Por TOMÁS MAZA RUIZ
Señor, hemos vivido contigo momentos de intensa alegría. Hemos asistido en nuestra juventud a un despertar de la Iglesia de su modorra de siglos, en la primavera del buen papa Juan y su Concilio. Hemos sido testigos de la formación de las comunidades eclesiales de base en América Latina, y también entre nosotros de una forma más modesta. Hemos visto florecer la Teología de la Liberación en Latinoamérica, en Africa, en Asia…; una teología que tanto ha aportado a la Iglesia, en reflexión teológica, y en sangre de innumerables mártires, unos conocidos: Romero, Ellacuría y sus compañeros, Gerardi… y miles desconocidos, pertenecientes al pueblo sencillo, que nos han dejado el testimonio imborrable de sus vidas entregadas por el seguimiento de Jesús.
Nosotros esperábamos que esta primavera del Espíritu sería seguida de un renacimiento general en toda tu Iglesia, que las ventanas se abrirían para que entrara el soplo de tu Espíritu que barriera todo el polvo acumulado durante tantos siglos en las instituciones eclesiales y en las conciencias de todos y cada uno de los cristianos. Pero a los cristianos de esta parte del mundo llamada desarrollada no nos ha bastado el testimonio de los mártires. Hemos hecho lo que siempre han hecho los cristianos a través de los siglos con los mártires y los santos: los hemos admirado, los hemos enaltecido e incluso quisiéramos que todos esos mártires fueran elevados a los altares, pero no hemos seguido su ejemplo. No hemos levantado nuestra voz con energía contra las leyes económicas injustas que condenan a la mayor parte de la Humanidad a la miseria, la impotencia y la muerte. No hemos exigido con fuerza en nuestros países el avance de una verdadera democracia económica que sea capaz de ofrecer una verdadera igualdad de oportunidades a todos los ciudadanos: que acabe con las lacras del paro, de los contratos basura y del trabajo en condiciones de inseguridad; que termine con el problema de la falta o la insalubridad de la vivienda; que haga que la educación y la salud estén, de verdad, al alcance de todos los ciudadanos, sea cual sea su poder económico; que la justicia sea igual para todos; que se acabe con la marginación social y con el maltrato a los inmigrantes que vienen a nuestros países en busca de un trabajo digno y que se encuentran con la persecución policial y trabajos marginales mal pagados y sin seguridad social, en la economía sumergida.
Nosotros, los cristianos de las naciones desarrolladas, esperábamos como el grupo de los discípulos de Jesús, entre los que se encontraban los de Emaús, que por obra de Dios, y sin costo alguno por nuestra parte, llegaría el triunfo definitivo, el Reino de Dios sobre la Tierra, y en este reino los que estábamos con Jesús tendríamos, si no los primeros puestos, si el prestigio y el reconocimiento de toda la sociedad. Pero, como tú les dijiste a los de Emaús, somos torpes y lentos de comprensión. Y lo somos aún más que ellos, porque nosotros sí que sabemos que tú tenías que pasar por tu pasión y tu muerte en la cruz para abrirnos las puertas del Reino y también que “el discípulo no puede ser más que su maestro”: si tú sufriste la incomprensión, la persecución y la muerte, no podemos nosotros esperar que el Reino se nos entregue “de rositas”
Tú tuviste conflicto con las autoridades legítimas de tu religión, los herederos de la autoridad conferida a Moisés por Dios mismo en el monte Sinaí. Lo lógico es que ante esa jerarquía emanada de Dios, tú hubieras obedecido dócilmente y dejaras que fueran los sacerdotes los que dictaminaran lo que era y lo que no era voluntad de Dios. Pero tú sabías muy bien que la voluntad de Dios es que el hombre viva, que tenga vida en abundancia, que sea libre y responsable, que su inteligencia y su vitalidad se extienda a todo lo creado, que viva en armonía con el resto de los seres humanos y con la Naturaleza toda, que está, sí, a su servicio, siempre que él la cuide y la respete como hace el labrador con sus cosechas y el jardinero con sus flores. Por defender que el hombre está por encima de la Ley, que la ley, aunque sea la de Dios, está hecha para el hombre y no el hombre para servir a la ley, los sacerdotes de la verdadera religión de Moisés te condenaron a muerte.
