Nadie puede juzgar fácilmente a nadie. Del interior de las personas, de sus circunstancias, de los hechos que fueron jalonando sus decisiones, de su grado de libertad, nadie puede pronunciar un juicio certero excepto Dios. Solo podemos valorar, de acuerdo a pautas objetivas, pero no tan fácilmente siempre discernibles, sus actos externos. Sobre todo podemos medir en el tiempo las consecuencias, los frutos buenos o malos de sus acciones. Aún así, nada podemos saber de cómo todo ello encaja en el plan de Dios, en su providencia, en sus inescrutables designios.
Algo de eso pasa con el monje agustino Martín Lutero muerto en el año 1546 después de desgarrar la cristiandad, despojar de muchos de sus hijos a la Iglesia Católica e iniciar no solo una fragmentación imparable de sus seguidores más o menos cristianos, sino haber echado las semillas cizañosas que, a través del liberalismo ideológico -su bastardo descendiente-, envenenarán a Occidente, se propagarán cada vez más deformes en el marxismo, infiltrarán a la Iglesia y debilitarán cada vez más al mundo postcristiano -corrompiéndolo mediante la falsa democracia- frente a la avasalladora prepotencia del judaísmo masónico y del Islam.
Pero largo sería explicar el crecimiento de esta venenosa simiente, señalar sus raíces y mostrar todos sus frutos a partir de ella. Detengámonos hoy en un solo punto de los tantos con los cuales Lutero mutó la doctrina católica y que tienen que ver precisamente con el evangelio de hoy.
Porque es preciso decir que, si hay que juzgar a Lutero por sus propósitos, sus acusaciones, sus deseos de purificar a la Iglesia de excesos supuestos o ciertos, reales o calumniosos, que en ella creía detectar, se parece muchísimo a los peones impacientes que piden hoy al dueño del sembrado que se apresure a arrancar, antes de tiempo, la cizaña de en medio de su trigo. Y así armó lo que se armó.
Hay que decir, a su favor, que esa misma intransigencia, al comienzo de su vida monacal, intentó ejercerla consigo mismo. Lutero, fraile agustino, ordenado sacerdote en 1507, llevado por una especie de terrorífica noción de Dios, trató de vivir el evangelio con dura y rigurosa austeridad. Pero, como él mismo lo relata, a pesar de ello, no podía frenar los desordenados impulsos de su alma apasionada, de tal manera que -cuenta más tarde- vivía permanentemente angustiado por su estado de pecador y en vano acudía a terribles penitencias y a los sacramentos.
Es siete años después de infructuosos esfuerzos que se da por vencido y cree encontrar en San Pablo la afirmación de que las obras humanas, el ascetismo, los sacramentos, no sirven para nada y que solo nos salva la fe en Jesucristo. El hombre de por si -afirma- es malo, no goza de libertad, nace en pecado y vive en pecado toda su vida; pero, si cree en Jesucristo, éste se interpondrá entre el pecador y la supuesta ira de Dios y así, aunque permaneciendo pecador, será salvado. Dios descarga en la cruz de Cristo todo el peso de su cólera.
Este descubrimiento supuso para Lutero una especie de liberación. Del extremado rigorismo hacia su persona pasa a una especie de laxismo que, al mismo tiempo que a él lo suelta, lo hace terrible con sus adversarios: abomina de la obediencia a la jerarquía de la cual había hecho durante tanto tiempo regla de vida, se junta con la monja Catalina Bora, lanza incendios contra el celibato, la ascesis, la disciplina eclesiástica. Basado en su desdichada experiencia niega la eficacia de los sacramentos. Traduce la Biblia al alemán y, desde el antiguo testamento, con su religiosidad primitiva, sangrienta y belicosa, justifica toda violencia contra los católicos. Y, cuando la rebelión de los campesinos contra los príncipes, alienta la más cruel de las represiones. Así como, después, la caza y quema de brujas. Puesta su doctrina de la fe en manos ignorantes fomentó formas de libertinaje hasta entonces desconocidas y de las cuales, de una u otra manera, son herederas lejanas las espantosas formas de inmoralidad contemporáneas.
Porque, según Lutero, la fe todo lo perdona, todo lo justifica. Su famosa frase "peca fuertemente y cree más fuertemente todavía" se hizo, poco a poco, como bandera de toda una actitud de vida. Tanto más que, con el tiempo, la fe subjetiva de Lutero, transformada en puro sentimiento y despojada finalmente de Dios y de Cristo, se hizo norma de la modernidad. Todo lo justifica el parecer o el sentir de cada uno. Todo queda bendecido, santificado, bueno, con tal que "lo" sientas bien o, mejor, que "te" sientas bien.
Así el intento luterano de arrancar toda cizaña, todo mal de su propia vida y todo mal de la Iglesia, terminó en un incendio del cual aún siguen alimentándose casi todos los desastres de occidente y de adonde llega su esfera de influencia.
