Es difícil hacerse cargo de la alegría que viene de Dios en medio de “la gran tribulación de este mundo”. La única fuerza para dominar el duro leño de la tribulación y el sufrimiento es la llama del amor de Cristo. Por eso, en el Corazón de Cristo tenemos el símbolo y la llave de esta divina alquimia, que cambia el sufrimiento en gozo y la pena en alegría.
El sagrado Corazón de Jesús presenta una nota de dolor, de tristeza, de cruz: el Costado herido de Jesús crucificado, de su Corazón traspasado brota sangre y agua... Sin embargo, las llamas que salen del Corazón de Jesús son llamas de amor y de un amor infinito... Sólo en este amor es posible comprender a fondo el misterio de la redención; un misterio que, aunque supone la cruz, abarca también la resurrección y una eterna glorificación.
Para poder conciliar esta antinomia de cruz y resurrección, de pasión y gloria, debemos tratar de penetrar en el misterio de Cristo, hasta lo más profundo de su Corazón: en él descubrimos una inefable alegría, alegría que es su secreto que es solamente suyo. Jesús es feliz, porque sabe que el Padre le ama. El Corazón de Cristo es el símbolo del amor infinito, del amor humano y trinitario que nos da Él por medio del Espíritu Santo que habita en nosotros. Fruto de este Espíritu es la alegría, que tiene el poder de transformar todo en alegría espiritual, alegría que ninguno puede arrebatar a los discípulos de Jesús una vez que le han encontrado.
Entonces pues una cosa es cierta: la verdadera alegría de Cristo nace del amor y el camino para conseguirla es la cruz. Doctrina difícil de comprender y que los mismos apóstoles comprendieron poco a poco, no obstante todo el tiempo que pasaron en la escuela de Jesús. Las palabras que dijo a los discípulos de Emaús podemos aplicarlas también a nosotros: “¡oh, necios y tardos de corazón para creer lo que habían predicho los profetas! ¿No era necesario que Cristo padeciera para entrar en su gloria?” (Lc 24, 25). Pero cuando lo comprendieron los apóstoles experimentaron una alegría comunicativa e irresistible, una alegría tan grande, que “salían del Sanedrín felices de haber sido ultrajados por amor el nombre de Jesús”.
Los que tienen una fe viva sienten en si mismos una plenitud de alegría (Jn 17,13), llevan una vida alegre y simple, viven “con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2,46), y esta alegría la comunican a los demás con la palabra y con el ejemplo, o, como el diácono Felipe, que encontrándose en Samaria “comenzó a predicar a Cristo” y “fue grande la alegría en aquella ciudad” (Hch 8,8) “aun en los sufrimientos de la prisión” y “los presos se ponían a escucharle” (Hch 16,24).
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