Evangelización:
Comunidad Misionera para la Humanidad
Comunidad Misionera para la Humanidad
Mons. Erwin Kräutler
Obispo de Xingu, PA (Brasil)
domerwin@mac.com
Obispo de Xingu, PA (Brasil)
domerwin@mac.com
La humanidad pregunta a la comunidad misionera que “ha recibido la misión de anunciar al Reino de Cristo y de Dios” (LG 6): “¿Qué significa el anuncio de este Reino para los grandes problemas que amenazan la humanidad? ¿Cuál es la contribución (relevancia) de la comunidad misionera para la solución de esos problemas? Y nosotros, comunidad misionera, nos preguntamos: “¿Cuáles son esos problemas y cuál es la solución que podemos ofrecer al mundo, a la humanidad y, sobretodo, a los pobres? ¿Esos problemas tienen solución? ¿Qué significa “llevar el anuncio de la persona de Jesús, de Su Evangelio, como luz de Dios y paradigma de la humanidad (...) por medio de las acciones salvificas de la Iglesia”, como el Instrumento de Trabajo (IdT 18) de ese Congreso afirma? ¿Cómo transformar nuestra propuesta en un lenguaje secular, para que el siglo XXI la entienda como suya, mordente, enraizada en sus contextos y, al mismo tiempo, abierta al trascendente, de donde “se ha manifestado la bondad de nuestro Salvador y Su amor a los hombres” (Ti 3,4; DdT 19)?
De una manera semejante preguntó, en el fin del segundo siglo, un pagano ilustre, conocido con el
nombre de Diogneto, a la comunidad cristiana: ¿Quién es ese Dios y cual es su Buena Noticia, en la cual los cristianos depositan su confianza? ¿Cual es la propuesta de vosotros, cristianos, discípulos-misioneros, para un mundo que no tiene más muchas propuestas que valen para todos? ¿Cual es su proyecto? ¿Cuál es su secreto? Y el autor desconocido de esa Carta catequética a Diogneto responde: los cristianos no habitan ciudades a parte, no se sirven de idioma diverso de los otros (...). Viven en la propia patria, mas como peregrinos. Como ciudadanos, de todo participan, pero todo suportan como extranjeros. Toda tierra extraña es patria para elles, y toda patria, tierra extraña. (...) los cristianos residen en el mundo, mas no son del mundo. (...) Son elles que seguran el cosmos (La Carta la Diogneto, n. 1-7).
¿Qué significa “segurar el cosmos”? Ciertamente significa “celar” por la vida en el mundo, “cargar” todos quienes cuya vida está amenazada en las espaldas, “luchar” por la justicia de la resurrección y “confiar” en aquel Dios que se encarnó en ese mundo, para que tenga “vida en abundancia” (Jn 10,10).
El tema que me fue confiado, es lo de la misión universal de la Iglesia. Cuándo hoy en la Iglesia hablamos de “misión”, distinguimos – en vista de los destinatarios y de los agentes – siete u ocho
dimensiones diferentes. Misión puede significar “testimonio en el mundo”, “pastoral misionera”, “nueva evangelización”, “evangelización”, “ecumenismo”, “diálogo interreligioso”, “misión ad gentes”, “misión inter. gentes” y “misión allá-fronteras”. Todas estas actividades misioneras, en su conjunto, configuran “la misión de la Iglesia en el mundo”. Son piedritas que constituyen el mosaico de la misión universal de la Iglesia. “La comunidad misionera para la humanidad”, la “misión ad humanitatem”, es dirigida a todos los credos, inclusive al propio, porque “la Evangelización se dirige también a la propia Iglesia”, segundo el “Instrumento de Trabajo” (n. 20). Nuestra misión se dirige la todas las culturas, naciones, clases sociales y quintas.
Podríamos preguntar: ¿Ese tema no es por demás amplio? ¿Esa amplitud no nos hace olvidar nuestros problemas específicos? ¿Donde está nuestra identidad católica, donde la opción por los pobres, la defensa de los pueblos indígenas, donde la Iglesia local con sus Comunidades Eclesiales de Base, donde los ministerios, los laicos y el diálogo ecuménico y interreligioso? Ciertamente todas esas partes y sus ejes transversales (cf. IdT 1 y 13) serán trabajados en los grupos y en otras exposiciones de ese congreso.
En este momento, pero, me parece, debo mostrar que los rompecabezas eclesiales tienen su relevancia, o, como el Papa ha dicho en su Encíclica “Sobre la esperanza cristiana” (Spe salvi), su “más-valía del cielo” (SpS 35), para toda la humanidad. Esa “más-valía” envuelve la gracia de Dios, como don, y la acción nuestra como deber y respuesta. Las “Directrices Generales de la Acción Evangelizadora de la Iglesia en Brasil”, de 2008, advierten, que la sensibilidad del discípulo misionero para las cuestiones específicas de la realidad particular de nuestras Iglesias
“no lo exime de volver su atención para las grandes cuestiones que dicen respecto a toda la humanidad. En un mundo globalizado, en el cual las acciones y sus consecuencias ultrapasen fronteras, es imposible cerrar los ojos para aspectos que atingen (...) en especial los marcados por la pobreza, por la exclusión, por la violencia y por la persecución (DGAE 207).
El amor a Dios y al próximo es inseparable. A lo que me parece, mi tarea es costurar aquel hilo que da cuenta de un mundo humano y de una responsabilidad misionera en expansión, como el propio cosmos.
Voy a presentar tres dimensiones de ese largo camino de nuestra responsabilidad misionera entre el contexto local y los confines del mundo: (1) La relevancia de la comunidad misionera para la humanidad brota de la “naturaleza misionera de la Iglesia”. (2) Piedras preciosas y piedras de tropiezo en el caminar de la comunidad misionera al encuentro de la humanidad. (3) Nuestro compromiso con la humanidad.
El argumento de la “naturaleza misionera” es un argumento interno de la Iglesia, que afirma la necesidad y continuidad permanente del paradigma misionero. Después de Aparecida, la Iglesia convoca nuevamente los bautizados para que asuman su discipulado en régimen de urgencia (DA 289, 368, 518). Esa movilización misionera no debe ser considerada algo extraordinario, tampoco como prerrogativa de una u otra Iglesia local o de sectores pastorales o movimientos específicos. Segundo el Vaticano II, la naturaleza misionera hace parte de la normalidad y de la razón de ser eclesial: “La Iglesia peregrina es, por su naturaleza, misionera. Pues ella se origina de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, segundo el designio de Dios-Padre” (AG 2).
Desde el Concilio, el magisterio latino-americano ha retomado esa afirmación fundamental en varias ocasiones (cf. SD 12, DA 347). Aparecida, en la “Tercera Parte” de su texto conclusivo, dedicado a la acción pastoral, diseña una Iglesia que vive “en estado de misión” (DA 213). También las “Directrices Generales de la Acción Evangelizadora de la Iglesia en Brasil 2008-2010” colocaran en su parte central el sueño del discipulado misionero “in una Iglesia en estado permanente de misión” (DGAE 47-101). Los textos insisten en devolver la cotidianidad misionera a la Iglesia en todas sus instancias. También el discurso teológico debe ser marcado por la naturaleza misionera de la Iglesia, y representa no una disciplina entre otras, mas una teología de la misión que atraviesa todas las materias teológicas. La Teología de la Misión es, al mismo tiempo, teología fundamental y pastoral, discurso nuclear de radiación, discurso ‘performativo’ y no solamente ‘informativo’” (SpS 4), o sea, un discurso que podrá transformar nuestra vida y la de los otros.
¿De qué se trata en esa “naturaleza misionera”? La comprensión del termino “naturaleza” tiene una larga historia, de la cual captamos lo esencial, para responder a la pregunta. Desde la fe, los cristianos comprenden el mundo como creación divina que atraviesa un orden natural marcado por racionalidad y sentido. Mas la fe nos advierte también que mundo, naturaleza y humanidad son envvueltos en una “ruptura” o “escisión” de la racionalidad original; son marcados por el pecado que no permite más, sin los esclarecimientos de la Revelación, considerar lo natural (“la naturaleza”) simplemente como bueno, racional y ético.
La “naturaleza misionera” tiene sus fundamentos en el orden de la creación y de la redención; esa está unida a la creación, porque se trata en la “naturaleza misionera” de una “naturaleza” que coincide con la “esencia” y el “ser” de la naturaleza creada, de la cual la humanidad hace parte; esa está ligada a la redención, que los cristianos interpretan como recreación, porque se basa, segundo la revelación, en la naturaleza redimida por la nueva orden del resucitado que envía sus discípulos como misioneros a los “confines del mundo”. La naturaleza misionera, a veces también llamada de “esencia misionera”, es vivida por personas redimidas por la gracia, que, pero, continúan pecadoras.
La “naturaleza misionera” de la Iglesia no es una “cuestión disputada” o negociable. En sus desdoblamientos, en su mediación y práctica histórica, pero, ella es sujeta a discernimientos, discusiones y negociaciones, como es fácilmente verificable, se comparamos, por ejemplo, los chamados Coloquios, de 1524, en los cuales los doce franciscanos exponen a los líderes religiosos indígenas sobrevivientes de la conquista del México la nueva orden cristiana, con el Documento de Puebla (1979) o los escritos de un José de Anchieta con el diario de un Vicente Cañas, martirizado, en 1987, como defensor del pueblo Enawene-Nawe, en el río Juruela, en el Estado de Mato Grosso (Brasil). La “naturaleza misionera” es “esencia” en sentido metafórico, porque es “principio”, y, como tal, hace, antológicamente, parte de los orígenes, pero pertenece al tiempo de la Iglesia y es históricamente vivida. Por ser de los orígenes y por no excluir a nadie, se dirige como responsabilidad universal a todos con el proyecto de Jesús, el Reino de Dios.
