Pocos días antes de la muerte del Cardenal Martini, tuve la suerte de hacer unos ejercicios espirituales basados en distintos textos evangélicos, comentados e interpretados por él. Siguiendo la línea de los ejercicios ignacianos, fuimos rememorando algunos hechos significativos de la vida de Jesús que suponen un conocimiento muy íntimo suyo, y que invitan a su seguimiento. Como decía San Ignacio, “es necesario conocer a Jesús para más amarle y seguirle”. Doy gracias a Dios por esos días de silencio, que me han ayudado a profundizar en la persona de Jesús, y en lo que eso puede significar en mi vida de relación con Él y con los hermanos.
Me voy a fijar en tres momentos puntuales de su vida, que son los que más me han ayudado a conocerlo en profundidad, como hombre y como Dios. Yo creía saber bastante sobre Jesús, de todo lo que hizo en su vida pública, de cómo murió por salvarnos, de que su evangelio se basa en el amor… Pero ahora me doy cuenta de que no lo había interiorizado ni comprendido del todo. En esos días de meditación he redescubierto los años de su vida oculta, en los que no sucede nada. Me refiero a nada aparentemente significativo que podría hacer pensar que se trataba de Dios mismo hecho hombre. Jesús vive el presente con sencillez. Crece en edad y sabiduría, obedece, y seguramente, espera un signo. Una espera serena hasta que llegue su momento, y con una paciencia que nos enseña cómo no hay que tener prisa de que sucedan las cosas que esperamos de Dios, porque Él sabe mejor lo que nos conviene y en qué tiempo. Cuándo Jesús es bautizado por Juan en el Jordán, ya intuye que ha llegado su hora. La voz del Padre exclama: “Este es mi hijo amado, mi predilecto” (Mc 1, 9-11).
Pero mira por dónde, resulta que en nuestro bautismo también nos dice el Padre que somos sus predilectos. Nos hace sus hijos “como Jesús”. “Ved qué amor tan grande nos ha mostrado el Padre, que nos llama hijos de Dios y lo somos” (1 Jn 3,1). Una realidad que no me había planteado conscientemente, y que ahora, visto al pie de la letra, me hace sentir una inmensa gratitud a Dios y una gran responsabilidad. Si yo soy como Jesús para el Padre, tendré que actuar en mi vida como Jesús lo haría. Sentirse y saberse hijos de Dios significa tener nuevos comportamientos, renovar nuestra mente para vivir desde Él. No con mis propias fuerzas, claro, sino con Jesús, y mi disponibilidad.
Otro momento de la vida de Jesús sobre el que he reflexionado en los ejercicios, con una óptica nueva, ha sido el de la Transfiguración en el Monte Tabor. Jesús sube a orar al Padre y quiere que le acompañen Pedro, Santiago y Juan (los mismos que estarán con Él en Getsemaní). Jesús veía que sus enseñanzas no eran comprendidas y el Padre interviene alentándole y apoyándole frente a la pasión que le espera. Mientras oraba, su rostro se transformó, se volvió otro, y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. Es un hecho que los apóstoles no habían experimentado nunca y que debió de impresionarles profundamente. La voz del Padre se oye de nuevo, como en el Bautismo: “Éste es mi hijo amado, escuchadle”. Jesús es confirmado en su misión.
La oración era para Jesús el aliento de su vida. Ora al Padre confiando en Él y con la certeza de ser escuchado. Así debía ser nuestra oración, de ofrecimiento gratuito a Dios. Sería bonito entablar coloquio con Jesús y contemplar cómo ora. Acompañarle en su oración.
El hecho fundamental sobre el que he meditado en esos días ha sido la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Él amaba la vida, pero no quiere dejar de cumplir su misión ni dejar de salvarnos, aunque eso le conduzca a la muerte. Y aunque se trató de una muerte horrenda y humillante, no es el sufrimiento lo que concedió valor redentor a la Cruz, sino el Amor. Jesús amó hasta el extremo. Sólo desde la cruz se entiende el discurso de perder la vida para ganarla.
La entrega de Jesús se expresa de manera plena en la Eucaristía, y ante ella, no es necesario que hagamos nada, sólo dejar que Jesús nos salve. Viene a nuestro encuentro para amarnos y nosotros no tenemos que hacer más que dejarnos amar. Dejar que actúe en nosotros, y aceptar las implicaciones que eso supone.
Dios quiere una relación de amor con nosotros, pero es necesario que acojamos su presencia y el amor que nos ofrece. La Fe, ese gran don, en el que nos invita a profundizar durante este año el Papa Benedicto XVI, es el encuentro entre el hombre y Dios. San Pablo escribe: “Sé de quién me he fiado” (2 Tim 1, 12). Jesús nos invita a seguirle, y seguir a alguien es aceptar que esa persona oriente nuestra vida, estar disponible para lo que me pida.
Vivamos este Año de la Fe convencidos de lo que supone la adhesión a Cristo, que llegará a transformar nuestra vida. El cristiano no cree en algo sino en alguien, y ese Alguien es Jesús. Él nos acompaña, nos invita a amar a los demás y se compadece de los que sufren, nos hace sentirnos felices y esperanzados a pesar de las dificultades, y a través de Él, podemos conocer al Padre. Y como podemos experimentar a lo largo de nuestra vida, cuanto más conocemos interiormente a alguien, más lo comprendemos y por tanto, más lo amamos.
* Maria Isabel Montiel es madre de familia y Salesiana Cooperadora. Lee otros artículos suyos en FAST
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