Moisés que Elías y destaca más el miedo de los tres discípulos). Esta escena ha sido comentada y desarrollada de varias formas, sobre todo en línea de contemplación (iconos orientales) y de oración personal (teólogos latinos). Sin negar esos aspectos, que son muy importantes, he querido destacar aquí el sentido de la presencia del Cristo Pascual y el riesgo de una "iglesia taborita".
Mc 9, 2-8. Transfiguración, en la nube
(a. Situación) 2 Y seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, les subió a solas a un monte muy alto y fue transfigurado ante ellos. 3 Y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos. 4 Y se les apareció Elías con Moisés, que conversaban con Jesús.
(b. Pedro) 5 Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Rabí (=Maestro) ¡que bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. 6 Estaban tan asustados que no sabía lo que decía.
(c. Dios) 7 Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. 8 De pronto, cuando miraron alrededor, vieron sólo a Jesús con ellos.
Esta escena se divide en tres partes, construidas siguiendo el esquema habitual de Marcos: (a) Introducción narrativa, que sitúa la escena. (b) Trama, con palabras de Pedro. (c) Desenlace, con la Palabra de Dios.
1) 9, 2-4. SITUACIÓN Y EXPERIENCIA BÁSICA
Y seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, les subió a solas a un monte muy alto y fue transfigurado ante ellos. 3 Y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos. 4 Y se les aparecieron Elías con Moisés, que conversaban con Jesús.
Ésta es una escena de contraste. Jesús ha dicho que las autoridades oficiales y sagradas de Jerusalén (escribas-sacerdotes-ancianos) van a condenarle, en nombre de Dios (cf. 8, 31), pero él sabe que Dios le avala llamándole su Hijo, ante sus tres discípulos centrales, acompañado por representantes del Israel de la fe (Elías y Moisés), que aparecen a su lado.
−Tiempo, personas y lugar: “Y seis días después…”. Ha pasado una semana desde la escena anterior, de Cesárea de Felipe (Mc 8, 2 27–9, 1), con la “confesión” de Pedro y la revelación de Jesús (dar la vida por el Reino). Posiblemente, el texto evoca además el tema de fondo de Gen 1, 1−2, 4: Después de seis días de “trabajo” de Dios llega el “sábado” del descanso. También aquí, después de los “seis días” de trabajo, llega el momento de su descanso, en la gloria de la Montaña de Dios (en la pascua final).
“Tomando a solas a Pedro, Santiago y Juan…”. Estos tres discípulos remiten a la historia de Jesús y al comienzo de la Iglesia. Son su grupo de intimidad, siendo, al mismo tiempo, de los primeros testigos de la iglesia pascual, de manera que ellos deben (deberían) actuar como mensajeros de la experiencia de la resurrección (abierta a todos los que aceptan el evangelio), aunque Marcos suponga que no lo han sido plenamente todavía, como seguiremos viendo (cf. comentario a 16, 1-8). Ellos, los tres de la montaña de Jesús, son un símbolo parcial, pero importante, de la totalidad de la Iglesia.
“Les subió a un monte muy alto…”. Es como si les hiciera “ascender” con él (anapherei autous), a un monte (horos, sin artículo). Tomando como referencia la zona de Cesárea de Felipo, este monte tiene que ser el Hermón, el más alto de la gran cordillera, entre Galilea, Fenicia y Siria. Pero, desde la perspectiva de Galilea (donde parece que nos encontramos ya, por lo que sigue), puede y debe tratarse, simbólicamente, del Tabor, que además es famoso en la historia del Antiguo Testamento, porque allí se fraguó la victoria decisiva de Israel (en tiempos de Débora y Barac) sobre los cananeos (Jc 4, 1). Así hablaremos aquí de la experiencia del Tabor.
−Transfiguración: “Y fue transfigurado ante ellos”. La palabra clave del relato es metemorphôze (fue transfigurado o metamorfoseado, en pasivo divino). Se trata de un término que es casi técnico en griego (e incluso en latín) y que evoca las transfiguraciones o cambios de figura que asumen (padecen) los dioses y seres divinos, tomando así formas diversas para presentarse y actuar. En esa línea resulta significativo el libro de Ovidio (Las Metamorfosis), escrita el año 7 d.C., donde se narran, partiendo de la mitología de Grecia y Roma, los cambios o “transfiguraciones” de dioses y héroes, desde el principio del tiempo hasta el tiempo de Julio César (unos decenios antes de Jesús). La misma realidad aparece así como una “metamorfosis” incesante de todo lo que existe, dentro de un “continuo” sagrado, donde dioses y hombres se vinculan (sin diferencia esencial).