Las múltiplas afirmaciones de la “naturaleza misionera” de la Iglesia en documentos recientes no
permiten la conclusión de que esa naturaleza ha sido olvidada. Esa ha sido, en varias épocas y regiones del mundo, oscurecida por la proximidad de la Iglesia al poder. El poder sea expresión de regímenes coloniales, imperiales, dictatoriales o aun democráticos, ha procurado siempre transformar la misión en ideología y neutralizar la presencia de la Iglesia junto a los pobres, cuya existencia denuncia la violación de sus derechos y culturas por los respectivos regímenes.
Segundo la fe cristiana, origen y naturaleza misionera nos han sido reveladas por Jesús Cristo. La
misión tiene su origen en la misión del Dios trinitario (“misión de Dios”) y su finalidad en la salvación de la humanidad: “Para que tengan la vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Y esa misión se prolonga por el envío de los discípulos por Jesús resucitado en el Espíritu Santo: “Como tu (Padre) me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo” (Jn 17,18).
La identidad entre Jesús histórico y Jesús resucitado es marcada por sus llagas en las manos y en su lado abierto por la lanza. El Resucitado les “mostró las manos y el lado, y los discípulos exultaran por haber visto al Señor” (Jn 20,20). Jesús de Nazaret, el “Enviado del Padre” (Jn 20,21), “asumió toda la naturaleza humana” (AG 3). La naturaleza misionera de la Iglesia encuentra su identidad en ese origen del envío de Dios y de la asunción de la naturaleza humana. La identidad de Jesús pre y pos-pascal apunta para la identidad de la misión de los discípulos y para la naturaleza misionera de la Iglesia que, segundo San Pablo, tiene como núcleo kerigmatico el escándalo y la locura de “Cristo crucificado” (1Cor 1,23). Pobres señales marcan el caminar de la comunidad misionera: el vacío, la abertura, la partición, la ruptura, la caminada, la cruz y la hostia sagrada. El presepio y el sepulcro están vacíos; la porta del cenáculo está abierta, la genealogía de Jesús, interrumpida por el Espíritu Santo. La Iglesia es sierva, peregrina, huésped, instrumento, señal.
La Iglesia peregrina y misionera, fundada en la fiesta de Pentecostés, fiesta del don de la Ley en el Sinai para los judíos, y, para los cristianos, fiesta del don del mandamiento nuevo, por tanto, de una ética y práctica nueva. En esta fiesta los discípulos y discípulas han sido enviados en misión en la unidad del Espíritu Santo. La partir de Pentecostés, la comunidad eclesial aprendió que su tarea es de formar, convocar y enviar a servos del Reino y testigos de la resurrección. Mas los discípulos estaban aun muy presos a Jerusalén, al Templo, a la tradición heredada de los judíos, a sus familiares. Entonces sucedió algo inesperado, la destrucción de Jerusalén por los Romanos, en el ano 70. Pentecostés, destrucción y expulsión de Jerusalén marcan el inicio de la misión universal de la Iglesia, que desde aquel tiempo no tiene más patria, ni cultura propias.
En el Espíritu Santo, la comunidad misionera es enviada para articular universalmente los pueblos y las culturas in una grande "red" (cf. Jn 21,11) de solidariedad, diversidad y unidad. Del envío nacen comunidades páscales que procuran contextualizar la utopía del primero día de la nueva creación. De las comunidades nace el envío. La misión es el corazón de la Iglesia. Y ese corazón tiene dos movimientos, envío y convocación; envío a la periferia del mundo y convocación la partir de esa periferia, para la liberación del centro. Bajo la seña del Reino, propone un mundo sin periferia y sin centro.
¿Pero quién es ese destinatario de la comunidad misionera? ¿Quién es ese “mundo”, quién esa “humanidad”, hoy, en el año 2008? ¿Cuales son sus problemas y cual es nuestra boa noticia, por la cual vale la pena de dejar padre y madre, casa y patria, y que podemos ofrecer, talvez no siempre como “la solución”, mas como una mirada nueva que da sentido a lo que encontramos, enjergamos y vivemos? ¿Como ser feliz en medio a un mundo sufrido? O, como nuestro cantor Gonzaguinha canta:
Nuestro optimismo misionero no huye de la realidad, del sufrimiento y de los pobres, víctimas de las cinco grandes crisis de nuestro planeta tierra, que son la crisis del modelo económico, la crisis social, la crisis ecológica, la crisis cultural y la crisis democrática. Los problemas centrales de la humanidad que emergen de esas crisis múltiplas y conectadas, en este inicio del siglo XXI, son los siguientes:
a) La polarización económica de la sociedad mundial, in una concurrencia feroz, donde no aquel que es más humano gana, mas aquel que produce más barato. Crecimiento y expansión se tornaran dos palabras mágicas, apoyadas por tecnologías cada vez más sofisticadas a servicio de la substitución de trabajadores.
b) Aquel que produce más barato es aquel que se sujeta a condiciones de un trabajo penoso, que la máquina y los computadores todavía no consiguen resolver. Al trabajo penoso y de curta duración acompaña un salario indigno, sin garantía de derechos sociales, de educación de los hijos o aposentaduría. Los destinatarios privilegiados del kerigma misionero son los pobres, los mal empleados y los desempleados, los emigrantes, los que mueren antes del tiempo porque no tienen un servicio sanitario que los ampare.
c) La exploración irracional atañe no solo a nuestro hermano operario, indígena o emigrante, mas
también a nuestra hermana naturaleza. La responsabilidad de esa dilapidación de la naturaleza, de la devastación de nuestras florestas y de la biodiversidad “coloca en peligro la vida de millones de personas”, en especial la vida de los “campesinos y indígenas, que son expulsos para las tierras improductivas y para las grandes ciudades, para vivir amontonados en los cinturones de miseria” (DA 473).
d) La crisis cultural se manifiesta, por un lado, como crisis de sentido y, por otro lado, como fundamentalismo con sus ramificaciones en las grandes religiones y en las ideologías filosóficas y políticas. La disolución del sentido de la historia humana in una mera historia natural y la afirmación del sentido único como negación del reconocimiento del otro y del pensamiento diferente, que recibe apenas un estatuto de hecho, mas no de jure, o viceversa, representan un potencial permanente de guerra y violencia.
e) Después que se hicieran guerras para la implantación de la democracia, hoy esa democracia liberal se encuentra in una profunda crisis estructural por la confusión de los poderes (ejecutivo, legislativo y judiciario) y por la ética. La democracia liberal no permite la participación satisfactoria del pueblo, sobretodo de los pobres y de los excluidos. Los que tienen el poder económico consiguieran reducir el Estado a un Estado mínimo que no interfiere en sus intereses. Este Estado mínimo favorece a las elites, no consigue controlar la acumulación del capital en las manos de pocos, ni la corrupción, ni los medios de comunicación, que divulgan la ideología del “costo-beneficio” como se fuera el primero mandamiento de un código éticamente correcto.
f) La justicia de nuestros países se convirtió in una justicia formal, morosa y carísima, que actúa, muchas veces, lejos de los lugares donde acontecen las injusticias, y no permite a los pobres, que desconocen los tramites legales y no consiguen pagar abogados competentes, alcanzar su derecho básico (¡hablar de la Hn. Dorothy!).
Delante a esa montaña de problemas, cada sociedad, estado y gobierno precisa resolver o equilibrar cinco tareas:
1. Crear o sustentar un cierto bienestar económico (material) de todos sus ciudadanos. Las deudas de la humanidad crecieran (inclusive del Banco Mundial y del FMI) hasta el punto de tener certeza de que no existe la posibilidad de cumplir esa exigencia con el prefijo de capitalismo neoliberal.
2. Promover la cohesión y solidariedad social interna, que es atropellada por la concurrencia del mercado globalizado que vive de la exclusión y no de la integración de los ciudadanos. Exclusión, redistribución, integración social por el trabajo y participación del lucro se tornaran, como derechos humanos, nuevos problemas para el poder judiciario, sin preparo para tal tarea.
3. Garantir el reconocimiento cultural (étnico, religión, genero, quinta) del otro in un pacto de tolerancia, que tiene su base no solo en los hechos, mas en los derechos (derechos humanos, dignidad humana).
4. Celar por la libertad y participación política de todos in un sistema democrático cuyo funcionamiento no depende del tráfico de influencia del grande capital.
5. Finalmente es preciso instalar un sistema jurídico que garantiza la aplicación de la ley para todos e inhiba la corrupción en todas las instancias, inclusive en el propio aparejo de justicia. No es fácil incorporar el llamado clientelismo, una herencia del sistema patriarcal, en la base de los clanes familiares (¡vease el problema de la corrupción, también en África!) a las reglas de un Estado moderno.
Admitimos con realismo que el equilibrio entre esas tareas es difícil, el equilibrio, por ejemplo, entre el bienestar económico, la solidariedad social y un sistema verdaderamente democrático. No existe ningún gobierno en el mundo que, por un tiempo prolongado, hubiera conseguido ese equilibrio. Existen algunos modelos políticos que consiguen enfatizar apenas uno de estos aspectos y que, periódicamente, entran en crisis:
– el modelo anglo-sajón, que incorporó la ideología neoliberal y favorece la expansión y el bienestar económico para una faja considerable de sus ciudadanos, ha reducido, pero, la solidariedad institucional para pobres;
– el modelo socialista, que enfatiza la igualdad y el bienestar social de los ciudadanos, en detrimento de una economía próspera y de las libertades políticas;
– el modelo asiático (los llamados tigres asiáticos, Singapur), que consigue prosperidad económica y social por el precio de encogimiento democrático y dirigismo político;
– el modelo indígena y campesino talvez sea el modelo que mejor consiga equilibrar la cuestión del territorio (colectivo y familiar), que es tierra para vivir y no para tirar grandes lucros, y del poder político como servicio a la comunidad; se puede aprender mucho de las sociedades indígenas, pero no se puede copiarlas. Nuestras sociedades nacionales y transnacionales son mucho más complexas por la industrialización y por la grande multitud de personas que en ellas procuran vivir.
