Por A. Pronzato
-Mira, ese es un convertido... Y pregunto inmediatamente:
-¿Cuántas veces?
El informante, ante esta pregunta, queda perplejo.
Para muchos cristianos, la conversión representa un fenómeno excepcional, clamoroso, del que son protagonistas individuos que pasan de las tinieblas del error a la luz de la verdad, de una conducta perversa a una vida «ejemplar».
No sospechan que la conversión es un deber fundamental y habitual del cristiano, que se inscribe en el registro de lo cotidiano.
Son víctimas de un equívoco, según el cual se es cristiano (religiosa, religioso) de una manera definitiva.
Como uno que ha conseguido el doctorado, y es y permanece doctor o ingeniero para siempre. No. No se es cristiano, sino que simplemente uno intenta hacerse cristiano, se hace uno fraile o monja. Nadie puede afirmar que ha alcanzado de una manera estable esa meta. Se tiende hacia esa meta, que nunca se consigue de una vez para siempre. Y para «llegar a ser» es necesario convertirse.
La conversión es empeño de cada día. Fatigoso, doloroso. Instintivamente tendemos a escabullirnos, a desviarnos del camino. Por eso, nunca estamos allí donde deberíamos estar. Nunca estamos donde él está (aunque nos guste engañarnos pensando que él está de nuestra parte).
Siempre está más adelante. El piensa «distinto» que nosotros. El ama de «manera distinta» a la nuestra.
Entonces, convertirse significa precisamente caer en la cuenta de que no estamos en nuestro sitio. Que no estamos en su sitio. Que nuestra lógica es diferente de la suya. Que nuestros sentimientos resultan desentonados respecto a los suyos. Que nuestros pasos no están sincronizados con los suyos.
Y entonces cambiamos de ruta. Cambiamos cabeza, corazón, ojos, todo. Esta es la conversión. Que no se reduce a un pequeño ajuste, a un retoque de fachada, a un minúsculo cambio que no moleste demasiado, a un ligero, imperceptible desplazamiento, a una modificación insignificante, sino que comporta una transformación radical, un vuelco total, un completo cambio de arriba a abajo.
El tema de la novedad radical representada por la conversión está subrayada por Pablo (segunda lectura): «El que es de Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado». Pero Pablo reivindica para Dios la iniciativa de la conversión: «Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo».
Antes que decisión del hombre, la conversión es decisión de Dios -mediante la cruz de Cristo- a favor del hombre («... sin pedirle cuenta de sus pecados»). El perdón de Dios, pues, como punto de partida.
Esta reconciliación se ofrece a todo el mundo a través del ministerio de la Iglesia.
El texto de Josué (primera lectura) habla de la instalación de los israelitas en la tierra prometida. Se trata de un verdadero «evento pascual» paso de la esclavitud a una vida de libertad. También aquí se celebra la obra de Dios: «Hoy os he despojado del oprobio de Egipto». Y no por eso cesan los beneficios de Dios. El maná del Exodo es sustituido por «los frutos de la tierra de Canaán». El pueblo experimentará siempre la solicitud amorosa de Dios en su favor con los dones que recibirá de sus manos.
Resumiendo las dos primeras lecturas, podemos decir que la conversión implica:
-un rechazo del pasado, cuyas miserias quedan borradas por Dios;
-una apertura en dirección al futuro, bajo la enseña de la novedad y de la libertad.
Para mantenerse libres, sin embargo, el pueblo y cada uno deberán siempre emprender nuevos éxodos.
Pero el tema de la conversión se ilumina sobre todo por la parábola llamada del hijo pródigo (evangelio).
«Son evidentes, en esta narración, las líneas conductoras del mensaje: la conversión como descubrimiento de la posibilidad de perderse y de la voluntad obstinada de salvación: el antifariseísmo, como oposición a un `derecho adquirido', a una heredad carnal; la simpatía hacia aquellos que son capaces de movimiento, aquellos que `echan abajo el techo', que `alcanzan la orla del manto', que `trepan a los árboles', en polémica con el orgullo estático de los que no toman iniciativas porque se creen en su derecho».
Pero más que hablar del hijo pródigo, de esta criatura capaz de movimiento, quisiera referirme a ese otro personaje presente en la parábola, quiero decir al hermano mayor, figura estática, monumento irreprensible y, por tanto, constitutivamente incapaz de conversión.
El más joven es un «abusón». El mayor es un insoportable «poseedor de derechos».
No se mueve, porque se considera en su sitio. Enjaulado en la ley, en la observancia. «Quizás está en estado de gracia, pero no ciertamente en acción de gracia. No ha cometido faltas graves, pero vive sin amor. Su justicia le ha amargado».
Necesita seguridad. Y se siente «asegurado» en el hacer, en sus servicios exactos, sin una falta.
Mientras la profecía es un buscar seguridad en el impulso hacia adelante, en el día a día, en el camino arriesgado de la fe, él busca la seguridad en el inmovilismo, en la referencia exterior a un reglamento, en la obediencia sentida como imposición onerosa y como limitación.
En una palabra, el mayor es un calculador, un triste burócrata de la virtud, sin brillo alguno de vida, de alegría, de espontaneidad. Su perfección es ejecutiva, sin alma, sin creatividad. No solamente existe un abismo entre él y su hermano calavera. Sino, sobre todo, entre su mentalidad y la del padre. Caemos en la cuenta de que los dos se expresan con un lenguaje completamente opuesto.
El habla de novillos, cabras, bueyes, justo e injusto. El otro habla de persona encontrada, resucitada.
El mayor habla el lenguaje de la ley, del castigo, de la dureza. El padre habla el lenguaje del amor, del perdón, de la misericordia, de la ternura.
El padre se coloca en una perspectiva de gratuidad. El otro permanece atrincherado en una mentalidad de justicia distributiva.
En la parábola, a pesar de las apariencias, falta un «final feliz». Se dará solamente cuando el hijo mayor se convierta. El que se quedó en casa. El que se creía en regla. Es sin duda una conversión más ardua que la primera.
Es difícil convencerse de que el puesto, en la casa, no se puede «conservar», sino solamente «reencontrar» día a día, con capacidad de infinita sorpresa. Y que la fidelidad no es simplemente un «permanecer», sino un aceptar cotidianamente las novedades y la lógica paradójica y las desconcertantes iniciativas del Padre.
No es suficiente no abandonar la casa. Es necesario tener detrás al «viejo», que corre al encuentro del hijo escapado que vuelve. El padre ha podido ofrecerle el ternero cebado, el anillo, el traje mejor, las sandalias...
Pero no ha podido ofrecerle la acogida del hermano mayor. No estaba a su alcance.
Y, sin embargo, qué hermoso hubiera sido haber podido ofrecerle el corazón rebosante de alegría del hermano que quedó en casa. Un corazón dilatado por la bondad, por el perdón, y no entumecido por la mezquindad y por el mal humor.
De todo esto, desgraciadamente, no podía disponer...
¿Y tú? ¿Te sientes con fuerzas para poner a disposición un corazón «en fiesta», para que la casa resulte de verdad acogedora?
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