“Y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrante…”. Marcos no dice nada del cambio del rostro de Jesús (a diferencia de Lucas 9, 29, quien significativamente omite la palabra metamorfosis, quizá por sus posibles implicaciones paganas) o de algún miembro concreto de su cuerpo (como los ojos, cf. Ap 2, 18; 3, 18), sino que se fija sólo en sus vestidos, que se vuelven blancos, es decir, de color de cielo (cf. Ap 3, 18; 19, 14). De esa forma asume la tradición del Antiguo Testamento (cf. Is 6, 1), donde se dice que el profeta vio a Dios, pero sólo se fija en la gloria de su manto. También el joven de la pascua de Mc 16, 5 tendrá el vestido blanco.
−Revelación. “Y se les aparecieron Elías con Moisés, que conversaban con Jesús”. Se les aparecieron a ellos (a los tres videntes), no a Jesús, con quien ellos están hablando. En torno a Elías y Moisés se ha movido gran parte de la historia de Jesús. Partiendo de su relación con Elías y Juan Bautista ha tejido Marcos su evangelio (desde 1, 2-3, pasando por 6, 15; 8, 29 y 9, 11-13, hasta 15, 35). Sobre la interpretación de Moisés (la Ley) ha venido discutiendo Jesús con los escribas, desde Mc 2, 7, pasando por 3, 22 y 7, 1, hasta culminar en 14, 53. Estos dos personajes representan la identidad de Israel, es decir, la profecía (Elías) y la Ley (Moisés), vinculadas en su raíz y señalando que el camino de Jesús, rechazado por otros como peligroso para la identidad y esperanza israelita, cumple en realidad esa esperanza.
Jesús asume y culmina de esa forma el camino y testimonio de Elías, con quien se relaciona de un modo especial, pues su nombre aparece en primer lugar (se les aparecieron Elías y Moisés…). Moisés también está, pero en un segundo plano, como compañero de Elías, que lleva el “peso” de la escena (como veremos en 9, 11-13). Esta “aparición” muestra que Jesús no se identifica con ninguno de ellos: no es Elías (como algunos han supuesto (6, 15; 8, 29), ni es tampoco Moisés, sino que es alguien distinto, es el Cristo, Hijo de Dios, pero cumple y culmina la función que Elías y Moisés han marcado, de forma que “conversa” con ellos.
Mirados desde esa perspectiva, Elías y Moisés realizan una función semejante a la de Isaías y el Bautista en Mc 1, 1-11: ofrecen testimonio, abren un camino de esperanza. Pero la palabra creadora y la revelación definitiva no la dicen ellos, sino que proviene directamente del Dios que “ha engendrado” a Jesús (1, 9-11) y que aquí le declara su Hijo delante de sus discípulos (9, 7), cumpliendo y desbordando de esa forma las funciones de Moisés y Elías. También otros “judíos” han apelado al testimonio de Elías y Moisés, pero los cristianos saben que, contando con ellos, Jesús se funda en un testimonio más alto, que viene de Dios (en esa línea avanza Jn 8, 18).
Pedro, Santiago y Juan descubren así a Jesús arriba, en la montaña de la gloria, culminando el camino de Elías y Moisés, con quienes él conversa (êsan synlalountes: estaban dialogando). Posiblemente, en su origen, el texto evocaba una experiencia de resurrección: brilla sobre Jesús la gloria de Dios en la montaña de su pascua, en la que culmina todo el camino de Israel. Pero, como seguiremos viendo, esa transfiguración pascual sólo tiene sentido al insertarse en el camino de la entrega de la vida; por eso, Marcos ha situado este escena en el momento clave del evangelio, cuando Jesús ha decidido tomar un camino de entrega de la vida a favor de los demás, poniéndose en manos del Dios de la Vida.
B) TRAMA 9, 5-6. PEDRO Y SUS COMPAÑEROS.
5 Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Rabbi (=Maestro) ¡que bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. 6 Estaban tan asustados que no sabía lo que decía.