Por un momento, en el inicio de la segunda mitad del siglo pasado, parecía ser posible domar el capitalismo en el interior de un sistema democrático y social en los países centrales. Mas este equilibrio era pagado por el precio de la tercerización de la miseria de eses países a la periferia del mundo industrializado.
Surgió un muro entre Primero y Tercero Mundo. Constatado el fracaso de ese equilibrio y descubierta esa artimaña de los países centrales que viven a costas de los países periféricos, se instalaran movimientos, sobretodo en el entonces llamado Tercero Mundo, que procuraban equilibrar los tres polos, dando más énfasis a la solidariedad social, en detrimento de la libertad política. En su conjunto fracasaran igualmente.
Ahora, en el mundo globalizado sin fronteras geográficas y políticas, no tiene más adonde exportar la miseria. Todos los países reproducen el Primero y el Tercero Mundo en el interior de sus propias fronteras.
Eso nos posibilita y obliga también a globalizar la solidariedad y a la búsqueda común de alternativas.
Nuestro propio 3o Congreso Misionero Americano (CAM 3–Comla 8) es expresión de esta voluntad de colaborar más en el eje Norte-Sur, de globalizar la esperanza y de afirmar que existen alternativas. Los problemas levantados no son naturales. Fueran criados por la propia humanidad, lo que nos da la esperanza de que la propia humanidad puede conseguir su solución.
Acreditamos que un otro mundo es posible, porque el trepé entre crecimiento económico, seguridad social y democracia política no funciona, ni ofrece una perspectiva universal. El equilibrio entre acumulación capitalista (crecimiento), integración social y legitimación democrática, pasada por el cedazo del cálculo de costo-beneficio y de inversión-lucro, no puede funcionar. Y no debemos entrar en el juego de alternativas perversas: democracia con hambre y miseria, o bienestar material sin participación, sin libertad política y sin horizonte de sentido, o prosperidad económica del país con dictadura y hambre (el país va bien; el pueblo, mal), o prosperidad política y económica para las elites y miseria para el pueblo.
En los discursos políticos hoy, pocos gobernantes tienen la audacia de prometer la integridad de estructuras sociales y las promesas de la democracia moderna delante de la mercantilización de la sociedad mundial. Esa sociedad-mercadería devora los recursos naturales para producir siempre nuevos productos desnecesarios, y devora por la concurrencia estructural los recursos morales de la democracia que se debería alimentar de la solidariedad colectiva.
La visión de una sociedad transnacional de ciudadanos que no se subyuga a los imperativos del mercado de las siempre nuevas mercaderías y de la concurrencia eliminatoria, mas que forja una democrática participativa, para regenerar la solidariedad en escala mundial, representa el desafío de la época. La única arma de curar las feridas de la modernidad es la propia modernidad. Precisamos del veneno para destilar la vacuna contra el veneno. Contra las faltas graves de las nuestras democracias, del sistema jurídico, de la economía desreglada, del no-reconocimiento del otro, no existen recetas mágicas. No pueden ser corregidas por la pre ni por la pos-modernidad.
¿Nosotros, discípulos-misioneros: que podemos hacer? ¿Que podemos proponer? Delante de la gravedad de eses problemas, todos somos aprendices. No tenemos una receta pronta o un otro mundo que podríamos escoger para nuestra misión, a no ser este que podemos recorrer con siempre novas actitudes, con la luz del Evangelio y la razón de nuestra esperanza.
Las víctimas de las lógicas de expropiación y exclusión no nos cobran soluciones técnicas, mas participación en la gestación de la propia acción misionera de la Iglesia, que podría tornarse un ensayo para transformaciones más amplias; nos cobran señales de justicia y razones de esperanza. Nuestra tarea de discípulos-misioneros es la del profeta peregrino, que denuncia y anuncia, que vive otros valores (partición, solidariedad, gratuidad) y busca apuntar para el otro mundo posible, que para nosotros tiene su matriz en el Reino de Dios. Nuestros sueños, nuestra visión del mundo y nuestra esperanza tienen un impacto sobre el mundo universal, porque a través de eso – sueño, visión, esperanza – somos capaces, como leemos en la Carta a Diogneto, de “aferrar el cosmos”. Para fortalecer a nuestros hombros para tal tarea, precisamos cuidar de nuestra identidad. Son cuatro arrimos que nos pueden ayudar a aferrar el cosmos de nuestra naturaleza misionera. Vivemos esa naturaleza universalmente contextualizados, en la unidad plural del Espíritu Santo, en la gratuidad y en la esperanza de los y con los pobres.
3.1. Universalmente contextualizados
¿Como se situar en ese mundo, entre aislamiento y aggiornamento, entre despojamiento y enriquecimiento? ¿Como traducir los artículos de fe, las señales de justicia, las imágenes de esperanza y las prácticas de solidariedad para los interlocutores del mundo moderno? El contexto de la misión tiene su fundamento teológico en la proximidad de Dios al largo de toda la historia de salvación y en el seguimiento de Jesús, que en virtud de la encarnación se aproximó de la humanidad (cf. GS 22). El Dios de la historia de la salvación judío-cristiana es un Dios próximo al su pueblo. En el decir de Santo Irineu, Dios está próximo de cada persona humana a través de sus dos manos extendidas, que son el Hijo y el Espíritu Santo. La mediación histórica y contextual del proyecto de Dios hace de la historia y del contexto un sacramento de su presencia. La misión inserida en el corazón de la historia y cultura de cada pueblo “es un imperativo del seguimiento de Jesús y es necesaria para restaurar el rostro desfigurado del mundo” (SD 13b). La analogía entre la encarnación de Jesús de Nazaret y la proximidad contextual hizo la reflexión misionologica batir el paradigma de la enculturación. Con la enculturación, la Iglesia se torna “un sinal más transparente” y “un instrumento más apto” (RM 52) para anunciar el Evangelio, no como una alternativa a las culturas, mas como su realización profunda. Vivemos la enculturación universalmente contextualizados.
Existen dos dimensiones opuestas de la universalidad: la universalidad de la opresión y la universalidad de la liberación. A la universalidad como hegemonía, por la cual un poder político, económico o cultural se sobrepone sobre los otros, se opone la universalidad de las causas de los pobres y de los otros que se procuran libertar de esa hegemonía. La alianza de los otros con los pobres es anti-hegemónica. La universalidad como hegemonía produce la exclusión de grandes parcelas de la humanidad del progreso y bienestar social. La universalidad de las causas y alianzas visa a la participación de todos en la gestación de los haberes de la humanidad.
Por su universalidad, todas las causas del Reino representan los desafíos de una comunicación intercultural con los diferentes: con sabidurías populares y laicas, con experiencias religiosas, con
temporalidades diferentes (tempos lineares y circulares), con geografías diferentes (proyectos locales, regionales, internacionales), con jerarquías diferentes (ancestrales, patriarcales, comunitarias, funcionales, democráticas), con visiones y valores diferentes con respecto a la productividad económica. Solo con un adiós la una visión teológica monocultural, regional y descontextualizada se consigue dar cuenta de esa complejidad de la naturaleza misionera.
Es importante con la universalidad (no-exclusión, participación de todos, confines del mundo) no
olvidar las diferencias de los contextos. No existe algo más contextualizado y más universal que el sufrimiento de los pobres. En el equilibrio articulado entre el universal y el contextual está la posibilidad de una comunicación en favor de las múltiplas causas embutidas en la causa del Reino. La solidariedad, que es universal, debe ser construida la partir del río y de la calle del propio pueblo. El proyecto hegemónico, que impone valores, objetivos y horizontes regionales, es el enemigo de la universalidad contextual. La universalidad contextual de los pobres presupone el largo camino de la construcción de un proyecto común.
Sin ese proyecto, mediado por valores universalmente concordados como justicia, solidariedad, igualdad, libertad, participación y tolerancia, también los proyectos históricos de cada grupo étnico-social pierden la característica de una "causa" que puede ser defendida por todos.
El universal “tanto más promueve y exprime la unidad del genero humano, cuanto mejor respecta las particularidades de las diversas culturas” (GS 54). La universalidad crece con la proximidad, que es "cognitiva" en su memoria, "sensitiva" en su mirada y en su escucha, y "emocional" en su compasión.
Universalidad y proximidad estructuran los paradigmas de la enculturación y de la liberación. La meta de la enculturación es la liberación, y el camino de la liberación es la enculturación. El paradigma de la liberación visa a la no-exclusión, por tanto a la participación de todos, a la universalidad de la justicia, de la solidariedad y del amor. Los esfuerzos por la liberación ganan profundidad con su arraigamiento contextual. La universalidad del horizonte de las causas del Reino puede ser entendida como alternativa a los grandes discursos y proyectos que emergen de la globalización económica (competición, lucro-beneficio, consumismo), como articulación de múltiplos proyectos de vida, que une la responsabilidad universal, por el conjunto de la humanidad y del planeta Tierra. El anuncio y la práctica universal del amor mayor y el anuncio del Reino como "liberación del cautiverio de la corrupción" (Rm 8,21; LG 9), por ser antisistémico, es para todos.
3.2. Unidad en la diversidad
El Vaticano II permitió, a través de nuevos tópicos como “Iglesia local”, “contextualización”, “inserción” (enculturación), “diálogo”, repensar muchos presupuestos de la universalidad de la Iglesia. La unidad de la misión es una unidad en la diversidad del Espíritu Santo. Las múltiplas respuestas de las culturas no son un accidente de trayecto, pero deben ser positivamente interpretadas como participación en la creación del mundo. Y, en ese mundo, pueblos e individuos defienden su identidad siempre en contraste con la alteridad. De ese contraste nace el imperativo de la pluralidad en unidad. Esa unidad no es la de la metafísica u ontología del genero humano, mas la unidad construida a través de la razón, de la verdad, del sentido último presentes en múltiplos proyectos de vida que se manifiestan en múltiplas voces. La vida es generada no en el encuentro consigo mismo, mas en el encuentro con los otros. El pluralismo cultural tiene sus desdoblamientos en el pluralismo religioso. El reconocimiento explícito de la libertad religiosa por el Vaticano II, a través de la Declaración Dignitatis humanae, es un de los presupuestos de la misión. En la mayoría de las Iglesias y entre una mayoría de los fieles, hay un consenso de que la alteridad religiosa es irreducible. Y esa alteridad religiosa remete al diálogo interreligioso. El diálogo, como instrumento de comprensión, respecto y convivencia pacífica, en el interior de un pluralismo cualquiera, tiene “siempre un carácter de testimonio, dentro del máximo respecto por la persona y por la identidad del interlocutor” (Puebla 1114).
