Por Pedro Miguel Lamet sj
-En los últimos días Judas estaba muy nervioso y de aquí para allá, como obsesionado. Al final no pudo soportarlo y vendió al Maestro por treinta siclos de plata -comentó Juan recordando el momento.
-Hay algo que no entiendo. Si Jesús sabía lo que iba a hacer, ¿por qué no lo detuvo? Le dejó actuar, incluso le impulsó a ello. Es extraño. Como si él fuera parte del plan.
-Jesús sabía lo que se le venía encima y lo había aceptado con sudores de sangre en su lucha interior de Getsemaní; pero el corazón del Iscariote estaba envenenado. Jesús con una mirada lo decía todo. Estoy seguro que Judas tuvo que desviar muchas miradas acusadoras del Maestro. Pero era tarde. Además Jesús podía recriminar, fustigar con la palabra, pero jamás impuso nada. Su doctrina siempre fue un regalo que ofrecía y podías recoger o no libremente. Lo más duro es que Judas, como todos los de su grupo era su amigo y lo entregó con un beso en el huerto. Yo creo que ese beso acabó quemándole el alma, le hizo despertar por dentro; quizás por eso quiso devolver el dinero a los del Sanedrín. Pero era demasiado tarde; no quisieron aceptarles los siclos de plata y él acabó arrojándolos al templo. «No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque son precio de sangre», le respondieron los sacerdotes. ¡Siempre pendientes de la pureza ritual, ya ves! Cuando todos sabemos que a fin de cuenta Judas era sólo un mediador, y eran suyas las manos que de verdad estaban manchadas de sangre. Después de deliberar, decidieron comprar con ese dinero el Campo del Alfarero como lugar de sepultura para los forasteros, una tierra que ya llaman con razón «Campo de Sangre». Luego Judas desesperó. Olvidó la enseñanza de Jesús sobre el Padre. Muchas veces pienso que quizás hubiera podido haber recapacitado, o acudido a María, la madre, que lo habría recibido con los brazos abiertos como al hijo pródigo de la parábola; o a Pedro o a mí mismo. Pero acabó colgándose de un árbol, ya lo sabes, víctima de su noche.
Juan se quedó mudo, la mirada perdida, pálido, descompuesto. Después levantó lentamente la cabeza como si quisiera sacudirse el dolor, la indignación que le provocaba recordar la historia de su compañero.
-Bien; y luego, cuando os quedasteis los once aquí con Jesús, ¿qué ocurrió?
-Puedes imaginar el ambiente. Nos sentimos desconcertados e inquietos. Pero Jesús no perdió la paz. Por el contrario nos miró con afecto y tomó pan.
Juan se levantó y se acercó a la mesa, donde había una cesta con panes ázimos, una tortas circulares de medio dedo de espesor y una anchura como de una mano extendida. Tomó uno de esos panes y me lo dio. Luego me dijo recalcando cada palabra:
-Jesús cogió un pan como este y teniéndolo en su mano nos dijo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Luego tomó una copa de vino, pronunció la acción de gracias y dijo: «Esta es mi sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por todos». Todos comimos en silencio aquel pan y bebimos aquella copa. Entendimos a duras penas qué quería decirnos. ¿Que eran su cuerpo y su sangre separados, como el que muere de muerte violenta? ¿Que aquel era su testamento, la manera de recordarle, de repetirle siempre, de hacerle presente entre nosotros.? También he pensado después que un modo de integrarle dentro, de comerlo y beberlo para vivir su vida, para asimilar su palabra. Al menos así lo sentí yo, aunque aquel momento no pudiera formulármelo. Aquel pan y aquel vino eran nuestra verdadera cena, como si los latidos que acababa de escuchar en su pecho pudieran prolongarse en el futuro sólo con repetir esas palabras y esos últimos gestos de amistada entre nosotros.
