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miércoles, 16 de marzo de 2011

II Domingo de Cuaresma (Mt 17,1-9) - Ciclo A: DORMIRSE EN LOS LAURELES


Estamos ya acostumbrados a ver cómo personas que estaban dispuestas a comerse el mundo llegan a la cima aunque sólo sea la cima de la colina más insignificante y establecen en ella su residencia definitiva y, desde tan alta cumbre, aca­ban olvidándose de sus anteriores inquietudes sociales, de su ya antiguo ímpetu transformador de esta sociedad o de esta Iglesia, de sus viejas poses revolucionarias... Parece como si, habiendo llegado ellos a la cima y lograda su gloria, el mundo, ya estuviera salvado.

EL CAMINO DE LA GLORIA

Jesús acababa de anunciar a sus discípulos que el Mesías tenía que «ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los sena­dores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día»; y se había visto obligado a enfrentarse con du­reza a la actitud de Pedro, que quiso torcer su camino (16, 21-22). Igualmente había anunciado que quienes quisieran seguirlo deberían estar dispuestos a correr una suerte similar: «El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, cargue con su cruz y me siga» (16,25). Este doble anuncio suponía para los discípulos de Jesús una gran desilusión. Ellos, apoyados en su ley y en sus profecías, esperaban que el día del Mesías sería glorioso para él y sus seguidores, a la vez que te­rrible para sus adversarios. Y Jesús les hablaba de padecer, de ser ejecutado, de perder la vida...

Jesús, para mostrarles adónde conducía su camino, escoge a los tres discípulos más recalcitrantes y los hace participes de una experiencia que demuestra que la entrega por amor hasta la muerte es el sendero que lleva hasta la gloria del Hombre: .... se llevó Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y subió con ellos a un monte alto y apartado. Allí se transfiguró delante de ellos: su rostro brillaba como el sol y sus vestidos se volvieron esplendentes como la luz».


EN LA CIMA DE UN MONTE ALTO

Jesús los conduce a la cima de un monte alto, el lugar de la presencia y de la manifestación de Dios; y allí les muestra anticipadamente su meta: la entrega hasta la muerte no es el camino del fracaso, sino el del verdadero triunfo. La vida de Jesús y la de sus seguidores se desarrollará en medio de con­flictos y persecuciones; aparentemente, según se entiende en este mundo el éxito y el fracaso, el fruto de sus esfuerzos será la frustración; pero al final «los justos brillarán como el sol en el Reino del Padre», como había dicho Jesús anteriormente (13,43).


LA LEY Y LOS PROFETAS

Mientras están participando de esta experiencia, aparecen en escena dos nuevos personajes: Moisés y Elías. Ellos repre­sentan la antigua religión judía: la ley (Moisés) y los profetas (Elías). Y hablan con Jesús, que va a dar cumplimiento defi­nitivo a las antiguas promesas. El momento parece inmejorable a Pedro -otra vez Pedro- para detener la historia y olvidarse de los problemas y sufrimientos del género humano: «... Si quieres, hago aquí tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todo lo que él quería se encontraba en aquel momento allí presente: Moisés y Elías, su pasado, sus tradicio­nes, sus esperanzas, y Jesús, a quien había dado su adhesión, la realización de sus esperanzas. Juntos su pasado, su presente y su futuro. Y todo sin tener que romper con nada. Y todo sin tener que arriesgar nada.


ESCUCHADLO

Ante la actitud de Pedro -muy valiente de palabra, pero dispuesto a dormirse en los laureles en cuanto se le presenta la ocasión-, ni Dios puede permanecer callado. Y hace oír su voz: «Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto. Escu­chadlo». A él sólo. Si Dios se había dirigido anteriormente a los hombres por medio de Moisés y Elías, eso pertenece a una época ya superada de sus relaciones con la humanidad. Ahora la voz de Dios sólo puede oírse cuando habla Jesús, el Hijo de Dios, en el que reside y se manifiesta el amor del Padre. Todo lo demás es relativo. Todo. Todas las palabras y todas las voces.


LEVANTAOS

Nadie puede andar hacia atrás la propia historia. Y tam­poco se puede detener el presente. El presente hay que arries­garlo y así construir el futuro. Jesús acabará triunfando, glo­rioso: pero después de terminar su camino, después de su muerte. Y, ¡atención!, que no es que Dios exija la muerte de su Hijo. Como tampoco exige sufrimientos de nadie. Dios no ofrece vida, su vida, a cambio de dolor. Lo que sucede es que para participar de la gloria de Dios hay que parecerse a él. Y Dios es amor. Y el amor es siempre perseguido por quienes son esclavos del egoísmo, del odio, de la ambición, del deseo de poder. O por quienes en el lugar del corazón tienen un có­digo de piedra.

Levantaos, les dice Jesús. Hay que seguir caminando. Hay que dar a conocer al mundo esta clase de amor. Hay que ense­ñar que el Padre, al que ya no hay que temer, es el verdadero Dios. Hay que explicar a los hombres de todas las razas que, por encima de sus leyes y sus profetas particulares, es posible quererse como hermanos. Y, estando el mundo como está..., no podemos permitirnos el lujo de quedarnos dormidos en nuestros laureles y esconder al mundo esta gran noticia. Hay que seguir, aunque nos cueste la vida. El amor que quede aquí y la vida que conservaremos serán nuestra gloria y nues­tro triunfo: resucitará y renacerá el Hombre.

Y así fue. Y así puede ser todavía.

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