El pluralismo y el diálogo como instrumento transdisciplinar de comunicación tienen un horizonte
universal, atrayente y responsable delante de los no-participantes del respectivo diálogo. Todos deben participar de las discusiones de las grandes causas de la humanidad (justicia, igualdad, solidariedad y paz). La unidad es el menudeo de la universalidad. Construir la unidad significa derribar “muros de la separación” (cf. Ef 2,14). “Anunciar la Buena Nueva a los pobres” significa derribar uno de los muchos muros de separación que la sociedad permitió construir no solo entre países, mas también en el interior de cada Estado y persona.
Al contar la parábola del buen samaritano (Lc 10,25ss), respondiendo a la pregunta sobre lo que se debe hacer para obtener la vida eterna, Jesús propone derribar no solo el muro étnico entre samaritanos y judíos, entre mestizos impuros y judíos puros, el muro clerical entre sacerdotes y laicos, mas también el muro entre secta marginalizada y religión oficial, entre justos y pecadores, entre discurso y praxis, entre verdad y amor. Seguir la “falsa” religión de los samaritanos no impide, segundo la parábola, hacer el cierto delante de Dios. El cierto y decisivo para la vida eterna no es la pertenencia al grupo cierto, mas se llama práctica de la justicia mayor y de la caridad, articulación de la diversidad no-excluyente y superación de diferencias exclusivas.
Derribar muros, marcados por la “corrupción del pecado”, significa recuperar la imagen de Dios en los rostros humanos y la comunicación libre entre iguales y diferentes. En ese proceso que religa la orden de la redención a la orden de la creación, Jesús histórico y pos-pascal se coloca al lado de la samaritana, del emigrante, del leproso, del pobre, de la otra y del pecador. Él construye unidad a partir de la asunción y de la articulación de la humanidad mutilada en sus contextos y en los confines de sus mundos. Delante de las “apariencias sufridoras de Cristo” en las apariencias de la humanidad en “situación de extrema pobreza” (Puebla 31ss), donde el despojamiento de la encarnación y redención asume su relevancia histórica y salvifica, caen todos los muros. Es bueno acordar, Jesús no ha sido pedrero. No construyó muros. Él fue carpintero, hizo puertas y ventanas.
El Vaticano II nos habla de una manera nueva de la pertenencia a la “católica unidad del pueblo de Dios”: “A ella pertenecen o son ordenados de modos diversos sea los fieles católicos, sea los otros creyentes en Cristo, sea, en fin, todos los hombres en general, llamados a la salvación por la gracia de Dios” (LG 13d).
La misión colabora con tareas específicas en eses tres niveles. Ad intra trabaja la identidad de la fe y la partencia de los fieles católicos a la Iglesia Católica. El trabajo ad intra se desdobla en la práctica de su responsabilidad ad extra, que no visa a la integración corporativista de los otros en la Iglesia Católica, mas a la partición de los dones que cada un ha recibido a servicio de los otros (cf. LG 13c) y de la construcción de la paz universal. El pluralismo religioso es expresión de la “católica unidad del pueblo de Dios”, que es unidad en el Espíritu Santo. Él es el “principio de unidad” (LG 13a). La Iglesia Católica hace parte de la “católica unidad”, mas no es idéntica a ella. También los otros creyentes en Cristo y la humanidad pertenecen la esa “católica unidad”. La justicia de la resurrección no es privilegio de una u otra denominación cristiana. Por la voluntad salvifica universal de Dios “debemos admitir que el Espíritu Santo ofrece la todos la posibilidad de se asociaren, de modo conocido por Dios, a este misterio pascal” (GS 22). La alteridad no es complementar a la identidad, mas su condición de ser.
La unidad definitiva entre los cristianos y la humanidad como un todo debe ser vista en un horizonte escatológico. “Quién apostar en una unificación de las religiones como resultado del diálogo interreligioso, solo podrá decepcionar-se. Esa unificación difícilmente se realizará dentro del nuestro tiempo histórico.
Talvez no sea ni deseable”, escribió el entonces cardenal Ratzinger algunos anos atrás. Lo que era ayer considerado “idolatría”, “herejía”, “fetichismo” o “perfidia”, hoy, en el interior de la Iglesia Católica, es cortejado como religión con “llamaradas de aquella verdad que ilumina a todos los hombres” (NA 2b). En otros textos del Vaticano II, las religiones no-cristianas son consideradas una “preparación evangélica” (LG 16, cf. EN 53), “pedagogía para Dios” (AG 3a) o “semillas del Verbo” (AG 11b, LG 17). Los tópicos de la preparación del Evangelio en las culturas no-cristianas y de la procedencia en esas de todo lo que es bonito, bueno y verdadero del Espíritu Santo es lugar común en la tradición católica (cf. AG 15; 17; GS 22,5; 26,4; 38; 41,1; 57,4). Transitorias son no las religiones no-cristianas, mas nuestra comprensión de esas. “La ortodoxia”, afirmó la Comisión Teológica Internacional aun en 1972, “no es un consentimiento a un sistema, mas la participación de una caminada de la fe”.5 Cuando nos asalta la voluntad de arrancar toda cizaña de la historia, el Evangelio nos acuerda del horizonte escatológico de la cosecha (cf. Mt 13,24-30).
3.3. Gratuidad
En el mundo competitivo y excluyente, donde todo vale solamente por su precio de mercado, la misión está vinculada a la derrota del reino de la necesidad (“costo-beneficio”) y a la recuperación de un espacio y proyecto alternativos de no-mercado y gratuidad. La comunidad misionera confía en la atracción de su testimonio gratuito. Su "marketing" dispensa propaganda y armas. Los espacios de gratuidad inherentes al cristianismo son espacios de resistencia delante de espacios hechos territorios de lucro. El lucro particulariza y privatiza. El mercado no es para todos.
En Aparecida, la Iglesia se autodenominó “casa de los pobres” (DA 8, 524). Su espacio es un espacio alternativo, que está configurado por la gratuidad de la cruz de Jesús de Nazaret y de la experiencia pascal de sus discípulos. Esa gratuidad de la cruz no es el prefacio de la historia de liberación y emancipación, mas su eje permanente: “el amor de donación plena, como solución para el conflicto, debe ser el eje cultural `radical` de una nueva sociedad” (DA 543). “En la generosidad de los misioneros se manifiesta la generosidad de Dios, en la gratuidad de los apóstolos aparece la gratuidad del Evangelio” (DA 31). La Iglesia “casa de los pobres” es una Iglesia pobre. De los pobres recibe el done de la gratuidad y la proximidad del Espíritu Santo, que es “padre de los pobres” (Secuencia de Pentecostés) y “protagonista de la misión” (RM 21b).
En los tramites de la justicia, la Iglesia no es jueza entre las partes, mas “abogada de la justicia de los pobres” (DA 395, 533). Ela es parcial. Defiende una parte del proceso. Esa es la su misión pneumatologica, ser “consoladora”, “intercesora” y “abogada”: introducir y representar el “Espíritu de la Verdad” (Jo 14,17) que ven del Padre y da testimonio delante del “padre de la mentira”, que perturba la orden social. El Espíritu Santo es Espíritu de la Verdad, no por causa de una doctrina cierta, una ley perfecta o una moral superior, mas porque en él acontece la verdad en la generación de la vida: en la práctica del nuevo mandamiento y de la justicia mayor en favor de los pobres.
Desde el Vaticano II, la Iglesia Católica tejió un hilo conductor para su acción misionera, que esclarece la dimensión más profunda de su “naturaleza misionera”: la opción preferencial por los pobres. Esa opción es preferencial, porque debe “atravesar a todas las nuestras estructuras y prioridades pastorales” (DA 396). La “naturaleza misionera” tiene su origen en la “Misión de Dios”, que es misión del Verbo encarnado, “que se vació a si mismo y asumió la condición de servo” (Fl 2,7), y del Espíritu Santo, enviados a los pobres:
“Todo aquel que tenga relación con Cristo tiene relación con los pobres, y todo lo que está relacionado con los pobres clama por Jesús Cristo” (DA 393). En el Espíritu Santo, el hijo del carpintero fue confirmado “Hijo bienamado”, por ocasión de su bautismo en el Jordán. Por él fue conducido “al deserto, para preparar-se para su misión” (cf. Mc 1,12s; DA 149). En él fue ungido Mesías “para evangelizar a los pobres” (Lc 4,18).
Después de su resurrección, Jesús envió a sus discípulos para predicar, en la fuerza del Espíritu, la Buena Noticia del Reino (cf. DA 276). Todo envío en misión acontece en el Espíritu Santo.
Hace 40 anos que el Papa Pablo VI, que procuró transformar los documentos del Vaticano II en
realidad pastoral, declaró en la abertura de la II Conferencia General del Episcopado Latino-Americano de Medellín:
la Iglesia se encuentra hoy delante de la vocación de la Pobreza de Cristo. (...) La indigencia de la Iglesia, con la decorosa simplicidad de sus formas, es un testimonio de fidelidad evangélica; es condición, algunas veces imprescindible, para dar crédito a la propia misión; (...) representa un ejercicio, que aumenta la fuerza de la misión del apóstol.