Los discípulos descubren en el rostro de Jesus el resplandor de Dios, que ha revelado ya su gloria y plenitud sobre la tierra, y ven en su figura la culminación de las promesas de Israel. Pero el texto indica que esa reacción de Pedro (que habla en nombre de los tres: ¡qué bien estamos aquí!) resulta egoísta e ignorante: quiere permanecer allí por siempre, sin pasar por la cruz (o a través de una cruz puramente gloriosa o superada, que se deja atrás), en tres tabernáculos de cielo, en eterna fiesta de separación y gozo, con el Jesús transfigurado (y con Elías y Moisés).
Parece que a Pedro no le importan los demás, los muchos sufrientes que han quedado abajo, en el valle de locura y discusión del mundo (como aparece en Mc 9, 14-29). Ellos, los privilegiados de la tierra, o de una iglesia de poder (Pedro, Santiago, Juan), alcanzarían así la plenitud perfecta con los predilectos del cielo (Moisés, Elías y Jesús), pero sin escuchar de verdad a Jesús. Ellos formarían la iglesia petrina (del Pedro) y zebedea (de Santiago y Juan), centrada en el triunfo judío (nacional, de grupo) que cultiva su propia identidad impositiva y/o separada, olvidando a los sufrientes del valle de la historia. Así critica Marcos a la “iglesia” de Pedro y de los zebedeos que, a su juicio, no ha sido ni es la que Jesús quería.
Éste es un momento clave del despliegue del evangelio. Estamos en la “montaña de la ambigüedad”, donde se expresa por un lado la grandeza de Jesús (a quien el Padre constituye Hijo ante sus fieles), y por otro el riesgo de Pedro y de sus compañeros (gloriosos y egoístas) que quieren controlar la gloria de la pascua, sin pasar de verdad por la cruz, y sin abrir su iglesia a los sufrientes y posesos (mudos) del valle de locura de este mundo.
El deseo de este Pedro taborita (suponiendo que la Montaña sea el Tabor), que llama a Jesús Rabí (en línea de judaísmo antiguo, cf. 11, 21 y 14, 45), está en la línea de su cristología y eclesiología de rechazo de la muerte del Hijo del hombre (8, 82).
Pedro (y los zebedeos) buscan una culminación israelita que no exija entrega de la vida. Ellos son capaces de entender la gloria del Tabor como experiencia pascual, pero de pascua sin muerte, sin compromiso a favor de los demás, en gloria que se olvida de los endemoniados y posesos del mundo. Ellos representan, pues, según Marcos, una experiencia inadecuada de resurrección en la montaña de Elías y Moisés, aislándose allí para siempre, construyendo las tiendas de la celebración judía. En ese sentido, podemos interpretar el Tabor de Pedro y de los zebedeos como una Jerusalén judeocristiana, con un Jesús que se encierra en los límites del pueblo judío y que en el fondo olvida la función universal de su muerte.
C) RESPUESTA DE DIOS. 9, 7-8. ÉSTE ES MI HIJO AMADO
7 Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. 8 De pronto, cuando miraron alrededor, vieron sólo a Jesús con ellos.
Ciertamente, Pedro y los zebedeos conocen algo que es muy positivo (han penetrado en una dimensión del misterio de Jesús), pero en sentido más profundo ignoran y no saben lo que dicen por miedo (en 9, 6 se pasa del singular de Pedro al plural, incluyendo a los zebedeos). La voz de Dios (¡éste es mi Hijo amado, escuchadle!) está diciendo a Pedro y a sus compañeros que deben acoger la palabra de Jesús y escucharle, pues todavía no lo han hecho.
Los zebedeos y Pedro parecen partidarios de un mesianismo de gloria y así quieren a un Jesús poderoso (que les conceda el dominio sobre el mundo), a un Jesús glorificado (que les permita vivir ya en la gloria, más allá de la nube), sin recorrer su camino de amor hasta la muerte. Pues bien, la voz de Dios les invita a retomar el camino de Jesús desde el principio, desde el bautismo, para entender lo que ha significado su entrega al servicio de los demás, como indicará la continuación del texto (9, 9-29). En ese sentido se pude afirmar que esta experiencia pascual ha de entenderse de algún modo desde la promesa de 16, 6-7: ¡Id a Galilea, allí le veréis!
Estos discípulos taboritas de Jesus han querido hacer tres tiendas y quedarse allí por siempre, deteniendo así la historia, en un gesto de glorificación anticipada, mientras otros muchos siguen sufriendo en la tierra. Ese deseo no puede cumplirse (ignoran lo que dicen: 9, 6), pero, en un sentido humano, parece normal. Es como si de pronto la historia hubiera culminado ya en la línea de aquello que Pedro pretendía al llamar a Jesús “tú eres el Cristo” y al pedirle que alejara de su camino de sufrimiento (8, 29-32); pero el texto de Marcos seguirá diciendo que eso es sólo un momento; la historia verdadera del Hijo del Hombre sigue en marcha.