Nosotros también tenemos nuestro conflicto -pequeñito- con nuestras legítimas autoridades religiosas. Defendemos que, como laicos, tenemos que tener nuestra voz y nuestro puesto en tu Iglesia y no ser simples acólitos que dicen amén a una autoridad que se cree en posesión de toda la verdad y de todo el poder y considera a los cristianos no como hermanos sino como súbditos. Que discrimina a la mujer sólo por su sexo y no le permite ejercer puestos de responsabilidad en la Iglesia. Pero nuestras reivindicaciones, que creemos justas, las defendemos como derechos al interior de la Iglesia: tener mayor participación en decisiones eclesiales como elección de curas y obispos, acceso de mujeres y casados a los ministerios ordenados, y cosas por el estilo. No reclamamos todavía, o no lo hacemos con voz suficientemente alta, que la Iglesia -y nosotros los primeros dentro de ella- sea fermento de una Humanidad que busca a tientas la verdad y la vida, que seamos los cristianos los primeros en abrir caminos de solidaridad con todos los hombres, que estemos en todos los frentes de batalla -también en los frentes político y económico- donde se decide el progreso del Mundo, que no tengamos miedo a los que pueden matar el cuerpo pero que no tienen poder contra el Espíritu de vida que tú nos viniste a traer. Las discrepancias con nuestras autoridades religiosas no deben servirnos para conseguir un estatus más cómodo dentro del redil eclesial, sino para que tanto nosotros como nuestros pastores, salgamos al aire libre en busca de tantas ovejas perdidas a las que tenemos que salvar para una vida digna y responsable. Sólo de esta manera, por nuestra solidaridad y no por el adoctrinamiento, podrán los hombres conocerte algún día.
Ahora, Señor, está anocheciendo en nuestro mundo y en el interior de cada uno de nosotros. Las tinieblas del neoliberalismo, del consumismo, de la competitividad a cualquier precio para obtener el triunfo sobre los demás, llenan el horizonte del mundo de nuestros días y las sentimos avanzar dentro de nosotros mismos. Lo mismo que tus primeros seguidores ante el “fracaso” de la cruz, sentimos en nuestro interior crecer el desaliento y la desesperanza. Pero tú estás con nosotros en el camino, como estuviste con los de Emaús, aunque lo mismo que ellos, tampoco nosotros te reconocemos. No te reconocemos donde tú dijiste que estabas presente: en los pobres y en los desposeídos por el Sistema, en los marginados por su raza, sexo, religión, enfermedad (los nuevos leprosos de nuestros días, los enfermos de Sida), nacionalidad o, simplemente, por su nulo poder económico. Y, sin embargo, tú caminas en ellos y nos pides nuestra compañía, nuestra ayuda, nuestro calor humano.
Los de Emaús te ofrecieron su compañía y su amistad y te invitaron a quedarte con ellos. Sólo entonces pudiste partir el pan y revelarte a ellos como el Resucitado. Sólo acompañando al mundo en sus angustias y esperanzas podremos celebrar contigo de verdad, y no sólo de forma ritual, la Eucaristía de tu Cuerpo y tu Sangre entregados por el mundo. Sólo entonces te manifestarás a nosotros y podremos correr a compartir nuestra alegría con nuestros hermanos. Cuando los de Emaús corrieron a Jerusalén a anunciar al resto de tus discípulos tu resurrección ya no les importaba que fuera noche cerrada. Tu luz iluminaba todas las tinieblas. Haz con nosotros lo mismo, Señor. Acompáñanos en nuestra oscuridad, aunque nosotros no te reconozcamos, ayúdanos con tu palabra hecha vida a penetrar en el sentido íntimo de las Escrituras, sobre todo de tu Evangelio. Que no nos limitemos a leerlo y comentarlo, sino que tu palabra nos interpele y nos desgarre como espada de doble filo, para que la Palabra se encarne en nuestras vidas y las transforme. (
Eclesalia Informativo autoriza y recomienda la difusión de sus artículos, indicando su procedencia.