La estructura de esa Iglesia de los pobres es trinitaria. Esa, que es “Pueblo de Dios”, “Cuerpo del
Señor” y “Templo del Espíritu Santo” (LG 17), nace y renace en las comunidades por el impulso del Espíritu Santo y “se edifica como Iglesia de Dios, cuando coloca en el centro de sus preocupaciones no a si misma, mas al Reino que esa anuncia como liberación de todos” (DGAE/1995, n. 64). En la memoria eucarística, la comunidad cristiana hace memoria de la gratuidad de su salvación y actualiza, en la memoria del lava pies, las razones de su servicio, que se pone in una lógica que subvierte las relaciones de dominación (cf. Mc 10,42ss).
Agradecer en la conciencia de la liberación recibida como dádiva y servir en el cumplimento de la nueva orden (“¡entre vosotros sea diferente”!) son dimensiones estructurantes de su misión. El done no dispensa el propio esfuerzo y nuestros esfuerzos no dispensan la gracia: “La vida es presente gratuito de Dios, done y tarea que debemos cuidar (...)” (DA 464).
La gratuidad impulsa necesariamente a la simplicidad institucional. Solamente estructuras leves
permiten pensar en gratuidad. Estructuras pesadas son muy caras. Una Iglesia a camino es una Iglesia simples y transparente. El caminar en el Espíritu es un caminar desarmado y despojado. Conversión y transformación autenticas tornan las personas más simples. Y la simplicidad representa también una respuesta a la complejidad cada vez más especializada del mundo. “¿Cuando os envié sin bolsa, sin mochila y sin calzado, os ha faltado por ventura, alguna cosa?” (Lc 22,35).
La gratuidad, microestructuralmente vivida en la contramano del sistema capitalista, apunta para la posibilidad de un mundo para todos, mas también para desconexiones sistémicas, mudanzas de mentalidad y estructuras eclesiales. El Espíritu Santo, que es done y que da vida, vive en el Verbo encarnado, en la Palabra cumplida en la cruz y en la resurrección. Él, que es la vida del Verbo, vive también conozco en la Palabra de Dios cumplida en la fidelidad a su misión, en la partición del poco que tenemos y en las causas del Reino que defendemos.
3.4. Razones de la nuestra esperanza
Los discursos dominantes hoy afirman que no hay alternativa al capitalismo, que las utopías no hacen más sentido y que la historia llegó a su ponto final. Son discursos de auto-salvación y desespero dirigidos contra los pobres. Generan pesimismo y depresión. La esperanza nace cuando las víctimas comienzan a hablar, actuar, organizarse por propia cuenta; cuando los discípulos-misioneros se hacen presentes en medio al pueblo, rechazan el propio protagonismo y ceden a las ventajas de su clase social, acompañan los procesos de organización, ayudan a expulsar el sentimiento de la incapacidad y se empeñan en transformar los deseos alienantes, que esperan todo de la providencia de Dios o de las promesas de los políticos, en esperanza histórica.
La esperanza es un mensaje central de la fe bíblica (cf. SpS 2). El mensaje del Reino y de la resurrección de Jesús, que es promesa de la justicia definitiva, es promesa a ser cumplida en la resurrección de los muertos, cuando “todos revivirán en Cristo” (1Cor 15,22). Creemos en el resucitado y anunciamos su Reino en el horizonte de la plenitud escatológica de “un cielo nuevo y una nueva tierra” (Ap 21,1). El Dios conozco es siempre el Dios que camina a nuestra frente y a nuestro encuentro. Él es el futuro absoluto para la humanidad. La esperanza, que es la fuerza interior de la fe, permite confiar en el Dios siempre mayor y en el futuro prometido por Él. Por la esperanza somos capaces de comprender el incógnito de Dios no como ausencia o abandono, mas como su condición de ser y como centro del mundo, en los rostros de los emigrantes y refugiados, de los desempegados y de los que viven en la calle de las grandes ciudades, de los agricultores y indígenas sin tierra y de los afro-descendentes que luchan por su reconocimiento en sociedades racistas (cf. DA 58, 65, 72, 88ss, 402, 427, 439, 454). El grito de esa gente nos recuerda diariamente de la presencia de Dios y de la injusticia humana, que domina el mundo como un cáncer maligno. Dios oye el grito de su pueblo. Él no solo miró para el sufrimiento del pueblo, como participó de ese sufrimiento. Él está en el grito de su pueblo. Dios es el grito de los pobres. Dios no sufre más por nosotros, mas tiene compasión de nosotros. Y nosotros podemos nos exponer al sufrimiento de los otros, porque en elles experimentamos la compasión de Dios.
Reconocer Dios como sujeto y autor de la historia y de la misión alivia el peso de la misionariedad,
sin eximir de responsabilidad. Él es el buen pastor de los discípulos-misioneros. Por tanto, debemos pedir a Dios no eso o aquello, mas el done que él mismo es. Pedir a Dios Dios significa pedir oídos abiertos, manos extendidas, una vida que se dona, y una voz profética que no se cala.
Dios, que oye el grito de los pobres, que está conozco en el centro de los conflictos, nos envía en misión. Al envió precede la convocación al éxodo. Él nos llama la salir de la esclavitud. Esa esclavitud se desdobla en múltiplas formas de servidumbre y sumisión. En el origen de cada servidumbre está el secuestro de la memoria de los pobres. La experiencia del éxodo y la recuperación de la memoria son fundamentales para el anuncio misionero. La misión que se propone ser y anunciar “boa noticia a los pobres” procura, necesariamente, desintegrar-se del sistema que produce el sufrimiento de los pobres, procura desintegrar el sistema y, positivamente, recuperar la memoria de los oprimidos. Dios, que convida al éxodo, también pone
fin al exilio. Zacarias (“El Señor es memoria”), el profeta pos-exilio, promete libertar “los cautivos de la esperanza (...) de la cisterna donde no hay agua” (Zc 9,11s). Los cautivos de la esperanza serán arena en las entrañas del sistema basado en la exclusión, exploración y en los privilegios de pocos (cf. DA 62).
Quién sale de su tierra, como Abrahán, o de la tierra de los otros, donde fue esclavizado, como Moisés, no sabe para donde va. En última instancia, la esperanza es confianza en Dios, es utopía, lugar inexistente, promesa absoluta. Una primera salida está en la salida, en el éxodo. La misión vive y propone ese éxodo en dirección de un mundo nuevo que acogemos en la metáfora del Reino de Dios. La esperanza nos da las razones y la fuerza para decidir entre el presente, acomodado y sufrido, y el éxodo para un futuro imprevisible y arriscado. Vivir en la esperanza tiene sus peligros y riesgos.
La ruptura sistémica no depende de la Iglesia, mas es factible con esa. Sus gestos significativos –
señales de justicia y imágenes de esperanza – atraviesan a todos sus sectores (formación, teología, catequesis, ministerios, liturgias, pastorales), y articulaciones con sectores que ultrapasan el ámbito eclesial. La Iglesia, a través de sus agentes, está presente en los diversos movimientos sociales que acreditan en la posibilidad de un otro mundo. Su misión es “despertar esperanza medio a las situaciones más difíciles, porque, se no hay esperanza para los pobres, no tendrá para nadie” (DA 395).
Precisamos nuevamente bajar al suelo del pueblo pobre y ferido, para formar liderazgos en su medio y en sus luchas, donde “el propio Cristo se hace peregrino y camina resucitado” (DA 259). El resucitado es el crucificado. La cruz no pertenece a la prehistoria de las luchas por la liberación. Pertenece a su historia permanente. Y en esa historia definimos etapas, prioridades y metas de un otro mundo posible. Alimentar la esperanza de los pobres exige presencia, visión e intervención de discípulos-misioneros como actores sociales.
El apóstol nos exhorta a “estar siempre prontos la dar la razón de nuestra esperanza, (...) con mansedumbre y respecto” (cf. Pd 3,15s). Todavía, no somos nosotros que producimos el nuevo, mas el nuevo no será jugado a nuestros pies sin nuestra participación. Tampoco podemos pronosticar el mundo nuevo que esperamos.
Asumimos con los pobres, que son mensajeros de la esperanza, la pobreza del nuestro saber a respecto de la forma concreta del futuro esperado. En todo caso sabemos que las transformaciones, que inspiran la esperanza, comienzan con la participación de los pobres-otros en la construcción del mundo nuevo y de la Iglesia, con redistribución de los haberes acumulados por pocos, con el reconocimiento del diferente y con la gratuidad vivida por la comunidad misionera.
La Iglesia de América Latina y del Caribe tiene delante tres alternativas: (a) amedrentada, enterrar los muchos talentos que ha recibido (Mt 25,14ss); (b) se inserir en el sistema capitalista y proponer pequeñas memorias; o (c) intervenir con señales de justicia en el mundo injusto y lanzar las semillas del Reino. La Iglesia de Aparecida asumió esa intervención y ruptura como servicio a los pobres. Esa prometió no apenas ser abogada de los pobres, mas su casa. Como casa de los pobres, la Iglesia será casa de esperanza.
De una manera semejante preguntó, en el fin del segundo siglo, un pagano ilustre, conocido con el
nombre de Diogneto, a la comunidad cristiana: ¿Quién es ese Dios y cual es su Buena Noticia, en la cual los cristianos depositan su confianza? ¿Cual es la propuesta de vosotros, cristianos, discípulos-misioneros, para un mundo que no tiene más muchas propuestas que valen para todos? ¿Cual es su proyecto? ¿Cuál es su secreto? Y el autor desconocido de esa Carta catequética a Diogneto responde: los cristianos no habitan ciudades a parte, no se sirven de idioma diverso de los otros (...). Viven en la propia patria, mas como peregrinos. Como ciudadanos, de todo participan, pero todo suportan como extranjeros. Toda tierra extraña es patria para elles, y toda patria, tierra extraña. (...) los cristianos residen en el mundo, mas no son del mundo. (...) Son elles que seguran el cosmos (La Carta la Diogneto, n. 1-7).
¿Qué significa “segurar el cosmos”? Ciertamente significa “celar” por la vida en el mundo, “cargar” todos quienes cuya vida está amenazada en las espaldas, “luchar” por la justicia de la resurrección y “confiar” en aquel Dios que se encarnó en ese mundo, para que tenga “vida en abundancia” (Jn 10,10).