Eso significa que ese deseo de gloria (de no asumir el sufrimiento de la historia) es simplemente un sueño: La voz de la Verdad (que es voz de Dios) sacude a los tres, les despierta y les invita a escuchar a Jesús y seguirle en el camino concreto de muerte por el reino. Esta Voz del Padre no se dirige ya a Jesús, diciéndole ¡tú eres mi Hijo!, como después del bautismo (1, 9-11), sino a sus tres discípulos y a través de ellos a todos los que crean y acojan el evangelio, diciéndoles: «¡Éste es mi Hijo amado, escuchadle!».
Dios había hablado dos veces a Jesús:
la primera al decirle que había enviado ante él a su mensajero (1, 2, con cita de Is 40, 3);
la segunda al llamarle Hijo querido, tras el bautismo (1, 11).
Ahora no se dirige a él, sino a sus tres discípulos, para decirles sobre la Montaña su palabra definitiva: ¡Éste es mi Hijo amado, escuchadle! El signo de la nube y la nueva palabra de Dios evocan la experiencia del Sinaí, donde Dios se manifestó a Moisés, desde la nube (nephelê: cf. Ex 19, 13.16; 24, 15-16 LXX). Allí hablaba a Moisés, revelándole le Ley de vida para el pueblo. Ahora habla desde la misma nube (nephelê), dirigiéndose a los discípulos de Jesús (que son el nuevo Moisés, pueblo de Dios), para decirles que la “nueva Ley” es Jesús, Hijo de Dios.
Los tres taboritas (y todos los cristianos) deben escuchar la voz engendradora (paterna) de Dios y descubrir a Jesús como Hijo precisamente allí donde aprenden a seguirle en el camino de la cruz, con Elías y Moisés como precursores y testigos.
Elías ha marcado el camino de Jesús (desde 1, 2); Moisés asiente y actúa como testigo de la revelación “paterna”, pues al llegar la plenitud de los tiempos Dios ha enviado a su Hijo, nacido bajo la ley, para “rescatar” a los que estaban bajo la Ley, de manera que pudieran alcanzar la filiación (Gal 4, 4-5).
La gloria de Dios como Padre se manifiesta sólo allí donde los hombres son capaces de seguir a Jesús, Hijo de Dios, en su camino de entrega a favor de los otros. Estamos en el centro de la gran llamada mesiánica de Jesús, que introduce a los hombres (representados por Pedro y los zebedeos) en la nube de la Montaña de Dios, en el nuevo y definitivo Sinaí pascual, es decir, en el lugar donde el camino de entrega del Hijo del hombre aparece nimbado de una gloria que se expresa en la Palabra de Dios que le constituye, ante todos, en la Nube, como su Hijo.
Ésta no es una gloria meramente futura (que llegará cuando todo el mal acabe), ni evasiva (como si no hubiera desgracias en el mundo), sino que se despliega y manifiesta precisamente en el camino de entrega de la vida. Escuchar a Jesús (¡eso es lo que pide el Padre!) significa seguirle en el camino de su entrega. Sólo en ese camino descubrimos que Jesús es Hijo de Dios (siendo, a la vez, Hijo de hombre, como dice 8, 31); contemplamos de algún modo su gloria, escuchamos la voz de su Padre y podemos responderle.
Estamos pues ante una experiencia pascual proyectada sobre el camino de la historia de Jesús. Como indica el primitivo fin de su evangelio (16, 1-8), Marcos ha velado cuidadosamente todo lo que se refiere a la visión concreta de Jesús resucitado: el joven de la pascua pide a las mujeres y discípulos que vayan de nuevo a Galilea donde podrán verle (16, 1-8), pero el evangelio no dice después cómo ni cuándo le han visto. Pues bien, el mismo Marcos parece habernos dado aquí un signo de lo que ha podido ser una visión pascual (y parcial) de Pedro y de los zebedeos en Galilea. Es evidente que la pascua de Jesús (después de seis días…) no se puede contar como se cuentan otros datos o momentos de la vida de Jesús, no es un escena nueva que se suma a las escenas anteriores, no es una experiencia al lado de las otras experiencias; pero ella lo ilumina todo y se expresa en el camino de Jesús hacia Jerusalén.