Juan me miró desde sus ojos vidriosos. Yo me había quedado suspendido de su discurso con el pan ázimo en sus manos. No sabía qué hacer. Si rechazar dentro de mí aquella locura de comer a un ser humano, fuera real o simbólicamente, como algo que repugnaba mi razón; o, por el contrario admirar ese gesto genial que había separado cuerpo y sangre, evocando el posterior desgarro terrible de la muerte en cruz durante un convite misterioso que permitía a aquel grupo de amigos comer a su maestro, y con él su vida, sus hechos, su abrazo, su palabra. ¿Acaso una madre o una enamorada no dice «te comería» a su hijo o su amante? El amor proclama locuras, deseos de fusión. El hecho es que, movido no sé por qué fuerza secreta, acepté aquel pan que me tendía el joven Juan, y comí un pedazo con respeto, movido por una inesperada necesidad de participar del gesto sencillo y sublime al mismo tiempo de Jesús antes de morir. Me pareció ver el rostro iluminado de todos y cada uno de los rudos discípulos en torno a aquel profeta rural inclinados en la mesa, pasándose una comida y bebida que les hacía uno con él, un condenado a muerte. Y, por primera vez en mi vida, entendí que morir no es la conclusión de todo, sino parte de la vida, y que la vida merece tal nombre sólo cuando se arriesga por amor. Era un sentimiento nuevo, lo confieso, que me hacía percibirme distinto. Como nunca antes me sentía pequeño. Si Juan había repetido las mismas palabras de Jesús sobre aquel pan y yo lo había comido ¿acaso yo, un ciudadano romano, casi sin darme cuenta, no era en cierta medida también parte del crucificado?
El discípulo amado debió adivinar algo de lo que me sucedía. Sonrió: «Haced esto en memoria mía», nos dijo después.
El resto de mi conversación con Juan transcurrió como en una nube. Yo oía sus palabras. Pero no sabía dónde estaba, si jugando de niño en los jardines de la villa de mis padres o arrebatado en la escollera con la mirada perdida en el mar de Capri, cuando un poema me transportaba a ese plus inefable con que nos lleva en volandas la poesía.
-Hay algo que no entiendo. Si Jesús sabía lo que iba a hacer, ¿por qué no lo detuvo? Le dejó actuar, incluso le impulsó a ello. Es extraño. Como si él fuera parte del plan.
-Jesús sabía lo que se le venía encima y lo había aceptado con sudores de sangre en su lucha interior de Getsemaní; pero el corazón del Iscariote estaba envenenado. Jesús con una mirada lo decía todo. Estoy seguro que Judas tuvo que desviar muchas miradas acusadoras del Maestro. Pero era tarde. Además Jesús podía recriminar, fustigar con la palabra, pero jamás impuso nada. Su doctrina siempre fue un regalo que ofrecía y podías recoger o no libremente. Lo más duro es que Judas, como todos los de su grupo era su amigo y lo entregó con un beso en el huerto. Yo creo que ese beso acabó quemándole el alma, le hizo despertar por dentro; quizás por eso quiso devolver el dinero a los del Sanedrín. Pero era demasiado tarde; no quisieron aceptarles los siclos de plata y él acabó arrojándolos al templo. «No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque son precio de sangre», le respondieron los sacerdotes. ¡Siempre pendientes de la pureza ritual, ya ves! Cuando todos sabemos que a fin de cuenta Judas era sólo un mediador, y eran suyas las manos que de verdad estaban manchadas de sangre. Después de deliberar, decidieron comprar con ese dinero el Campo del Alfarero como lugar de sepultura para los forasteros, una tierra que ya llaman con razón «Campo de Sangre». Luego Judas desesperó. Olvidó la enseñanza de Jesús sobre el Padre. Muchas veces pienso que quizás hubiera podido haber recapacitado, o acudido a María, la madre, que lo habría recibido con los brazos abiertos como al hijo pródigo de la parábola; o a Pedro o a mí mismo. Pero acabó colgándose de un árbol, ya lo sabes, víctima de su noche.
