La liturgia del Domingo de Ramos introduce la Semana Santa. Como para amortiguar cualquier tipo de tono triunfalista en la entrada de Jesús en Jerusalén, las citas de las dos lecturas que preceden el relato de la pasión, insisten en hablar de humillación, abajamiento, despojo.
El célebre «tercer cántico del Siervo de Yahvé» presenta la figura de un personaje misterioso que no recorre, según el esquema mesiánico, la vía del triunfo o del juicio, sino la del sufrimiento y de la donación de sí mismo.
No se presenta al Siervo como un maestro de sabiduría que repite la enseñanza divina a los propios discípulos, sino que se destaca exclusivamente su fidelidad a la palabra, que él escucha para transmitirla a sus contemporáneos desesperanzados.
Por esta fidelidad suya a las órdenes de Dios, es perseguido, torturado, insultado, sometido a los peores y más humillantes ultrajes. No opone resistencia, sino que permanece firme apoyándose en Dios que lo asiste, sabiendo que «no quedará confundido». Probablemente se trata de un pasaje autobiográfico, en el que es posible captar algunas líneas características del itinerario profético.
- Ante todo el hecho de que es Dios mismo quien forja a su profeta, le da una lengua, le abre el oído. Todo lo que el profeta lleva a los demás, él lo ha recibido antes. No dispone de la palabra a su antojo. El Señor se la confía en cada momento. Profeta esencialmente es uno que está a la escucha.
-Además es necesario subrayar la no-resistencia. El Siervo no opone resistencia a la palabra del Señor, como tampoco la opone a las torturas que le infligen los hombres.
-El sufrimiento acompaña inevitablemente a la misión profética, y desenvuelve un papel purificador.
-En medio de los sufrimientos más atroces, el Siervo experimenta la ayuda del Señor, que se revela más fuerte que el dolor.
-Finalmente, la experiencia del dolor habilita al profeta de una manera muy particular para llevar una palabra de consuelo a los propios hermanos.
La segunda lectura está tomada del famoso «canto cristológico» de Pablo. Probablemente es un himno de la Iglesia primitiva, quizás de la comunidad misma de los filipenses. Se habla de la humillación, del abajamiento de Cristo.
Jesús se comporta como un anti-Adán, en el sentido de que sigue el camino opuesto al que siguió el primer hombre.
Renuncia, en cierto sentido, a la igualdad con Dios, y emprende un camino de despojo, «y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos».
Así pues, frente al hombre que tiene la pretensión de ser como Dios, Cristo decide ser como hombre.
Cristo manifiesta su divinidad en el abajamiento, en el amor total a los hombres.
En este rechazo suyo a la voluntad de poder y de dominio, ha abierto un camino insólito al cristiano: el de la renuncia, el de la pobreza. No se trata de ensalzarse, sino de abajarse.
«...Tomó la condición de esclavo». Ha llevado nuestras cadenas (muerte, miedo, egoísmo por el que el hombre se hace esclavo de sí mismo).
«...Actuando como un hombre cualquiera». Ha rechazado la espectacularidad, eligiendo el ocultamiento y el pasar de incógnito (el amor es siempre discreto). ¡Por lo que fue tenido simplemente por un hombre!
Como consecuencia de esto, así como es necesario no olvidar que este hombre es el Hijo de Dios, así también se necesita evitar «deshumanizarlo», o sea, robarlo a los hombres, hacerlo inaccesible, y así «deshacer», por amor a Cristo, lo que Cristo ha hecho por amor a los hombres».
«...Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz». Adviértase ese «se rebajó». O sea, Cristo se ha hecho obediente. La Carta a los hebreos llegará a decir que ha aprendido la obediencia (Heb 5,8).
La obediencia de Cristo, llevada hasta el extremo -la cruz- es en definitiva su «sí» al Padre y a los hombres («sí» que implica un «no» tajante a sí mismo).
Y ese precisamente, que ha elegido el último puesto, que ha buscado la humildad, que no ha reclamado honores ni prestigio, ha sido «ensalzado» por Dios. Y se le ha concedido un «nombre-sobre-todo nombre».