Mc 9, 2-8. Transfiguración, en la nube
(a. Situación) 2 Y seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, les subió a solas a un monte muy alto y fue transfigurado ante ellos. 3 Y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos. 4 Y se les apareció Elías con Moisés, que conversaban con Jesús.
(b. Pedro) 5 Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Rabí (=Maestro) ¡que bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. 6 Estaban tan asustados que no sabía lo que decía.
(c. Dios) 7 Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. 8 De pronto, cuando miraron alrededor, vieron sólo a Jesús con ellos.
Esta escena se divide en tres partes, construidas siguiendo el esquema habitual de Marcos: (a) Introducción narrativa, que sitúa la escena. (b) Trama, con palabras de Pedro. (c) Desenlace, con la Palabra de Dios.
1) 9, 2-4. SITUACIÓN Y EXPERIENCIA BÁSICA
Y seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, les subió a solas a un monte muy alto y fue transfigurado ante ellos. 3 Y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como ningún batanero del mundo podría blanquearlos. 4 Y se les aparecieron Elías con Moisés, que conversaban con Jesús.
Ésta es una escena de contraste. Jesús ha dicho que las autoridades oficiales y sagradas de Jerusalén (escribas-sacerdotes-ancianos) van a condenarle, en nombre de Dios (cf. 8, 31), pero él sabe que Dios le avala llamándole su Hijo, ante sus tres discípulos centrales, acompañado por representantes del Israel de la fe (Elías y Moisés), que aparecen a su lado.
−Tiempo, personas y lugar: “Y seis días después…”. Ha pasado una semana desde la escena anterior, de Cesárea de Felipe (Mc 8, 2 27–9, 1), con la “confesión” de Pedro y la revelación de Jesús (dar la vida por el Reino). Posiblemente, el texto evoca además el tema de fondo de Gen 1, 1−2, 4: Después de seis días de “trabajo” de Dios llega el “sábado” del descanso. También aquí, después de los “seis días” de trabajo, llega el momento de su descanso, en la gloria de la Montaña de Dios (en la pascua final).
“Tomando a solas a Pedro, Santiago y Juan…”. Estos tres discípulos remiten a la historia de Jesús y al comienzo de la Iglesia. Son su grupo de intimidad, siendo, al mismo tiempo, de los primeros testigos de la iglesia pascual, de manera que ellos deben (deberían) actuar como mensajeros de la experiencia de la resurrección (abierta a todos los que aceptan el evangelio), aunque Marcos suponga que no lo han sido plenamente todavía, como seguiremos viendo (cf. comentario a 16, 1-8). Ellos, los tres de la montaña de Jesús, son un símbolo parcial, pero importante, de la totalidad de la Iglesia.
“Les subió a un monte muy alto…”. Es como si les hiciera “ascender” con él (anapherei autous), a un monte (horos, sin artículo). Tomando como referencia la zona de Cesárea de Felipo, este monte tiene que ser el Hermón, el más alto de la gran cordillera, entre Galilea, Fenicia y Siria. Pero, desde la perspectiva de Galilea (donde parece que nos encontramos ya, por lo que sigue), puede y debe tratarse, simbólicamente, del Tabor, que además es famoso en la historia del Antiguo Testamento, porque allí se fraguó la victoria decisiva de Israel (en tiempos de Débora y Barac) sobre los cananeos (Jc 4, 1). Así hablaremos aquí de la experiencia del Tabor.
−Transfiguración: “Y fue transfigurado ante ellos”. La palabra clave del relato es metemorphôze (fue transfigurado o metamorfoseado, en pasivo divino). Se trata de un término que es casi técnico en griego (e incluso en latín) y que evoca las transfiguraciones o cambios de figura que asumen (padecen) los dioses y seres divinos, tomando así formas diversas para presentarse y actuar. En esa línea resulta significativo el libro de Ovidio (Las Metamorfosis), escrita el año 7 d.C., donde se narran, partiendo de la mitología de Grecia y Roma, los cambios o “transfiguraciones” de dioses y héroes, desde el principio del tiempo hasta el tiempo de Julio César (unos decenios antes de Jesús). La misma realidad aparece así como una “metamorfosis” incesante de todo lo que existe, dentro de un “continuo” sagrado, donde dioses y hombres se vinculan (sin diferencia esencial).
