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jueves, 17 de marzo de 2011

El viaje hacia lo imposible

Por A. Pronzato
Génesis 12, 1-4; / 2 Timoteo 1, 8-10; / Mateo 17, 1-9

Vocación de nómada

...Y Dios creó al nómada.

¡Que nadie te diga: «Quédate tranquilo, acomódate, instálate»! Sino más bien: «Vete... Sal de tu tierra» (como a Abrahán). «Seguidme» (como a los discípulos). «Levántate» (como a Elías). En una palabra: siempre y solamente una orden perentoria de marcha.
¡Y pensar que nos gustaría tanto vivir bien instalados! Tenemos la mentalidad de los «acomodados»; sufrimos «el mareo del camino». Nos gustaría dejar bien protegido el terreno o la casa que hemos comprado, dar una vuelta para vigilar nuestras posesiones, gozar de la posición que hemos alcanzado.
Nuestra aspiración es la de conservar; más aún, la de acumular. Nos gustaría vivir en paz el presente.
Pero Dios se empeña en retirar de tus pies los apoyos habituales. Pretende que dejes lo que es seguro (y tranquilizante), para meterte en lo incierto, en lo que todavía no es.
No te permite seguir «agarrado» a la situación actual, sino que exige el cambio, la superación, el desplazamiento.
El creyente debe estar «tenso» hacia el futuro, continuamente en camino hacia el «todavía no».
«La isla más bella es la que no se ha encontrado todavía», canta Guccini.
La grandeza del hombre está en la decisión de emprender el viaje. Y surge la sospecha de si la isla «más bella» no será el mismo viaje.
Estar de camino es lo más fascinante. El corazón no puede sentirse saciado contemplando lo que ha amontonado, contabilizando los resultados conseguidos, sino que ha de comenzar a palpitar tumultuosamente ante la llamada de un horizonte que se adivina en la lejanía, de un territorio todavía por explorar.


Con Dios no se juega

Como a María de Magdala, nos gustaría pararlo, dejarlo clavado en nuestros espacios familiares. Pero él no está de acuerdo: «No me retengas más... Anda, vete.. . » (Jn 20, 17).
Como a Pedro, nos gustaría prepararle una tienda, prolongar para siempre su presencia gratificante. Pero él obliga a bajar de nuevo al llano.
Ni siquiera en la iglesia podemos secuestrarlo. Ni mucho menos en nuestro grupo, en nuestro pequeño círculo.
El está fuera. Disfrazado de pobre, de caminante, sin morada fija. Dios no acepta que lo encerremos en el área del templo o del culto. No nos hagamos ilusiones. El Enmanuel, el Dios-con-nosotros (Mt 1, 23), asegura su compañía exclusivamente a los que están decididos a recorrer todos los caminos del mundo. «Poneos, pues, en camino, haced discípulos a todos los pueblos... Sabed que yo estoy con vosotros» (Mt 28, 19-20). Está con nosotros cuando caminamos. Está con nosotros «todos los días» en que nos ponemos de viaje.
Entre él y nosotros puede haber tan sólo una relación, una complicidad itinerante.
Tengo la impresión de que Dios, cuando es considerado como una conquista, cuando se le tiene como una posesión adquirida, puede convertirse -permítaseme la expresión- en un juguete de nuestros juegos religiosos.
Pero Dios es el descubrimiento eterno, desconcertante, siempre nuevo. Y cuando crees que lo has alcanzado, él se va más allá.
Y cuando quieres ver que está ya contigo, se esconde. Para obligarte a que te adentres en el misterio, en el despojo, sin la protección de las ideologías o de los tratados o de las certezas o de los revestimientos de tipo cultural, a través de rodeos insospechados, de senderos sin señalar, entre pasadizos helados y oscuros y destellos pasmosos de luz.


¿Cuándo dejaremos de deshojar las cebollas?

Marcel Légaut distingue entre religiones de autoridad y religiones de llamada (o de invitación).
Las religiones de autoridad consideran la verdad como un patrimonio que sólo hay que guardar y defender. Ven a los hombres como rebaño que hay que dominar y someter. Para conseguir con mayor seguridad -y sin riesgos- el objetivo, se apoyan en el poder y tienden a condicionar a la sociedad (haciéndose cómplices de cualquier autoridad constituida).
Consideran todo cambio como una amenaza a su vocación inmovilista y conservadora. Eliminan toda disensión y consideran toda crítica como una falta de fidelidad. Tienen respuestas prefabricadas para cualquier problema.
Ya no tienen que buscar. Sólo se sienten encargadas de dar, de proporcionar, no de recibir. Tienen las llaves y no necesitan que nadie les abra las puertas. Todo lo más que pretenden, si se presenta el caso, es derrumbar. Construyen a sus fieles desde fuera (comportamientos, prácticas, reglamentos rigurosos).
Adoctrinan minuciosamente sobre todo lo que se debe hacer u omitir (moralismo, prohibiciones, imposición de cargas insostenibles). La religión de llamada, por el contrario, pone al hombre en pie, lo convierte en una criatura en movimiento.
Se dirige a la conciencia y solicita la libre y gozosa adhesión de los individuos.
Construye al hombre por dentro. Lo despierta, lo anima, le abre los ojos... y la boca, le da confianza, estimula su creatividad, lo responsabiliza, le hace vislumbrar sus posibilidades.
Le dice lo que es, lo que puede ser, lo que está llamado a ser, más que lo que tiene que hacer. En una palabra, es una religión liberadora.
Mientras que la religión de autoridad es estática, repetitiva, la otra es dinámica, siempre sorprendente.
Evidentemente, Abrahán, «nuestro padre en la fe», es un modelo inigualable de una religión de llamada. Su historia se convierte en el espejo donde tanto Israel como la Iglesia tienen que mirarse.
Abrahán descubre que Dios tiene la costumbre de huir hacia adelante. El «país» que Dios le indica está delante, no atrás.
Por eso el deseo debe imponerse al recuerdo nostálgico, la ilusión anticipadora a la añoranza y a las lamentaciones, la fantasía a la memoria, la esperanza a la nostalgia, las aperturas proféticas a las recriminaciones.
Snoopy, el célebre perro de las historietas de Charles Schulz, observaba: «Toda una montaña de recuerdos no igualará jamás a una pequeña esperanza».
Dios es el Dios de la promesa, no el de la lamentación. Tenemos que aprender a suspirar por lo que ha de venir, más que por lo que hemos dejado atrás.
El «mareo del camino» tiene que desaparecer y dejar sitio al «placer del caminar».
Tenemos que dejar de deshojar las cebollas (como se pasan las hojas del álbum de recuerdos), que sólo nos producen lágrimas nostálgicas.
Las cebollas, más que hacernos llorar, deberían hacernos reír. El creyente es el que, como Abrahán, decide ponerse en camino cada día.
La fe no te protege, te despoja
La fe te hace aceptar el riesgo, la aventura.
La fe no te cubre como un manto. Sino que te despoja. Te «expone» a todas las intemperies.
La fe te hace vivir en la provisionalidad.

