Para encontrarse con Dios, lo importante no es darle muchas vueltas a la cabeza. Tampoco se trata de hacer esfuerzos sobrehumanos para llegar hasta lo impenetrable, ni de proferir fuertes gritos para hacernos oír por El.
Lo primero es hacer silencio, por fuera y por dentro, y escuchar su presencia en nosotros. Sosegar nuestra casa interior para acoger al que habita en nosotros. Como dice J. Martín Velasco, «afinar el oído para captar el murmullo, casi siempre suave como la brisa, de su paso».
El encuentro con Dios es siempre personal. Intransferible. Podemos interceder unos por otros, pero nadie puede orar en lugar de otra persona. No es posible comunicarse con Dios por procurador. Cada uno ha de abrirse confiadamente a su presencia.
Es cierto que podemos utilizar fórmulas heredadas de generaciones anteriores, para orar a Dios. Puedo repetir los salmos y plegarias que otros creyentes han utilizado en otros tiempos. Pero, al final, soy yo el que tengo que recorrer mi propio camino y encontrar a Dios en mi vida.
Lo decía León Felipe en los conocidos versos de su poema:
«Nadie fue ayer, ni va hoy,
ni irá mañana hacia Dios
por este mismo camino que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen, Dios.»
Cada uno camina hacia Dios desde sus propias peripecias, sus problemas y estados de ánimo.
Por eso, una oración despersonalizada es una contradicción. Sólo tiene de oración el nombre y la apariencia. Cuando se da verdadera comunicación con Dios, allí hay una persona viva, un hombre o una mujer que interroga, que busca, que suplica, que goza o se queja, que alaba o confía.
Esta comunicación viva y personal con Dios es capaz de transformar a la persona y reorientar de manera nueva su vida. Cuando uno escucha con paz a Dios en el fondo de su corazón, se le iluminan zonas oscuras que antes escapaban a su mirada; aprende a diferenciar lo real de lo meramente aparente y engañoso; descubre en su interior fuerzas que parecían haber desaparecido para siempre. La vida se transforma. Uno cuenta con una luz nueva, una fuerza que conforta, un espíritu que libera del desaliento. Y, sobre todo, se siente amado y con fuerzas para amar.
En el relato evangélico, cargado de hondas resonancias bíblicas, una nube cubre a los discípulos que se echan a temblar. De la nube surge una voz: «Este es mi Hijo... escuchadle. »
La vida del creyente cambia y pasa del miedo a la paz cuando sabe escuchar el misterio de Dios revelado en su Hijo Jesús.
Lo primero es hacer silencio, por fuera y por dentro, y escuchar su presencia en nosotros. Sosegar nuestra casa interior para acoger al que habita en nosotros. Como dice J. Martín Velasco, «afinar el oído para captar el murmullo, casi siempre suave como la brisa, de su paso».
El encuentro con Dios es siempre personal. Intransferible. Podemos interceder unos por otros, pero nadie puede orar en lugar de otra persona. No es posible comunicarse con Dios por procurador. Cada uno ha de abrirse confiadamente a su presencia.
Es cierto que podemos utilizar fórmulas heredadas de generaciones anteriores, para orar a Dios. Puedo repetir los salmos y plegarias que otros creyentes han utilizado en otros tiempos. Pero, al final, soy yo el que tengo que recorrer mi propio camino y encontrar a Dios en mi vida.
Lo decía León Felipe en los conocidos versos de su poema:
«Nadie fue ayer, ni va hoy,
ni irá mañana hacia Dios
por este mismo camino que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen, Dios.»
Cada uno camina hacia Dios desde sus propias peripecias, sus problemas y estados de ánimo.
Por eso, una oración despersonalizada es una contradicción. Sólo tiene de oración el nombre y la apariencia. Cuando se da verdadera comunicación con Dios, allí hay una persona viva, un hombre o una mujer que interroga, que busca, que suplica, que goza o se queja, que alaba o confía.
Esta comunicación viva y personal con Dios es capaz de transformar a la persona y reorientar de manera nueva su vida. Cuando uno escucha con paz a Dios en el fondo de su corazón, se le iluminan zonas oscuras que antes escapaban a su mirada; aprende a diferenciar lo real de lo meramente aparente y engañoso; descubre en su interior fuerzas que parecían haber desaparecido para siempre. La vida se transforma. Uno cuenta con una luz nueva, una fuerza que conforta, un espíritu que libera del desaliento. Y, sobre todo, se siente amado y con fuerzas para amar.
En el relato evangélico, cargado de hondas resonancias bíblicas, una nube cubre a los discípulos que se echan a temblar. De la nube surge una voz: «Este es mi Hijo... escuchadle. »
La vida del creyente cambia y pasa del miedo a la paz cuando sabe escuchar el misterio de Dios revelado en su Hijo Jesús.
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