Quédate con nosotros, Señor, y acompáñanos en nuestro caminar.
Nosotros esperábamos que esta primavera del Espíritu sería seguida de un renacimiento general en toda tu Iglesia, que las ventanas se abrirían para que entrara el soplo de tu Espíritu que barriera todo el polvo acumulado durante tantos siglos en las instituciones eclesiales y en las conciencias de todos y cada uno de los cristianos. Pero a los cristianos de esta parte del mundo llamada desarrollada no nos ha bastado el testimonio de los mártires. Hemos hecho lo que siempre han hecho los cristianos a través de los siglos con los mártires y los santos: los hemos admirado, los hemos enaltecido e incluso quisiéramos que todos esos mártires fueran elevados a los altares, pero no hemos seguido su ejemplo. No hemos levantado nuestra voz con energía contra las leyes económicas injustas que condenan a la mayor parte de la Humanidad a la miseria, la impotencia y la muerte. No hemos exigido con fuerza en nuestros países el avance de una verdadera democracia económica que sea capaz de ofrecer una verdadera igualdad de oportunidades a todos los ciudadanos: que acabe con las lacras del paro, de los contratos basura y del trabajo en condiciones de inseguridad; que termine con el problema de la falta o la insalubridad de la vivienda; que haga que la educación y la salud estén, de verdad, al alcance de todos los ciudadanos, sea cual sea su poder económico; que la justicia sea igual para todos; que se acabe con la marginación social y con el maltrato a los inmigrantes que vienen a nuestros países en busca de un trabajo digno y que se encuentran con la persecución policial y trabajos marginales mal pagados y sin seguridad social, en la economía sumergida.
Nosotros, los cristianos de las naciones desarrolladas, esperábamos como el grupo de los discípulos de Jesús, entre los que se encontraban los de Emaús, que por obra de Dios, y sin costo alguno por nuestra parte, llegaría el triunfo definitivo, el Reino de Dios sobre la Tierra, y en este reino los que estábamos con Jesús tendríamos, si no los primeros puestos, si el prestigio y el reconocimiento de toda la sociedad. Pero, como tú les dijiste a los de Emaús, somos torpes y lentos de comprensión. Y lo somos aún más que ellos, porque nosotros sí que sabemos que tú tenías que pasar por tu pasión y tu muerte en la cruz para abrirnos las puertas del Reino y también que “el discípulo no puede ser más que su maestro”: si tú sufriste la incomprensión, la persecución y la muerte, no podemos nosotros esperar que el Reino se nos entregue “de rositas”
Tú tuviste conflicto con las autoridades legítimas de tu religión, los herederos de la autoridad conferida a Moisés por Dios mismo en el monte Sinaí. Lo lógico es que ante esa jerarquía emanada de Dios, tú hubieras obedecido dócilmente y dejaras que fueran los sacerdotes los que dictaminaran lo que era y lo que no era voluntad de Dios. Pero tú sabías muy bien que la voluntad de Dios es que el hombre viva, que tenga vida en abundancia, que sea libre y responsable, que su inteligencia y su vitalidad se extienda a todo lo creado, que viva en armonía con el resto de los seres humanos y con la Naturaleza toda, que está, sí, a su servicio, siempre que él la cuide y la respete como hace el labrador con sus cosechas y el jardinero con sus flores. Por defender que el hombre está por encima de la Ley, que la ley, aunque sea la de Dios, está hecha para el hombre y no el hombre para servir a la ley, los sacerdotes de la verdadera religión de Moisés te condenaron a muerte.