Uno es de veras «fuerte en la fe» cuando acepta vivir una situación permanente de precariedad, de falta de seguridad.
Lo vio bien Kierkegaard: «Por la fe Abrahán partió de su patria y se convirtió en extranjero en la tierra prometida. Dejó una cosa y tomó otra. Dejó su razón terrena y tomó consigo la fe. De lo contrario, no habría partido, sino que habría pensado: ¡Es una locura!».
A Abrahán le bastó una palabra. Una palabra tiene que bastar para el que ha visto cómo se le arrebataban todas las seguridades del pasado, para resistir duramente en la noche interminable, en una espera que nunca parece tener fin.
Una palabra como único equipaje, como único recurso, como único documento, como único punto de referencia.
También a los apóstoles, cegados por aquel relámpago de luz anticipadora de la pascua, les bastó una palabra («escuchadle»), para encontrar la fuerza de bajar del monte de la transfiguración y recorrer, con el Maestro, el camino de la cruz.
No es la visión la que ilumina el camino (ni el de Abrahán, ni el de los discípulos), sino la palabra.


«Tu palabra es antorcha para mis pasos» (Sal 119, 105).

La prueba decisiva para la fe, si pensamos en la experiencia de Abrahán, es el tiempo.
Abrahán tiene que agarrarse a esa promesa; es el único tesoro que le queda, el único equipaje (ligero, invisible) que puede llevarse consigo en su peregrinación incesante.
Abrahán cree. Pero el tiempo pasa. Las posibilidades se reducen cada vez más, hasta evaporarse por completo. Pero Abrahán sigue creyendo.
Dios no tiene prisa en cumplir sus promesas. Parece incluso que las ha olvidado. Y cuando alude a ellas, se limita a recordarlas (como se hace con una letra de cambio cuyo pago se aplaza y se renueva una vez, diez veces, hasta quién sabe cuándo...), no a honrarlas aunque sólo sea con un minúsculo anticipo.
Muchos hombres, cuando se levantan las sombras de la tarde y la realidad ha roto inexorablemente sus sueños, renuncian a la esperanza, caen en el desaliento, tratan de olvidar.
Abrahán no se queja nunca. No renuncia a sus deseos. No arrincona sus sueños (¡que por otra parte no son suyos!). Guarda en secreto la promesa que ha acogido, a costa de exponerse a la compasión y a la burla de todos.
Abrahán y Sara se hacen viejos, y la bendición de Dios sigue sin realizarse.
El verdadero milagro no está en que, al final, se cumpliera la promesa de Dios, sino más bien en que Abrahán, con sus canas y su espalda ya encorvada, permaneciera joven en la esperanza de lo imposible.
Sí. Es preciso que, antes, se agoten todas las posibilidades humanas y que no quede ya ninguna.
Es preciso que, antes, la realidad más brutal desmienta todas las promesas, queme todos los sueños.
Sólo entonces se experimenta la posibilidad de lo imposible. Dios mantiene puntualmente su palabra cuando «ha pasado el tiempo», cuando ya no hay nada que esperar.
Esta y no otra es la paradoja de la fe.


Corre por las venas la fuerza de la resurrección

Otro ejemplo típico de fe que resiste a pesar de las sacudidas más violentas y prolongadas es el que nos ofrece Pablo (segunda lectura), un hombre que, en el ocaso de su vida, se encuentra en la cárcel, previendo su próxima condena a muerte, y se siente abandonado de todos.
Sin embargo, exhorta a su querido «hijo» Timoteo a sufrir por la causa del evangelio. «Toma parte conmigo en los duros trabajos del evangelio, según las fuerzas que Dios te dé».
Incluso al final de su existencia, extenuado, cubierto de magulladuras, teniendo que tragarse numerosas desilusiones, Pablo se siente inflamado por la vieja pasión del evangelio. El anuncio sigue siendo para él lo más importante.
Encadenado, exhausto después de tantas fatigas, Pablo reafirma la certeza que lo ha sostenido en todo su nomadismo apostólico y que representa la sustancia misma de la «buena nueva»: Cristo ha derrotado a la muerte, le ha quitado todo su poder, la ha desautorizado por completo.
El discípulo, como Pablo, tiene que creer y hasta experimentar todo esto. Y de este modo, vencer el miedo.
El creyente, lo mismo que Pablo, incluso en la más extrema debilidad, en el sufrimiento, en la muerte, siente correr ya por sus venas la fuerza de la resurrección.

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