Son bastantes los cristianos que, instalados en una situación social cómoda, tienden a considerar el cristianismo como una religión que invariablemente debe preocuparse de mantener la ley y el orden establecido.
Por eso resulta tan extraño escuchar en labios de Jesús dichos que invitan no al inmovilismo o conservadurismo, sino al cambio profundo y radical de la sociedad: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!... ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división». No nos resulta fácil imaginar a Jesús como alguien que trae un fuego destinado a destruir tanta impureza, mentira, violencia e injusticia. Un Espíritu capaz de transformar el mundo de manera radical, aun a costa de enfrentar y dividir a las personas.
El que ha entendido a Jesús vive y actúa movido secretamente por la pasión de colaborar en un cambio total. Quien sigue a Jesús lleva la «revolución» en su corazón. Una revolución que no es «golpe de Estado», cambio de gobierno, insurrección o relevo político, sino búsqueda de una sociedad más justa.
El orden que con frecuencia defendemos es todavía un desorden, pues no hemos logrado dar de comer a todos los pobres, ni garantizar sus derechos a toda persona, ni siquiera eliminar las guerras.
Necesitamos una revolución que transforme las conciencias de las personas y de los pueblos. Herbert Marcuse escribía que necesitamos un mundo «en el que la competencia, la lucha de los individuos unos contra otros, el engaño, la corrupción, la crueldad y la masacre ya no tengan razón de ser».
Quien sigue a Jesús vive buscando ardientemente que el fuego encendido por él arda cada vez más en este mundo. Pero antes que nada se exige a sí mismo una transformación radical. «Solo se pide a los cristianos que sean auténticos. Esta es verdaderamente la revolución»
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