La Iglesia Católica prosiguió, empero, con su doctrina de siempre. Es verdad -enseña- que todo hombre nace despojado de la gracia sobrenatural y con una innata tendencia al egoísmo, al pecado, no siempre fácil de manejar y, librada a si misma, fomento de terribles males para el individuo y la sociedad. Mucho más si alimentada por la ignorancia o por falsas concepciones de vida; pero, a pesar de ello, el hombre conserva su naturaleza fundamentalmente sana, capaz de actos libres, de ser responsable de si mismo, de recibir la gracia de Dios transformadora de su persona en el encuentro de la fe.
Y la gracia no es simplemente el escudo de Cristo interponiéndose entre los rayos de la justicia divina y nosotros, sino una amorosa participación de la vida divina capaz de irnos curando y haciendo crecer lentamente... preludiando la metamorfosis definitiva de la gloria, de la resurrección.
Verdad es que, de por si, los sacramentos y la gracia no eliminan en nosotros toda tendencia al mal, todo desorden psicológico, toda posibilidad de pecado, como hubiera pretendido Lutero. Pero si recibidos piadosamente, si ejercitados en caridad, son capaces de ir mejorando y santificando la vida humana. Dios no cambia mágicamente nuestras debilidades naturales en virtudes heroicas; pero tampoco la gracia nos deja -si respondemos a sus inspiraciones y aprovechamos de sus fuerzas- en el mismo estado en el cual nos encontró. Por otra parte el estado de pecado con el cual todos nacemos, el llamado "pecado original", no se identifica -como lo hacía Lutero- con el egoísmo o con las malas tendencias o, como se llama técnicamente, con la 'concupiscencia', sino, precisamente, con la carencia de esa gracia sobrenatural, más allá de nuestra naturaleza, que Dios ofrece a todo hombre para llevarlo a su plenitud.
El concilio de Trento, reunido desde el 1545 al 1563 para tratar de rescatar a los cristianos del error luterano y del de tantos otros luego llamados 'protestantes', afirmaba paternalmente que ningún cristiano debía temer a las malas tendencias que podía descubrir en su alma aún después de bautizado y perdonado, porque esas malas inclinaciones, esa 'concupiscencia' -que no se reducía solo a lo carnal sino también a lo racional (la soberbia, el odio, la envidia...)-, "fomento del pecado" como también le llamaba, solo permanecía para el mérito, para la lucha, para probar el temple cristiano, para vivir en acción de gracias por el don de la gracia y del perdón (DS 1515). Esa cizaña que todos escondemos en nuestro interior permanece para nuestra humildad, para nuestra advertencia, para nuestro combate. Es inútil tratar de arrancarla orgullosamente de nosotros. Solo podemos enderezarla con humildad, con confesión, con ejercicio de las virtudes, con la ayuda de los sacramentos y de la gracia. Por ello el cristiano, que sabe la extraña mezcla de bien y de mal que esconde su camino a la perfección, siempre empieza sus oraciones y sus liturgias pidiendo perdón a Dios: "Pésame Dios mío"; "Yo confieso ante Dios todopoderoso..." Y, allí, como uno de los monumentos más preciosos de la gracia de Dios y de su respeto por la cizaña y por nuestras debilidades, están nuestros confesionarios, el sacerdote con su estola morada, el sacramento del perdón...
Por eso mismo, porque se comprende a si mismo, el católico también sabe comprender y perdonar a los demás. Abominará del corruptor y del delincuente, de la injusticia y de la mentira, pero guardará compasiva pena por el débil, por el pecador incapaz de manejar sus desviadas tendencias, por el que reconoce sus culpas y trata de superarlas, por la masa de los engañados y extraviados por el mundo de hoy, por los 'mass media', por la disolvente clase dirigente ...
"¡El paredón!", "¡hay que fusilarlos a todos!", "¡la guillotina!"... son todas expresiones de una visión poco realista de lo humano... La torpeza de todas las revoluciones no cristianas que, antes de caer en definitivas decadencias, en laxitudes contrarias a los rigores primeros, pasan por la etapa de las purgas, de los oscuros calabozos de la Conciergerie, de los archipiélagos Gulag: Cromwell y su hacha sangrienta, Calvino y sus hogueras, Robespierre el Incorruptible y M. Guillotin, los jacobinos, el Terror...
Se ve que algo de ello es lo que pretendían de Cristo sus discípulos. En realidad, algo de ello es lo que anunciaban las tremebundas profecías de venganza divina de los profetas del viejo testamento que tanto placían y a la vez atemorizaban a Lutero. La fulminante intervención del día de Yahvé, la aniquilación de los enemigos de Israel, lluvia de fuego y azufre sobre Sodoma y Gomorra ...
¡Que desilusión este Mesías que ejerce misericordia, que perdona pecadores, desconocido por los poderes del mundo, y que termina ignominiosamente colgado en una cruz!
