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jueves, 31 de marzo de 2011

IV Domingo de Cuaresma (Jn 9,1-41) - Ciclo A: CIEGOS DE NACIMIENTO


«Al pasar vio Jesús un hombre, ciego de nacimiento».
Hay en nuestro mundo muchos que nunca, desde que na­cieron, han podido experimentar lo que significa ser persona; muchos a los que jamás les ha sido permitido que conozcan su dignidad de seres humanos. Ellos - ciegos de nacimiento, que malviven al margen de la sociedad, mendigando, sentados al borde del camino- están representados por el personaje del ciego de nacimiento que protagoniza el relato del evangelio de este domingo.
Lo que nos cuenta este evangelio no es un milagro aislado de Jesús, sino una lección que él da a sus seguidores para ense­ñarles en qué consiste su actividad, la que ya está desarrollan­do Jesús y que habrán de continuar sus discípulos: «Mientras es de día, nosotros debemos trabajar realizando las obras del que me mandó». Esa tarea consiste en ofrecer al hombre la po­sibilidad de tomar conciencia de cuál es su auténtica condición y, por tanto, de saber cuáles son sus verdaderas posibilidades.

Toda la narración es simbólica, y así hay que interpretar los gestos que en ella se describen.


CONCIENCIACION

Un hombre ciego de nacimiento, al borde del camino. Un marginado. Y la pregunta de los discípulos, que da por descon­tado que la ceguera es un castigo de Dios por los pecados de alguien: «Maestro, ¿quién había pecado, él o sus padres, para que naciera ciego? » Era la ideología dominante. Los males de la sociedad no se podían achacar directamente a Dios, pero se le atribuían indirectamente: alguien que había pecado indivi­dualmente había provocado contra sí mismo o contra sus des­cendientes la ira divina. Así no había que preocuparse dema­siado por los sufrimientos de los demás: siempre se debía a algún oscuro pecado. No, las cosas no son así. Aquel hombre debía su ceguera no a Dios, sino a una sociedad que, diciendo que hablaba en nombre de Dios, le había impedido conocer a Dios y conocer su proyecto sobre el hombre.


«[Jesús] escupió en tierra, hizo barro con la saliva, le untó su barro en los ojos y le dijo:

Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa 'Enviado')».


Hecha de su propio barro, Jesús pone en los ojos del ciego la imagen del hombre nuevo. Y lo manda a lavarse en la pis­cina del Enviado. Esto es, le ofrece un proyecto de hombre, el hombre que vive preocupándose, por amor, de la felicidad de los demás; ese proyecto es Jesús mismo -su saliva, su ba­rro-, que es la luz del mundo. Se lo pone en los ojos y lo invita a descubrirlo y a aceptarlo libremente. Sin adoctrinarlo, sino facilitándole una experiencia.

Y el que había sido ciego percibe la luz por primera vez y ve, se ve a sí mismo, se conoce: «Fue, se lavó, y volvió con vista. Los vecinos... preguntaban: ¿No es ése el que estaba sentado y mendigaba?... El afirmaba: Soy yo». Ya no va a dejar que la tiniebla le venza de nuevo, aunque la tiniebla lo va a intentar.


CONFLICTO

La tiniebla, que se había disfrazado de luz, no tardó en atacar.

Los fariseos, los ideólogos religiosos de aquel tiempo, los que se sentían responsables de conservar la fe y las tradicio­nes recibidas, empezaron a cavilar: ¿Cómo es posible que un hombre que no cumple las leyes religiosas actúe en nombre de Dios? ¿Cómo es posible que un hombre que hace barro en día de sábado (día en el que estaba expresamente prohibido hacer barro y cualquier otro trabajo) dé vista a los ciegos, tarea que los profetas habían anunciado que realizaría el Mesías?

El problema era la idea de Dios que tenían estos fariseos: un Dios que exige sometimiento y obediencia sin que le impor­ten la libertad y la felicidad del ser humano. A pesar de que los hechos de su propia historia de pueblo lo demostraban, no les cabía en la cabeza un Dios liberador del hombre.

Por eso atacan. Y el ataque es violento: primero intentan negar el hecho, a pesar de estar clarísimo: «Los dirigentes ju­díos no creyeron que aquél había sido ciego y había llegado a ver...»; después pretenden que aquel hombre afirme, también en contra de la evidencia de los hechos, que el que lo había cu­rado era un pecador y, por tanto, no actuaba en nombre de Dios: «Llamaron entonces por segunda vez al hombre que ha­bía sido ciego y le dijeron: Reconócelo tú ante Dios. A nos­otros nos consta que ese hombre es un pecador». Y como el hombre se resiste, lo excomulgan, lo declaran fuera del pueblo de Dios: «Empecatado naciste tú de arriba abajo... Y lo echa­ron fuera». Al no someterse, lo marginan.


COMPROMISO

Cuando el hombre aquel ha asumido su nueva realidad con firmeza, después de haber sido expulsado de su religión y ha­berse mantenido firme, Jesús sale a su encuentro y se da a co­nocer. Sólo entonces le propone que le dé su adhesión, que acepte su fe: «Se enteró Jesús de que lo habían echado fuera, fue a buscarlo, y le dijo: ¿Das tu adhesión al Hombre? » Fe que le exigiría ponerse, manos a la obra, a devolver la vista a todos los ciegos de nacimiento que encuentre en su camino. Y el que había sido ciego, ahora que ve claro, acepta: «Te doy mi adhesión, Señor».


HOY

Hoy se vuelve a repetir este conflicto dentro de las Igle­sias cristianas. También hoy resulta difícil a muchos aceptar que Dios, el Dios de Jesús, el Dios de los cristianos, es un Dios liberador. Y les resulta peligroso que se afirme que creer en Dios exige trabajar por la igualdad, la justicia y la liberación del pueblo. Y se vuelve a utilizar la coacción moral y la ame­naza de expulsión contra los que afirman que la ciencia de Dios tiene que ser ciencia de la liberación.

Bien. No se trata de juzgar a nadie. Pidamos al Dios de Jesús que nos abra definitivamente los ojos.

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