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sábado, 9 de marzo de 2013

La gran alegría del perdón de Dios: IV Domingo de Cuaresma (LC 15, 1-3.11-32) - Ciclo C


En el domingo de la alegría, el cuarto de cada cuaresma, la comunidad católica proclama una de las páginas más hermosas del Evangelio (Lc 15,1-2.11-32). Es de esas historias añejas y siempre nuevas que deberíamos sabernos de memoria desde pequeños, de modo que siempre lleváramos en nuestro bagaje cultural una palabra excepcional de alegría y de esperanza. Es una historia sorprendente. ¿Usted se imagina a un viejo corriendo por la calle en que usted vive? Algo grave o muy importante debe ocurrir para que todo un señor anciano vaya corriendo como un niño. Todos saldríamos a verlo pues tal novedad despierta la alarma y la curiosidad. La sorpresa sería encontrarnos con que ese buen señor está abrazado a un pordiosero, lleno de harapos y sucio. ¿Nos alegraríamos al ver semejante escena?
Pues ése es el corazón del mensaje de la conocida parábola del hijo pródigo, que, en forma resumida nos cuenta que un hombre tenía dos hijos. El menor reclamó su parte de la herencia y se marchó lejos, malgastó sus bienes y cayó en desgracia hasta que, recapacitando, decidió volver a casa de su padre. “Estando él todavía lejos, lo vio su padre y se conmocionó y, corriendo, lo abrazó por el cuello, y lo besó”. El padre hizo entonces la mejor de las fiestas para celebrar el retorno de aquel hijo. El hijo mayor, que vivía con el padre, se disgustó con el padre por haber festejado más la vuelta del pequeño que su presencia permanente en la casa del padre. Pero el padre le explicó: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Había que hacer fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y revivió, y estaba perdido y se le encontró”.


Los hijos de un mismo padre muestran los entresijos recónditos de los comportamientos humanos abocados a la ruptura de la fraternidad originaria de la familia humana cuando ésta se desvincula de su relación fundamental con el padre basada en el amor y en el encuentro generador de vida. El menor es el prototipo de los publicanos y pecadores, de los alejados de Dios y de los extraviados, de los marginados y excluidos, de la humanidad errante en su anhelo emancipatorio. El mayor encarna el talante de los fariseos y de los letrados en el evangelio, de aquellas personas que, a pesar de pasarse la vida frecuentando y hasta dirigiendo la casa de Dios, no han experimentado la alegría de su encuentro. Andan merodeando la casa del padre, pero engreídos y satisfechos de sí mismos y de cumplir con lo mandado, están realmente más lejos de él que los primeros. Ninguno de los dos hijos experimentaba la alegría de estar y vivir con el padre. La mayor diferencia entre el hijo menor y el mayor no está en la cercanía física respecto al padre, sino en la conciencia de lo que significa ser y vivir como hijo y como hermano. Es esa conciencia la que posibilita el retorno a la vida, al encuentro y al hogar del hijo menor, mientras que su carencia en el mayor le impide disfrutar de la gratuidad del amor y de la convivencia aunque la tenga muy cerca.

Sin embargo, el padre es el protagonista central. El padre es la imagen viva del Dios amor que Jesús de Nazaret nos ha revelado. Es padre de los dos y con los dos se comporta en todo momento como tal. Respetando la libertad del primero, lamenta su extravío y anhela su vuelta, esperándolo cada día. El amor paciente y dolorido del padre se torna apasionado y feliz al ver de nuevo el retorno voluntario del su hijo. El amor del padre que perdona se expresa en la serie de verbos que muestran su grandeza. Una conmoción entrañable le impulsa a correr hacia hijo perdido, a abrazarse a su cuello y a besarlo. Es el amor en acción, convertido en gestos apasionados por el reencuentro del hijo perdido.