No la ira divina ha venido a predicar, no enrostrar a los hombres su maldad y sus extravíos, sino a predicar el Reino, el tiempo de la paciencia de Dios, el pastor que viene a rescatar sus ovejas perdidas, el que se compadece de los pecadores, el que no aniquila sino que quiere curar a los enfermos, a los débiles, a los alejados... Nada del inflexible, el rígido, el implacable, el inclemente, el estrecho, el draconiano, el puritano...
La pedagogía de Dios sigue el ritmo de la vida; no la del revolucionario, la del verdugo, la del destructor... o la del programador de computadoras... La vida y más aún la vida del hombre, tiene su tiempo: el embrión que microscópico va desplegando las posibilidades de sus genes, el cerebro virgen que recibe los estímulos de la palabra, de la enseñanza, el lento ponerse de pie y comenzar a caminar, los primeros palotes, las sumas y restas, la reconvención paterna, el ejemplo, las semillas de cariño, la disciplina enseñada con amor, el duro golpe contra la realidad, la experiencia -aun la experiencia de la propia debilidad y del pecado-, y el anuncio misericordioso de la palabra de Dios, nueva semilla que habrá de ir, si quiere calar hondo, germinando lenta y pujante y echando raíces antes de convertirse en frondoso árbol...
Por supuesto que Jesús no confunde a todos en una misma bolsa: señala el error, hace reconocer el pecado, no sonríe en boba tolerancia a malos y buenos, llama al pan "pan" y al vino "vino", su palabra es "si" "si", "no" "no". No anda con vueltas democráticas ni ecuménicas ni sentimientos tontos: ama demasiado a los suyos como para afirmarlos en el yerro o en la insensatez o en la situación de pecado, pero tampoco alza piras de fuego, ni aterroriza a nadie, ni es capaz de apagar la pequeña mecha que todavía humea...
Decepciona a los suyos que quisieran un actuar fulminante, y empieza teniendo paciencia, antes que nadie, con los suyos, con los discípulos, con nosotros. Ni siquiera el traidor será castigado sino por sus propias manos y, solo por haber dudado de la misericordia de aquel que era capaz de perdonarlo aún de su traición...
Cuando la parábola llega a manos de Mateo la Iglesia ya ha comenzado a crecer vertiginosamente pero, obviamente, no todos los cristianos viven de acuerdo a su nueva dignidad de hermanos de Jesús. La experiencia secular de la Iglesia constituida por pecadores ya aparece clara en la comunidad para la cual escribe Mateo.
Pero lo mismo, a través de los siglos, la Iglesia tarde o temprano ha germinado siempre en frutos de santidad. Para el que quiera ver, la doctrina de Jesús, lentamente ha cambiado al mundo. Aún las falsas religiones que se le oponen no han tenido más remedio que adoptar muchísimas de sus verdades; aún los sistemas ideológicos que le niegan no pueden dejar de agitar, aunque transformadas y deformadas, muchas de sus banderas. De una u otra manera la levadura de Cristo ha fermentado toda la historia.
No: nada duradero de lo humano se construye sin tiempo y sin esfuerzo. Basta un puñal, una bala para acabar con una vida: solo años pueden formar un hombre y tanto más un cristiano y tanto más una sociedad recta y católica. Siempre ha sido más fácil destruir que construir.
Con enorme facilidad han demolido nuestra patria, arrinconado a nuestra Iglesia, infiltrado de estupidez y error sus mismas estructuras humanas. Y ya sabemos que no habrá milagros ni intervenciones prodigiosas para componer esto. Puede que en algún momento lluevan dólares o euros. Eso si que no costaría demasiado: un poco de sentido común, un poco de respeto por las leyes naturales, especialmente a la propiedad privada, un poco de honestidad en los negocios, un poco de ayuda de afuera, un poco de dejar trabajar al que puede y quiere, un poco de poner coto a la delincuencia de arriba y de abajo... Pero, ciertamente, no será fácil reconstruir la patria como patria, el sentido cristiano de la vida, la adhesión a los principios de Cristo, la vuelta de las mayorías a la Iglesia y de la Iglesia a sus carriles sobrenaturales. Es inútil pensar en revoluciones y golpes que no vendrán y que, si vienen, nada arreglarán. Contra las utopías nefastas de Lutero -y como señala la doctrina de Cristo- hemos de saber que siempre conviviremos con nuestras propias debilidades y las debilidades y pecados de los demás. Y, sin embargo, la de la reconstrucción en medio de los sembradores de cizaña no es una empresa que no puedan enfrentar doce hombres decididos, empezando por si mismos, por los suyos, por sus familias, por sus parroquias, por sus empresas, por sus escuelas... ayudados por la misericordiosa gracia de Dios.
Ya sabemos que el Reino -aquí plantado por nosotros- solo estallará gozoso y pleno, en que se refugien todos los pájaros del cielo, cuando arribemos a las orillas donde, a la derecha del Padre, Cristo y María reinan para siempre, en el Cielo.
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