El tema que me fue confiado, es lo de la misión universal de la Iglesia. Cuándo hoy en la Iglesia hablamos de “misión”, distinguimos – en vista de los destinatarios y de los agentes – siete u ocho
dimensiones diferentes. Misión puede significar “testimonio en el mundo”, “pastoral misionera”, “nueva evangelización”, “evangelización”, “ecumenismo”, “diálogo interreligioso”, “misión ad gentes”, “misión inter. gentes” y “misión allá-fronteras”. Todas estas actividades misioneras, en su conjunto, configuran “la misión de la Iglesia en el mundo”. Son piedritas que constituyen el mosaico de la misión universal de la Iglesia. “La comunidad misionera para la humanidad”, la “misión ad humanitatem”, es dirigida a todos los credos, inclusive al propio, porque “la Evangelización se dirige también a la propia Iglesia”, segundo el “Instrumento de Trabajo” (n. 20). Nuestra misión se dirige la todas las culturas, naciones, clases sociales y quintas.
Podríamos preguntar: ¿Ese tema no es por demás amplio? ¿Esa amplitud no nos hace olvidar nuestros problemas específicos? ¿Donde está nuestra identidad católica, donde la opción por los pobres, la defensa de los pueblos indígenas, donde la Iglesia local con sus Comunidades Eclesiales de Base, donde los ministerios, los laicos y el diálogo ecuménico y interreligioso? Ciertamente todas esas partes y sus ejes transversales (cf. IdT 1 y 13) serán trabajados en los grupos y en otras exposiciones de ese congreso.
En este momento, pero, me parece, debo mostrar que los rompecabezas eclesiales tienen su relevancia, o, como el Papa ha dicho en su Encíclica “Sobre la esperanza cristiana” (Spe salvi), su “más-valía del cielo” (SpS 35), para toda la humanidad. Esa “más-valía” envuelve la gracia de Dios, como don, y la acción nuestra como deber y respuesta. Las “Directrices Generales de la Acción Evangelizadora de la Iglesia en Brasil”, de 2008, advierten, que la sensibilidad del discípulo misionero para las cuestiones específicas de la realidad particular de nuestras Iglesias
“no lo exime de volver su atención para las grandes cuestiones que dicen respecto a toda la humanidad. En un mundo globalizado, en el cual las acciones y sus consecuencias ultrapasen fronteras, es imposible cerrar los ojos para aspectos que atingen (...) en especial los marcados por la pobreza, por la exclusión, por la violencia y por la persecución (DGAE 207).
El amor a Dios y al próximo es inseparable. A lo que me parece, mi tarea es costurar aquel hilo que da cuenta de un mundo humano y de una responsabilidad misionera en expansión, como el propio cosmos.
Voy a presentar tres dimensiones de ese largo camino de nuestra responsabilidad misionera entre el contexto local y los confines del mundo: (1) La relevancia de la comunidad misionera para la humanidad brota de la “naturaleza misionera de la Iglesia”. (2) Piedras preciosas y piedras de tropiezo en el caminar de la comunidad misionera al encuentro de la humanidad. (3) Nuestro compromiso con la humanidad.
1. Nuestra responsabilidad
El argumento de la “naturaleza misionera” es un argumento interno de la Iglesia, que afirma la necesidad y continuidad permanente del paradigma misionero. Después de Aparecida, la Iglesia convoca nuevamente los bautizados para que asuman su discipulado en régimen de urgencia (DA 289, 368, 518). Esa movilización misionera no debe ser considerada algo extraordinario, tampoco como prerrogativa de una u otra Iglesia local o de sectores pastorales o movimientos específicos. Segundo el Vaticano II, la naturaleza misionera hace parte de la normalidad y de la razón de ser eclesial: “La Iglesia peregrina es, por su naturaleza, misionera. Pues ella se origina de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, segundo el designio de Dios-Padre” (AG 2).
Desde el Concilio, el magisterio latino-americano ha retomado esa afirmación fundamental en varias ocasiones (cf. SD 12, DA 347). Aparecida, en la “Tercera Parte” de su texto conclusivo, dedicado a la acción pastoral, diseña una Iglesia que vive “en estado de misión” (DA 213). También las “Directrices Generales de la Acción Evangelizadora de la Iglesia en Brasil 2008-2010” colocaran en su parte central el sueño del discipulado misionero “in una Iglesia en estado permanente de misión” (DGAE 47-101). Los textos insisten en devolver la cotidianidad misionera a la Iglesia en todas sus instancias. También el discurso teológico debe ser marcado por la naturaleza misionera de la Iglesia, y representa no una disciplina entre otras, mas una teología de la misión que atraviesa todas las materias teológicas. La Teología de la Misión es, al mismo tiempo, teología fundamental y pastoral, discurso nuclear de radiación, discurso ‘performativo’ y no solamente ‘informativo’” (SpS 4), o sea, un discurso que podrá transformar nuestra vida y la de los otros.
¿De qué se trata en esa “naturaleza misionera”? La comprensión del termino “naturaleza” tiene una larga historia, de la cual captamos lo esencial, para responder a la pregunta. Desde la fe, los cristianos comprenden el mundo como creación divina que atraviesa un orden natural marcado por racionalidad y sentido. Mas la fe nos advierte también que mundo, naturaleza y humanidad son envvueltos en una “ruptura” o “escisión” de la racionalidad original; son marcados por el pecado que no permite más, sin los esclarecimientos de la Revelación, considerar lo natural (“la naturaleza”) simplemente como bueno, racional y ético.
La “naturaleza misionera” tiene sus fundamentos en el orden de la creación y de la redención; esa está unida a la creación, porque se trata en la “naturaleza misionera” de una “naturaleza” que coincide con la “esencia” y el “ser” de la naturaleza creada, de la cual la humanidad hace parte; esa está ligada a la redención, que los cristianos interpretan como recreación, porque se basa, segundo la revelación, en la naturaleza redimida por la nueva orden del resucitado que envía sus discípulos como misioneros a los “confines del mundo”. La naturaleza misionera, a veces también llamada de “esencia misionera”, es vivida por personas redimidas por la gracia, que, pero, continúan pecadoras.
La “naturaleza misionera” de la Iglesia no es una “cuestión disputada” o negociable. En sus desdoblamientos, en su mediación y práctica histórica, pero, ella es sujeta a discernimientos, discusiones y negociaciones, como es fácilmente verificable, se comparamos, por ejemplo, los chamados Coloquios, de 1524, en los cuales los doce franciscanos exponen a los líderes religiosos indígenas sobrevivientes de la conquista del México la nueva orden cristiana, con el Documento de Puebla (1979) o los escritos de un José de Anchieta con el diario de un Vicente Cañas, martirizado, en 1987, como defensor del pueblo Enawene-Nawe, en el río Juruela, en el Estado de Mato Grosso (Brasil). La “naturaleza misionera” es “esencia” en sentido metafórico, porque es “principio”, y, como tal, hace, antológicamente, parte de los orígenes, pero pertenece al tiempo de la Iglesia y es históricamente vivida. Por ser de los orígenes y por no excluir a nadie, se dirige como responsabilidad universal a todos con el proyecto de Jesús, el Reino de Dios.
Las múltiplas afirmaciones de la “naturaleza misionera” de la Iglesia en documentos recientes no
permiten la conclusión de que esa naturaleza ha sido olvidada. Esa ha sido, en varias épocas y regiones del mundo, oscurecida por la proximidad de la Iglesia al poder. El poder sea expresión de regímenes coloniales, imperiales, dictatoriales o aun democráticos, ha procurado siempre transformar la misión en ideología y neutralizar la presencia de la Iglesia junto a los pobres, cuya existencia denuncia la violación de sus derechos y culturas por los respectivos regímenes.
Segundo la fe cristiana, origen y naturaleza misionera nos han sido reveladas por Jesús Cristo. La
misión tiene su origen en la misión del Dios trinitario (“misión de Dios”) y su finalidad en la salvación de la humanidad: “Para que tengan la vida y la tengan en abundancia” (Jn 10,10). Y esa misión se prolonga por el envío de los discípulos por Jesús resucitado en el Espíritu Santo: “Como tu (Padre) me enviaste al mundo, también yo los envié al mundo” (Jn 17,18).
La identidad entre Jesús histórico y Jesús resucitado es marcada por sus llagas en las manos y en su lado abierto por la lanza. El Resucitado les “mostró las manos y el lado, y los discípulos exultaran por haber visto al Señor” (Jn 20,20). Jesús de Nazaret, el “Enviado del Padre” (Jn 20,21), “asumió toda la naturaleza humana” (AG 3). La naturaleza misionera de la Iglesia encuentra su identidad en ese origen del envío de Dios y de la asunción de la naturaleza humana. La identidad de Jesús pre y pos-pascal apunta para la identidad de la misión de los discípulos y para la naturaleza misionera de la Iglesia que, segundo San Pablo, tiene como núcleo kerigmatico el escándalo y la locura de “Cristo crucificado” (1Cor 1,23). Pobres señales marcan el caminar de la comunidad misionera: el vacío, la abertura, la partición, la ruptura, la caminada, la cruz y la hostia sagrada. El presepio y el sepulcro están vacíos; la porta del cenáculo está abierta, la genealogía de Jesús, interrumpida por el Espíritu Santo. La Iglesia es sierva, peregrina, huésped, instrumento, señal.
2. Nuestro encuentro
La Iglesia peregrina y misionera, fundada en la fiesta de Pentecostés, fiesta del don de la Ley en el Sinai para los judíos, y, para los cristianos, fiesta del don del mandamiento nuevo, por tanto, de una ética y práctica nueva. En esta fiesta los discípulos y discípulas han sido enviados en misión en la unidad del Espíritu Santo. La partir de Pentecostés, la comunidad eclesial aprendió que su tarea es de formar, convocar y enviar a servos del Reino y testigos de la resurrección. Mas los discípulos estaban aun muy presos a Jerusalén, al Templo, a la tradición heredada de los judíos, a sus familiares. Entonces sucedió algo inesperado, la destrucción de Jerusalén por los Romanos, en el ano 70. Pentecostés, destrucción y expulsión de Jerusalén marcan el inicio de la misión universal de la Iglesia, que desde aquel tiempo no tiene más patria, ni cultura propias.