“Y sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrante…”. Marcos no dice nada del cambio del rostro de Jesús (a diferencia de Lucas 9, 29, quien significativamente omite la palabra metamorfosis, quizá por sus posibles implicaciones paganas) o de algún miembro concreto de su cuerpo (como los ojos, cf. Ap 2, 18; 3, 18), sino que se fija sólo en sus vestidos, que se vuelven blancos, es decir, de color de cielo (cf. Ap 3, 18; 19, 14). De esa forma asume la tradición del Antiguo Testamento (cf. Is 6, 1), donde se dice que el profeta vio a Dios, pero sólo se fija en la gloria de su manto. También el joven de la pascua de Mc 16, 5 tendrá el vestido blanco.
−Revelación. “Y se les aparecieron Elías con Moisés, que conversaban con Jesús”. Se les aparecieron a ellos (a los tres videntes), no a Jesús, con quien ellos están hablando. En torno a Elías y Moisés se ha movido gran parte de la historia de Jesús. Partiendo de su relación con Elías y Juan Bautista ha tejido Marcos su evangelio (desde 1, 2-3, pasando por 6, 15; 8, 29 y 9, 11-13, hasta 15, 35). Sobre la interpretación de Moisés (la Ley) ha venido discutiendo Jesús con los escribas, desde Mc 2, 7, pasando por 3, 22 y 7, 1, hasta culminar en 14, 53. Estos dos personajes representan la identidad de Israel, es decir, la profecía (Elías) y la Ley (Moisés), vinculadas en su raíz y señalando que el camino de Jesús, rechazado por otros como peligroso para la identidad y esperanza israelita, cumple en realidad esa esperanza.
Jesús asume y culmina de esa forma el camino y testimonio de Elías, con quien se relaciona de un modo especial, pues su nombre aparece en primer lugar (se les aparecieron Elías y Moisés…). Moisés también está, pero en un segundo plano, como compañero de Elías, que lleva el “peso” de la escena (como veremos en 9, 11-13). Esta “aparición” muestra que Jesús no se identifica con ninguno de ellos: no es Elías (como algunos han supuesto (6, 15; 8, 29), ni es tampoco Moisés, sino que es alguien distinto, es el Cristo, Hijo de Dios, pero cumple y culmina la función que Elías y Moisés han marcado, de forma que “conversa” con ellos.
Mirados desde esa perspectiva, Elías y Moisés realizan una función semejante a la de Isaías y el Bautista en Mc 1, 1-11: ofrecen testimonio, abren un camino de esperanza. Pero la palabra creadora y la revelación definitiva no la dicen ellos, sino que proviene directamente del Dios que “ha engendrado” a Jesús (1, 9-11) y que aquí le declara su Hijo delante de sus discípulos (9, 7), cumpliendo y desbordando de esa forma las funciones de Moisés y Elías. También otros “judíos” han apelado al testimonio de Elías y Moisés, pero los cristianos saben que, contando con ellos, Jesús se funda en un testimonio más alto, que viene de Dios (en esa línea avanza Jn 8, 18).
Pedro, Santiago y Juan descubren así a Jesús arriba, en la montaña de la gloria, culminando el camino de Elías y Moisés, con quienes él conversa (êsan synlalountes: estaban dialogando). Posiblemente, en su origen, el texto evocaba una experiencia de resurrección: brilla sobre Jesús la gloria de Dios en la montaña de su pascua, en la que culmina todo el camino de Israel. Pero, como seguiremos viendo, esa transfiguración pascual sólo tiene sentido al insertarse en el camino de la entrega de la vida; por eso, Marcos ha situado este escena en el momento clave del evangelio, cuando Jesús ha decidido tomar un camino de entrega de la vida a favor de los demás, poniéndose en manos del Dios de la Vida.
B) TRAMA 9, 5-6. PEDRO Y SUS COMPAÑEROS.
5 Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: Rabbi (=Maestro) ¡que bien estamos aquí! Vamos a hacer tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. 6 Estaban tan asustados que no sabía lo que decía.
Los discípulos descubren en el rostro de Jesus el resplandor de Dios, que ha revelado ya su gloria y plenitud sobre la tierra, y ven en su figura la culminación de las promesas de Israel. Pero el texto indica que esa reacción de Pedro (que habla en nombre de los tres: ¡qué bien estamos aquí!) resulta egoísta e ignorante: quiere permanecer allí por siempre, sin pasar por la cruz (o a través de una cruz puramente gloriosa o superada, que se deja atrás), en tres tabernáculos de cielo, en eterna fiesta de separación y gozo, con el Jesús transfigurado (y con Elías y Moisés).