En el centro del relato sobresale un verbo que es el exponente máximo del amor. Es el verbo “conmocionarse”, mediante el cual quiero traducir la profundidad del contenido etimológico de la palabra “misericordia” (= el corazón volcado hacia el otro en situación de miseria). El término griego original (splanjnizomai) es un verbo que implica un movimiento profundo, físico, interior, desde las entrañas (splanjna) como cuando decimos “me da un vuelco el corazón”. Es un amor que nace de las vísceras y es apasionado. Es un amor que afecta a toda la persona y la pone en movimiento hacia la persona amada. Es un amor profundamente espiritual, puesto que pone en marcha al ser humano para que pueda atender con la fuerza del espíritu la miseria humana presente en el otro necesitado y sumido en la miseria.

“Conmocionarse” es como un superlativo de emocionarse. Éste, etimológicamente significa moverse desde dentro, y es un movimiento interior, pero pasajero, pues una emoción suele durar poco tiempo. Una conmoción, sin embargo, es un movimiento que cambia la trayectoria de la vida. Es un movimiento que complica, es decir que co-implica a toda la persona en ese movimiento, tan interior que es profundamente espiritual, pero que se verifica en un despliegue de acciones de ayuda que expresan el amor puro y absolutamente gratuito. En el trasfondo del término griego del Nuevo Testamento hay una palabra de gran raigambre bíblica en hebreo, hesed, que se corresponde con lo que expresa el sentido etimológico auténtico del término castellano “miseri-cordia”. Si recuperamos para la palabra misericordia la fuerza de su sentido originario, purificándola de los aderezos e interpretaciones parciales, encontramos todo su sentido profundo, es decir, el amor propio del corazón que se dedica a atender cualquier situación de miseria del ser humano. El término hebreo, traducido como misericordia, es hesed, y una de sus correspondencias griegas es eleos mientras que otra es el verbo splanjnizomai. Tiene un matiz fundamental de gracia y de generosidad que supone una consideración del otro como persona valiosa aunque pueda tratarse de alguien visto como inferior. Es un derroche de gratuidad, es una acción liberadora y, en cierto modo, inesperada que va más allá de lo previsible. Es una inclinación amorosa en favor del otro, un amor desbordante que excede los límites de la justicia y por ello uno de sus frutos principales es el perdón. Éste es el amor de Dios Padre, que nos reconcilia en Cristo.

Merece la pena que nos recreemos también en la contemplación del último gesto del padre en el encuentro con el hijo a través de su besazo, verdaderamente efusivo. El verbo griego correspondiente al beso (katafileo) destaca el carácter extraordinario del mismo. Es un beso efusivo e insistente, que expresa una gran ternura y celebra en silencio la gran alegría de un padre conmocionado. El padre no paraba de besar a su hijo encontrado, se lo comía a besos. El besazo del padre abrazado a su hijo es el culmen del encuentro del hijo perdido y arrepentido con el padre misericordioso. Este amor indebido y gratuito es el que sale al encuentro de la libertad del hijo y lleva consigo la rehabilitación del hijo menor, convertido ya en criatura nueva. San Pablo nos dice hoy también que el que de Cristo es una criatura nueva (2 Cor 5,17-21).Y ése es el motivo de la gran alegría. Por ello hay que hacer fiesta grande.

Pero este encuentro no es posible sin un movimiento libre del hijo que reconoce la verdad de su culpa. Para tener la gran alegría de la rehabilitación se requiere la osadía de pedir perdón, un perdón que de parte de Dios está garantizado de antemano por medio de Jesús. Para hacer fiesta y poder experimentar la más profunda alegría que nos permite vivir como criaturas nuevas se requiere pues, pedir perdón, sentir de cerca al Padre y la fuerza entrañable de su amor y restablecer la fraternidad entre los seres humanos. Asimismo el padre muestra su cariño hacia el hijo mayor queriendo liberarlo de su obcecación para percibir la gratuidad del amor que él le está brindando continuamente, e invitándolo a participar de la fiesta del encuentro con el hermano perdido, de su habilitación y de su nueva vida.

Feliz domingo de la alegría por el perdón de Dios en Cristo, que nos hace criaturas nuevas.

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