En el Espíritu Santo, la comunidad misionera es enviada para articular universalmente los pueblos y las culturas in una grande "red" (cf. Jn 21,11) de solidariedad, diversidad y unidad. Del envío nacen comunidades páscales que procuran contextualizar la utopía del primero día de la nueva creación. De las comunidades nace el envío. La misión es el corazón de la Iglesia. Y ese corazón tiene dos movimientos, envío y convocación; envío a la periferia del mundo y convocación la partir de esa periferia, para la liberación del centro. Bajo la seña del Reino, propone un mundo sin periferia y sin centro.
¿Pero quién es ese destinatario de la comunidad misionera? ¿Quién es ese “mundo”, quién esa “humanidad”, hoy, en el año 2008? ¿Cuales son sus problemas y cual es nuestra boa noticia, por la cual vale la pena de dejar padre y madre, casa y patria, y que podemos ofrecer, talvez no siempre como “la solución”, mas como una mirada nueva que da sentido a lo que encontramos, enjergamos y vivemos? ¿Como ser feliz en medio a un mundo sufrido? O, como nuestro cantor Gonzaguinha canta:
¡Vivir!
Y no tener la vergüenza
De ser feliz (...).
¡Ah Dios mío!
Yo se, yo se,
Que la vida debiera ser
Bien mejor y será.
Pero eso no impide
Que yo repita,
Es bonita, es bonita…
Y no tener la vergüenza
De ser feliz (...).
¡Ah Dios mío!
Yo se, yo se,
Que la vida debiera ser
Bien mejor y será.
Pero eso no impide
Que yo repita,
Es bonita, es bonita…
Nuestro optimismo misionero no huye de la realidad, del sufrimiento y de los pobres, víctimas de las cinco grandes crisis de nuestro planeta tierra, que son la crisis del modelo económico, la crisis social, la crisis ecológica, la crisis cultural y la crisis democrática. Los problemas centrales de la humanidad que emergen de esas crisis múltiplas y conectadas, en este inicio del siglo XXI, son los siguientes:
a) La polarización económica de la sociedad mundial, in una concurrencia feroz, donde no aquel que es más humano gana, mas aquel que produce más barato. Crecimiento y expansión se tornaran dos palabras mágicas, apoyadas por tecnologías cada vez más sofisticadas a servicio de la substitución de trabajadores.
b) Aquel que produce más barato es aquel que se sujeta a condiciones de un trabajo penoso, que la máquina y los computadores todavía no consiguen resolver. Al trabajo penoso y de curta duración acompaña un salario indigno, sin garantía de derechos sociales, de educación de los hijos o aposentaduría. Los destinatarios privilegiados del kerigma misionero son los pobres, los mal empleados y los desempleados, los emigrantes, los que mueren antes del tiempo porque no tienen un servicio sanitario que los ampare.
c) La exploración irracional atañe no solo a nuestro hermano operario, indígena o emigrante, mas
también a nuestra hermana naturaleza. La responsabilidad de esa dilapidación de la naturaleza, de la devastación de nuestras florestas y de la biodiversidad “coloca en peligro la vida de millones de personas”, en especial la vida de los “campesinos y indígenas, que son expulsos para las tierras improductivas y para las grandes ciudades, para vivir amontonados en los cinturones de miseria” (DA 473).
d) La crisis cultural se manifiesta, por un lado, como crisis de sentido y, por otro lado, como fundamentalismo con sus ramificaciones en las grandes religiones y en las ideologías filosóficas y políticas. La disolución del sentido de la historia humana in una mera historia natural y la afirmación del sentido único como negación del reconocimiento del otro y del pensamiento diferente, que recibe apenas un estatuto de hecho, mas no de jure, o viceversa, representan un potencial permanente de guerra y violencia.
e) Después que se hicieran guerras para la implantación de la democracia, hoy esa democracia liberal se encuentra in una profunda crisis estructural por la confusión de los poderes (ejecutivo, legislativo y judiciario) y por la ética. La democracia liberal no permite la participación satisfactoria del pueblo, sobretodo de los pobres y de los excluidos. Los que tienen el poder económico consiguieran reducir el Estado a un Estado mínimo que no interfiere en sus intereses. Este Estado mínimo favorece a las elites, no consigue controlar la acumulación del capital en las manos de pocos, ni la corrupción, ni los medios de comunicación, que divulgan la ideología del “costo-beneficio” como se fuera el primero mandamiento de un código éticamente correcto.
f) La justicia de nuestros países se convirtió in una justicia formal, morosa y carísima, que actúa, muchas veces, lejos de los lugares donde acontecen las injusticias, y no permite a los pobres, que desconocen los tramites legales y no consiguen pagar abogados competentes, alcanzar su derecho básico (¡hablar de la Hn. Dorothy!).
Delante a esa montaña de problemas, cada sociedad, estado y gobierno precisa resolver o equilibrar cinco tareas:
1. Crear o sustentar un cierto bienestar económico (material) de todos sus ciudadanos. Las deudas de la humanidad crecieran (inclusive del Banco Mundial y del FMI) hasta el punto de tener certeza de que no existe la posibilidad de cumplir esa exigencia con el prefijo de capitalismo neoliberal.
2. Promover la cohesión y solidariedad social interna, que es atropellada por la concurrencia del mercado globalizado que vive de la exclusión y no de la integración de los ciudadanos. Exclusión, redistribución, integración social por el trabajo y participación del lucro se tornaran, como derechos humanos, nuevos problemas para el poder judiciario, sin preparo para tal tarea.
3. Garantir el reconocimiento cultural (étnico, religión, genero, quinta) del otro in un pacto de tolerancia, que tiene su base no solo en los hechos, mas en los derechos (derechos humanos, dignidad humana).
4. Celar por la libertad y participación política de todos in un sistema democrático cuyo funcionamiento no depende del tráfico de influencia del grande capital.
5. Finalmente es preciso instalar un sistema jurídico que garantiza la aplicación de la ley para todos e inhiba la corrupción en todas las instancias, inclusive en el propio aparejo de justicia. No es fácil incorporar el llamado clientelismo, una herencia del sistema patriarcal, en la base de los clanes familiares (¡vease el problema de la corrupción, también en África!) a las reglas de un Estado moderno.
Admitimos con realismo que el equilibrio entre esas tareas es difícil, el equilibrio, por ejemplo, entre el bienestar económico, la solidariedad social y un sistema verdaderamente democrático. No existe ningún gobierno en el mundo que, por un tiempo prolongado, hubiera conseguido ese equilibrio. Existen algunos modelos políticos que consiguen enfatizar apenas uno de estos aspectos y que, periódicamente, entran en crisis:
– el modelo anglo-sajón, que incorporó la ideología neoliberal y favorece la expansión y el bienestar económico para una faja considerable de sus ciudadanos, ha reducido, pero, la solidariedad institucional para pobres;
– el modelo socialista, que enfatiza la igualdad y el bienestar social de los ciudadanos, en detrimento de una economía próspera y de las libertades políticas;
– el modelo asiático (los llamados tigres asiáticos, Singapur), que consigue prosperidad económica y social por el precio de encogimiento democrático y dirigismo político;
– el modelo indígena y campesino talvez sea el modelo que mejor consiga equilibrar la cuestión del territorio (colectivo y familiar), que es tierra para vivir y no para tirar grandes lucros, y del poder político como servicio a la comunidad; se puede aprender mucho de las sociedades indígenas, pero no se puede copiarlas. Nuestras sociedades nacionales y transnacionales son mucho más complexas por la industrialización y por la grande multitud de personas que en ellas procuran vivir.
Por un momento, en el inicio de la segunda mitad del siglo pasado, parecía ser posible domar el capitalismo en el interior de un sistema democrático y social en los países centrales. Mas este equilibrio era pagado por el precio de la tercerización de la miseria de eses países a la periferia del mundo industrializado.
Surgió un muro entre Primero y Tercero Mundo. Constatado el fracaso de ese equilibrio y descubierta esa artimaña de los países centrales que viven a costas de los países periféricos, se instalaran movimientos, sobretodo en el entonces llamado Tercero Mundo, que procuraban equilibrar los tres polos, dando más énfasis a la solidariedad social, en detrimento de la libertad política. En su conjunto fracasaran igualmente.
Ahora, en el mundo globalizado sin fronteras geográficas y políticas, no tiene más adonde exportar la miseria. Todos los países reproducen el Primero y el Tercero Mundo en el interior de sus propias fronteras.
Eso nos posibilita y obliga también a globalizar la solidariedad y a la búsqueda común de alternativas.
Nuestro propio 3o Congreso Misionero Americano (CAM 3–Comla 8) es expresión de esta voluntad de colaborar más en el eje Norte-Sur, de globalizar la esperanza y de afirmar que existen alternativas. Los problemas levantados no son naturales. Fueran criados por la propia humanidad, lo que nos da la esperanza de que la propia humanidad puede conseguir su solución.
Acreditamos que un otro mundo es posible, porque el trepé entre crecimiento económico, seguridad social y democracia política no funciona, ni ofrece una perspectiva universal. El equilibrio entre acumulación capitalista (crecimiento), integración social y legitimación democrática, pasada por el cedazo del cálculo de costo-beneficio y de inversión-lucro, no puede funcionar. Y no debemos entrar en el juego de alternativas perversas: democracia con hambre y miseria, o bienestar material sin participación, sin libertad política y sin horizonte de sentido, o prosperidad económica del país con dictadura y hambre (el país va bien; el pueblo, mal), o prosperidad política y económica para las elites y miseria para el pueblo.