Parece que a Pedro no le importan los demás, los muchos sufrientes que han quedado abajo, en el valle de locura y discusión del mundo (como aparece en Mc 9, 14-29). Ellos, los privilegiados de la tierra, o de una iglesia de poder (Pedro, Santiago, Juan), alcanzarían así la plenitud perfecta con los predilectos del cielo (Moisés, Elías y Jesús), pero sin escuchar de verdad a Jesús. Ellos formarían la iglesia petrina (del Pedro) y zebedea (de Santiago y Juan), centrada en el triunfo judío (nacional, de grupo) que cultiva su propia identidad impositiva y/o separada, olvidando a los sufrientes del valle de la historia. Así critica Marcos a la “iglesia” de Pedro y de los zebedeos que, a su juicio, no ha sido ni es la que Jesús quería.
Éste es un momento clave del despliegue del evangelio. Estamos en la “montaña de la ambigüedad”, donde se expresa por un lado la grandeza de Jesús (a quien el Padre constituye Hijo ante sus fieles), y por otro el riesgo de Pedro y de sus compañeros (gloriosos y egoístas) que quieren controlar la gloria de la pascua, sin pasar de verdad por la cruz, y sin abrir su iglesia a los sufrientes y posesos (mudos) del valle de locura de este mundo.
El deseo de este Pedro taborita (suponiendo que la Montaña sea el Tabor), que llama a Jesús Rabí (en línea de judaísmo antiguo, cf. 11, 21 y 14, 45), está en la línea de su cristología y eclesiología de rechazo de la muerte del Hijo del hombre (8, 82).
Pedro (y los zebedeos) buscan una culminación israelita que no exija entrega de la vida. Ellos son capaces de entender la gloria del Tabor como experiencia pascual, pero de pascua sin muerte, sin compromiso a favor de los demás, en gloria que se olvida de los endemoniados y posesos del mundo. Ellos representan, pues, según Marcos, una experiencia inadecuada de resurrección en la montaña de Elías y Moisés, aislándose allí para siempre, construyendo las tiendas de la celebración judía. En ese sentido, podemos interpretar el Tabor de Pedro y de los zebedeos como una Jerusalén judeocristiana, con un Jesús que se encierra en los límites del pueblo judío y que en el fondo olvida la función universal de su muerte.
C) RESPUESTA DE DIOS. 9, 7-8. ÉSTE ES MI HIJO AMADO
7 Vino entonces una nube que los cubrió y se oyó una voz desde la nube: Éste es mi Hijo amado; escuchadlo. 8 De pronto, cuando miraron alrededor, vieron sólo a Jesús con ellos.
Ciertamente, Pedro y los zebedeos conocen algo que es muy positivo (han penetrado en una dimensión del misterio de Jesús), pero en sentido más profundo ignoran y no saben lo que dicen por miedo (en 9, 6 se pasa del singular de Pedro al plural, incluyendo a los zebedeos). La voz de Dios (¡éste es mi Hijo amado, escuchadle!) está diciendo a Pedro y a sus compañeros que deben acoger la palabra de Jesús y escucharle, pues todavía no lo han hecho.
Los zebedeos y Pedro parecen partidarios de un mesianismo de gloria y así quieren a un Jesús poderoso (que les conceda el dominio sobre el mundo), a un Jesús glorificado (que les permita vivir ya en la gloria, más allá de la nube), sin recorrer su camino de amor hasta la muerte. Pues bien, la voz de Dios les invita a retomar el camino de Jesús desde el principio, desde el bautismo, para entender lo que ha significado su entrega al servicio de los demás, como indicará la continuación del texto (9, 9-29). En ese sentido se pude afirmar que esta experiencia pascual ha de entenderse de algún modo desde la promesa de 16, 6-7: ¡Id a Galilea, allí le veréis!
Estos discípulos taboritas de Jesus han querido hacer tres tiendas y quedarse allí por siempre, deteniendo así la historia, en un gesto de glorificación anticipada, mientras otros muchos siguen sufriendo en la tierra. Ese deseo no puede cumplirse (ignoran lo que dicen: 9, 6), pero, en un sentido humano, parece normal. Es como si de pronto la historia hubiera culminado ya en la línea de aquello que Pedro pretendía al llamar a Jesús “tú eres el Cristo” y al pedirle que alejara de su camino de sufrimiento (8, 29-32); pero el texto de Marcos seguirá diciendo que eso es sólo un momento; la historia verdadera del Hijo del Hombre sigue en marcha.