Por eso ahora sólo hay un Señor: Jesucristo. Ante quien toda rodilla debe doblarse «en el cielo, en la tierra, en el abismo».
La trayectoria seguida por Cristo se propone también a los cristianos. Ellos, pues, deben abajarse, humillarse. Que no significa, simplemente, darse golpes de pecho, sino servir a los otros, ofrecerse como don.
El relato de la pasión ocupa naturalmente un lugar privilegiado en la liturgia de la palabra de hoy.
Obviamente no me es posible comentar todo el texto de Lucas. Me limito, por eso, a precisar el nexo entre la institución de la Eucaristía y los acontecimientos siguientes de la pasión. Teniendo en cuenta lo que sucederá en la pasión, la expresión: «Esto es mi cuerpo» podría completarse así: «Este es mi cuerpo traicionado, herido, hecho objeto de escarnio y ultrajes».
Comulgar de ese «cuerpo» significa recibir todo lo que ese «cuerpo» ha padecido. Es verdad que es también un «cuerpo» glorioso. Glorioso porque la resurrección manifestará que el amor consigue la victoria sobre la traición, la violencia y los insultos.
Comulgar de ese «cuerpo» significará siempre, para la comunidad cristiana, asimilar su fuerza de amor y su capacidad de perdón.
Toda la aventura enmarañada de la pasión, en la que se entrecruzan misteriosamente el plan de Dios y la decisión de los hombres: «Jesús se da y el hombre lo traiciona».
Solamente hay que precisar esto: el don llega antes que la traición. Judas anda inevitablemente con retraso. Y este es su verdadero drama.
Cuando hace su oferta a los enemigos de Jesús, no cae en la cuenta de que el interesado le ha precedido porque ya se ha «ofrecido» a todos los hombres. Caerá en la cuenta de esto durante la última cena. En aquella circunstancia Jesús, más que desvelar al traidor, desvelará simplemente que la «entrega» (la palabra «entrega» es la que nosotros traducimos normalmente por «traición») sólo puede hacerse porque el don está a disposición.
La perversidad de los hombres no logrará jamás preceder la misericordia de Dios.
La única vez que Judas logrará llegar antes, no llegar con retraso, será cuando vaya a ahorcarse. Se puede decir que su fin ha sido provocado por la prisa.
Pero surge la duda de si quizás, incluso esa vez, no haya sido precedido... Y entonces podemos plantear la pregunta: ¿es verdad que los apóstoles no han estado presentes en el Calvario? Manteniéndonos en la lógica de la Eucaristía, habría que concluir que han estado presentes.
En efecto, participando en la cena convival del Señor, la comunidad ha sido asociada a su destino, hecha partícipe de los sucesos de la pasión, implicada en la muerte de Cristo, de la que la Eucaristía constituía la anticipación y la explicación.
«Comulgar», desde esta perspectiva, significa estar condenados, sometidos a la muerte con Cristo. Cuando se recibe la Eucaristía, la fuga resulta imposible. Participar en el banquete eucarístico representa un ineludible compromiso de estar presentes en cualquier lugar donde el Hombre sufre. Es verdad que hay cristianos que comulgan, y después parece que están «ausentes». Pero su ausencia no es otra cosa que la consecuencia de una ausencia precedente, mejor, consecuencia del rechazo de una Presencia. Aceptan la presencia del Maestro sentado a la mesa. Pero no quieren comulgar de su presencia dinámica. El Maestro, en efecto, en el momento oportuno se levanta y sale fuera. Afronta la oscuridad. Y ellos permanecen allí, con la absurda pretensión de comulgar una ausencia.
La Eucaristía no es «estar con él». Sino «dejarse llevar con él». No es «tener». Sino «darse».
Hay algo peor que no creer en la presencia real. Y es creer en una presencia real «tranquilizadora», relajante, que no nos lleva a «perder» nuestra vida, a comulgar con el sufrimiento del mundo.
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