Nosotros también tenemos nuestro conflicto -pequeñito- con nuestras legítimas autoridades religiosas. Defendemos que, como laicos, tenemos que tener nuestra voz y nuestro puesto en tu Iglesia y no ser simples acólitos que dicen amén a una autoridad que se cree en posesión de toda la verdad y de todo el poder y considera a los cristianos no como hermanos sino como súbditos. Que discrimina a la mujer sólo por su sexo y no le permite ejercer puestos de responsabilidad en la Iglesia. Pero nuestras reivindicaciones, que creemos justas, las defendemos como derechos al interior de la Iglesia: tener mayor participación en decisiones eclesiales como elección de curas y obispos, acceso de mujeres y casados a los ministerios ordenados, y cosas por el estilo. No reclamamos todavía, o no lo hacemos con voz suficientemente alta, que la Iglesia -y nosotros los primeros dentro de ella- sea fermento de una Humanidad que busca a tientas la verdad y la vida, que seamos los cristianos los primeros en abrir caminos de solidaridad con todos los hombres, que estemos en todos los frentes de batalla -también en los frentes político y económico- donde se decide el progreso del Mundo, que no tengamos miedo a los que pueden matar el cuerpo pero que no tienen poder contra el Espíritu de vida que tú nos viniste a traer. Las discrepancias con nuestras autoridades religiosas no deben servirnos para conseguir un estatus más cómodo dentro del redil eclesial, sino para que tanto nosotros como nuestros pastores, salgamos al aire libre en busca de tantas ovejas perdidas a las que tenemos que salvar para una vida digna y responsable. Sólo de esta manera, por nuestra solidaridad y no por el adoctrinamiento, podrán los hombres conocerte algún día.
Ahora, Señor, está anocheciendo en nuestro mundo y en el interior de cada uno de nosotros. Las tinieblas del neoliberalismo, del consumismo, de la competitividad a cualquier precio para obtener el triunfo sobre los demás, llenan el horizonte del mundo de nuestros días y las sentimos avanzar dentro de nosotros mismos. Lo mismo que tus primeros seguidores ante el “fracaso” de la cruz, sentimos en nuestro interior crecer el desaliento y la desesperanza. Pero tú estás con nosotros en el camino, como estuviste con los de Emaús, aunque lo mismo que ellos, tampoco nosotros te reconocemos. No te reconocemos donde tú dijiste que estabas presente: en los pobres y en los desposeídos por el Sistema, en los marginados por su raza, sexo, religión, enfermedad (los nuevos leprosos de nuestros días, los enfermos de Sida), nacionalidad o, simplemente, por su nulo poder económico. Y, sin embargo, tú caminas en ellos y nos pides nuestra compañía, nuestra ayuda, nuestro calor humano.
Los de Emaús te ofrecieron su compañía y su amistad y te invitaron a quedarte con ellos. Sólo entonces pudiste partir el pan y revelarte a ellos como el Resucitado. Sólo acompañando al mundo en sus angustias y esperanzas podremos celebrar contigo de verdad, y no sólo de forma ritual, la Eucaristía de tu Cuerpo y tu Sangre entregados por el mundo. Sólo entonces te manifestarás a nosotros y podremos correr a compartir nuestra alegría con nuestros hermanos. Cuando los de Emaús corrieron a Jerusalén a anunciar al resto de tus discípulos tu resurrección ya no les importaba que fuera noche cerrada. Tu luz iluminaba todas las tinieblas. Haz con nosotros lo mismo, Señor. Acompáñanos en nuestra oscuridad, aunque nosotros no te reconozcamos, ayúdanos con tu palabra hecha vida a penetrar en el sentido íntimo de las Escrituras, sobre todo de tu Evangelio. Que no nos limitemos a leerlo y comentarlo, sino que tu palabra nos interpele y nos desgarre como espada de doble filo, para que la Palabra se encarne en nuestras vidas y las transforme. (
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Quédate con nosotros, Señor, y acompáñanos en nuestro caminar.
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