Juan se quedó mudo, la mirada perdida, pálido, descompuesto. Después levantó lentamente la cabeza como si quisiera sacudirse el dolor, la indignación que le provocaba recordar la historia de su compañero.
-Bien; y luego, cuando os quedasteis los once aquí con Jesús, ¿qué ocurrió?
-Puedes imaginar el ambiente. Nos sentimos desconcertados e inquietos. Pero Jesús no perdió la paz. Por el contrario nos miró con afecto y tomó pan.
Juan se levantó y se acercó a la mesa, donde había una cesta con panes ázimos, una tortas circulares de medio dedo de espesor y una anchura como de una mano extendida. Tomó uno de esos panes y me lo dio. Luego me dijo recalcando cada palabra:
-Jesús cogió un pan como este y teniéndolo en su mano nos dijo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Luego tomó una copa de vino, pronunció la acción de gracias y dijo: «Esta es mi sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por todos». Todos comimos en silencio aquel pan y bebimos aquella copa. Entendimos a duras penas qué quería decirnos. ¿Que eran su cuerpo y su sangre separados, como el que muere de muerte violenta? ¿Que aquel era su testamento, la manera de recordarle, de repetirle siempre, de hacerle presente entre nosotros.? También he pensado después que un modo de integrarle dentro, de comerlo y beberlo para vivir su vida, para asimilar su palabra. Al menos así lo sentí yo, aunque aquel momento no pudiera formulármelo. Aquel pan y aquel vino eran nuestra verdadera cena, como si los latidos que acababa de escuchar en su pecho pudieran prolongarse en el futuro sólo con repetir esas palabras y esos últimos gestos de amistada entre nosotros.
Juan me miró desde sus ojos vidriosos. Yo me había quedado suspendido de su discurso con el pan ázimo en sus manos. No sabía qué hacer. Si rechazar dentro de mí aquella locura de comer a un ser humano, fuera real o simbólicamente, como algo que repugnaba mi razón; o, por el contrario admirar ese gesto genial que había separado cuerpo y sangre, evocando el posterior desgarro terrible de la muerte en cruz durante un convite misterioso que permitía a aquel grupo de amigos comer a su maestro, y con él su vida, sus hechos, su abrazo, su palabra. ¿Acaso una madre o una enamorada no dice «te comería» a su hijo o su amante? El amor proclama locuras, deseos de fusión. El hecho es que, movido no sé por qué fuerza secreta, acepté aquel pan que me tendía el joven Juan, y comí un pedazo con respeto, movido por una inesperada necesidad de participar del gesto sencillo y sublime al mismo tiempo de Jesús antes de morir. Me pareció ver el rostro iluminado de todos y cada uno de los rudos discípulos en torno a aquel profeta rural inclinados en la mesa, pasándose una comida y bebida que les hacía uno con él, un condenado a muerte. Y, por primera vez en mi vida, entendí que morir no es la conclusión de todo, sino parte de la vida, y que la vida merece tal nombre sólo cuando se arriesga por amor. Era un sentimiento nuevo, lo confieso, que me hacía percibirme distinto. Como nunca antes me sentía pequeño. Si Juan había repetido las mismas palabras de Jesús sobre aquel pan y yo lo había comido ¿acaso yo, un ciudadano romano, casi sin darme cuenta, no era en cierta medida también parte del crucificado?
El discípulo amado debió adivinar algo de lo que me sucedía. Sonrió: «Haced esto en memoria mía», nos dijo después.
El resto de mi conversación con Juan transcurrió como en una nube. Yo oía sus palabras. Pero no sabía dónde estaba, si jugando de niño en los jardines de la villa de mis padres o arrebatado en la escollera con la mirada perdida en el mar de Capri, cuando un poema me transportaba a ese plus inefable con que nos lleva en volandas la poesía.
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