Eso significa que ese deseo de gloria (de no asumir el sufrimiento de la historia) es simplemente un sueño: La voz de la Verdad (que es voz de Dios) sacude a los tres, les despierta y les invita a escuchar a Jesús y seguirle en el camino concreto de muerte por el reino. Esta Voz del Padre no se dirige ya a Jesús, diciéndole ¡tú eres mi Hijo!, como después del bautismo (1, 9-11), sino a sus tres discípulos y a través de ellos a todos los que crean y acojan el evangelio, diciéndoles: «¡Éste es mi Hijo amado, escuchadle!».
Dios había hablado dos veces a Jesús:
la primera al decirle que había enviado ante él a su mensajero (1, 2, con cita de Is 40, 3);
la segunda al llamarle Hijo querido, tras el bautismo (1, 11).
Ahora no se dirige a él, sino a sus tres discípulos, para decirles sobre la Montaña su palabra definitiva: ¡Éste es mi Hijo amado, escuchadle! El signo de la nube y la nueva palabra de Dios evocan la experiencia del Sinaí, donde Dios se manifestó a Moisés, desde la nube (nephelê: cf. Ex 19, 13.16; 24, 15-16 LXX). Allí hablaba a Moisés, revelándole le Ley de vida para el pueblo. Ahora habla desde la misma nube (nephelê), dirigiéndose a los discípulos de Jesús (que son el nuevo Moisés, pueblo de Dios), para decirles que la “nueva Ley” es Jesús, Hijo de Dios.
Los tres taboritas (y todos los cristianos) deben escuchar la voz engendradora (paterna) de Dios y descubrir a Jesús como Hijo precisamente allí donde aprenden a seguirle en el camino de la cruz, con Elías y Moisés como precursores y testigos.
Elías ha marcado el camino de Jesús (desde 1, 2); Moisés asiente y actúa como testigo de la revelación “paterna”, pues al llegar la plenitud de los tiempos Dios ha enviado a su Hijo, nacido bajo la ley, para “rescatar” a los que estaban bajo la Ley, de manera que pudieran alcanzar la filiación (Gal 4, 4-5).
La gloria de Dios como Padre se manifiesta sólo allí donde los hombres son capaces de seguir a Jesús, Hijo de Dios, en su camino de entrega a favor de los otros. Estamos en el centro de la gran llamada mesiánica de Jesús, que introduce a los hombres (representados por Pedro y los zebedeos) en la nube de la Montaña de Dios, en el nuevo y definitivo Sinaí pascual, es decir, en el lugar donde el camino de entrega del Hijo del hombre aparece nimbado de una gloria que se expresa en la Palabra de Dios que le constituye, ante todos, en la Nube, como su Hijo.
Ésta no es una gloria meramente futura (que llegará cuando todo el mal acabe), ni evasiva (como si no hubiera desgracias en el mundo), sino que se despliega y manifiesta precisamente en el camino de entrega de la vida. Escuchar a Jesús (¡eso es lo que pide el Padre!) significa seguirle en el camino de su entrega. Sólo en ese camino descubrimos que Jesús es Hijo de Dios (siendo, a la vez, Hijo de hombre, como dice 8, 31); contemplamos de algún modo su gloria, escuchamos la voz de su Padre y podemos responderle.
Estamos pues ante una experiencia pascual proyectada sobre el camino de la historia de Jesús. Como indica el primitivo fin de su evangelio (16, 1-8), Marcos ha velado cuidadosamente todo lo que se refiere a la visión concreta de Jesús resucitado: el joven de la pascua pide a las mujeres y discípulos que vayan de nuevo a Galilea donde podrán verle (16, 1-8), pero el evangelio no dice después cómo ni cuándo le han visto. Pues bien, el mismo Marcos parece habernos dado aquí un signo de lo que ha podido ser una visión pascual (y parcial) de Pedro y de los zebedeos en Galilea. Es evidente que la pascua de Jesús (después de seis días…) no se puede contar como se cuentan otros datos o momentos de la vida de Jesús, no es un escena nueva que se suma a las escenas anteriores, no es una experiencia al lado de las otras experiencias; pero ella lo ilumina todo y se expresa en el camino de Jesús hacia Jerusalén.
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