En los discursos políticos hoy, pocos gobernantes tienen la audacia de prometer la integridad de estructuras sociales y las promesas de la democracia moderna delante de la mercantilización de la sociedad mundial. Esa sociedad-mercadería devora los recursos naturales para producir siempre nuevos productos desnecesarios, y devora por la concurrencia estructural los recursos morales de la democracia que se debería alimentar de la solidariedad colectiva.
La visión de una sociedad transnacional de ciudadanos que no se subyuga a los imperativos del mercado de las siempre nuevas mercaderías y de la concurrencia eliminatoria, mas que forja una democrática participativa, para regenerar la solidariedad en escala mundial, representa el desafío de la época. La única arma de curar las feridas de la modernidad es la propia modernidad. Precisamos del veneno para destilar la vacuna contra el veneno. Contra las faltas graves de las nuestras democracias, del sistema jurídico, de la economía desreglada, del no-reconocimiento del otro, no existen recetas mágicas. No pueden ser corregidas por la pre ni por la pos-modernidad.
¿Nosotros, discípulos-misioneros: que podemos hacer? ¿Que podemos proponer? Delante de la gravedad de eses problemas, todos somos aprendices. No tenemos una receta pronta o un otro mundo que podríamos escoger para nuestra misión, a no ser este que podemos recorrer con siempre novas actitudes, con la luz del Evangelio y la razón de nuestra esperanza.
3. Nuestro compromiso
Las víctimas de las lógicas de expropiación y exclusión no nos cobran soluciones técnicas, mas participación en la gestación de la propia acción misionera de la Iglesia, que podría tornarse un ensayo para transformaciones más amplias; nos cobran señales de justicia y razones de esperanza. Nuestra tarea de discípulos-misioneros es la del profeta peregrino, que denuncia y anuncia, que vive otros valores (partición, solidariedad, gratuidad) y busca apuntar para el otro mundo posible, que para nosotros tiene su matriz en el Reino de Dios. Nuestros sueños, nuestra visión del mundo y nuestra esperanza tienen un impacto sobre el mundo universal, porque a través de eso – sueño, visión, esperanza – somos capaces, como leemos en la Carta a Diogneto, de “aferrar el cosmos”. Para fortalecer a nuestros hombros para tal tarea, precisamos cuidar de nuestra identidad. Son cuatro arrimos que nos pueden ayudar a aferrar el cosmos de nuestra naturaleza misionera. Vivemos esa naturaleza universalmente contextualizados, en la unidad plural del Espíritu Santo, en la gratuidad y en la esperanza de los y con los pobres.
3.1. Universalmente contextualizados
¿Como se situar en ese mundo, entre aislamiento y aggiornamento, entre despojamiento y enriquecimiento? ¿Como traducir los artículos de fe, las señales de justicia, las imágenes de esperanza y las prácticas de solidariedad para los interlocutores del mundo moderno? El contexto de la misión tiene su fundamento teológico en la proximidad de Dios al largo de toda la historia de salvación y en el seguimiento de Jesús, que en virtud de la encarnación se aproximó de la humanidad (cf. GS 22). El Dios de la historia de la salvación judío-cristiana es un Dios próximo al su pueblo. En el decir de Santo Irineu, Dios está próximo de cada persona humana a través de sus dos manos extendidas, que son el Hijo y el Espíritu Santo. La mediación histórica y contextual del proyecto de Dios hace de la historia y del contexto un sacramento de su presencia. La misión inserida en el corazón de la historia y cultura de cada pueblo “es un imperativo del seguimiento de Jesús y es necesaria para restaurar el rostro desfigurado del mundo” (SD 13b). La analogía entre la encarnación de Jesús de Nazaret y la proximidad contextual hizo la reflexión misionologica batir el paradigma de la enculturación. Con la enculturación, la Iglesia se torna “un sinal más transparente” y “un instrumento más apto” (RM 52) para anunciar el Evangelio, no como una alternativa a las culturas, mas como su realización profunda. Vivemos la enculturación universalmente contextualizados.
Existen dos dimensiones opuestas de la universalidad: la universalidad de la opresión y la universalidad de la liberación. A la universalidad como hegemonía, por la cual un poder político, económico o cultural se sobrepone sobre los otros, se opone la universalidad de las causas de los pobres y de los otros que se procuran libertar de esa hegemonía. La alianza de los otros con los pobres es anti-hegemónica. La universalidad como hegemonía produce la exclusión de grandes parcelas de la humanidad del progreso y bienestar social. La universalidad de las causas y alianzas visa a la participación de todos en la gestación de los haberes de la humanidad.
Por su universalidad, todas las causas del Reino representan los desafíos de una comunicación intercultural con los diferentes: con sabidurías populares y laicas, con experiencias religiosas, con
temporalidades diferentes (tempos lineares y circulares), con geografías diferentes (proyectos locales, regionales, internacionales), con jerarquías diferentes (ancestrales, patriarcales, comunitarias, funcionales, democráticas), con visiones y valores diferentes con respecto a la productividad económica. Solo con un adiós la una visión teológica monocultural, regional y descontextualizada se consigue dar cuenta de esa complejidad de la naturaleza misionera.
Es importante con la universalidad (no-exclusión, participación de todos, confines del mundo) no
olvidar las diferencias de los contextos. No existe algo más contextualizado y más universal que el sufrimiento de los pobres. En el equilibrio articulado entre el universal y el contextual está la posibilidad de una comunicación en favor de las múltiplas causas embutidas en la causa del Reino. La solidariedad, que es universal, debe ser construida la partir del río y de la calle del propio pueblo. El proyecto hegemónico, que impone valores, objetivos y horizontes regionales, es el enemigo de la universalidad contextual. La universalidad contextual de los pobres presupone el largo camino de la construcción de un proyecto común.
Sin ese proyecto, mediado por valores universalmente concordados como justicia, solidariedad, igualdad, libertad, participación y tolerancia, también los proyectos históricos de cada grupo étnico-social pierden la característica de una "causa" que puede ser defendida por todos.
El universal “tanto más promueve y exprime la unidad del genero humano, cuanto mejor respecta las particularidades de las diversas culturas” (GS 54). La universalidad crece con la proximidad, que es "cognitiva" en su memoria, "sensitiva" en su mirada y en su escucha, y "emocional" en su compasión.
Universalidad y proximidad estructuran los paradigmas de la enculturación y de la liberación. La meta de la enculturación es la liberación, y el camino de la liberación es la enculturación. El paradigma de la liberación visa a la no-exclusión, por tanto a la participación de todos, a la universalidad de la justicia, de la solidariedad y del amor. Los esfuerzos por la liberación ganan profundidad con su arraigamiento contextual. La universalidad del horizonte de las causas del Reino puede ser entendida como alternativa a los grandes discursos y proyectos que emergen de la globalización económica (competición, lucro-beneficio, consumismo), como articulación de múltiplos proyectos de vida, que une la responsabilidad universal, por el conjunto de la humanidad y del planeta Tierra. El anuncio y la práctica universal del amor mayor y el anuncio del Reino como "liberación del cautiverio de la corrupción" (Rm 8,21; LG 9), por ser antisistémico, es para todos.
3.2. Unidad en la diversidad
El Vaticano II permitió, a través de nuevos tópicos como “Iglesia local”, “contextualización”, “inserción” (enculturación), “diálogo”, repensar muchos presupuestos de la universalidad de la Iglesia. La unidad de la misión es una unidad en la diversidad del Espíritu Santo. Las múltiplas respuestas de las culturas no son un accidente de trayecto, pero deben ser positivamente interpretadas como participación en la creación del mundo. Y, en ese mundo, pueblos e individuos defienden su identidad siempre en contraste con la alteridad. De ese contraste nace el imperativo de la pluralidad en unidad. Esa unidad no es la de la metafísica u ontología del genero humano, mas la unidad construida a través de la razón, de la verdad, del sentido último presentes en múltiplos proyectos de vida que se manifiestan en múltiplas voces. La vida es generada no en el encuentro consigo mismo, mas en el encuentro con los otros. El pluralismo cultural tiene sus desdoblamientos en el pluralismo religioso. El reconocimiento explícito de la libertad religiosa por el Vaticano II, a través de la Declaración Dignitatis humanae, es un de los presupuestos de la misión. En la mayoría de las Iglesias y entre una mayoría de los fieles, hay un consenso de que la alteridad religiosa es irreducible. Y esa alteridad religiosa remete al diálogo interreligioso. El diálogo, como instrumento de comprensión, respecto y convivencia pacífica, en el interior de un pluralismo cualquiera, tiene “siempre un carácter de testimonio, dentro del máximo respecto por la persona y por la identidad del interlocutor” (Puebla 1114).
El pluralismo y el diálogo como instrumento transdisciplinar de comunicación tienen un horizonte
universal, atrayente y responsable delante de los no-participantes del respectivo diálogo. Todos deben participar de las discusiones de las grandes causas de la humanidad (justicia, igualdad, solidariedad y paz). La unidad es el menudeo de la universalidad. Construir la unidad significa derribar “muros de la separación” (cf. Ef 2,14). “Anunciar la Buena Nueva a los pobres” significa derribar uno de los muchos muros de separación que la sociedad permitió construir no solo entre países, mas también en el interior de cada Estado y persona.
Al contar la parábola del buen samaritano (Lc 10,25ss), respondiendo a la pregunta sobre lo que se debe hacer para obtener la vida eterna, Jesús propone derribar no solo el muro étnico entre samaritanos y judíos, entre mestizos impuros y judíos puros, el muro clerical entre sacerdotes y laicos, mas también el muro entre secta marginalizada y religión oficial, entre justos y pecadores, entre discurso y praxis, entre verdad y amor. Seguir la “falsa” religión de los samaritanos no impide, segundo la parábola, hacer el cierto delante de Dios. El cierto y decisivo para la vida eterna no es la pertenencia al grupo cierto, mas se llama práctica de la justicia mayor y de la caridad, articulación de la diversidad no-excluyente y superación de diferencias exclusivas.
Derribar muros, marcados por la “corrupción del pecado”, significa recuperar la imagen de Dios en los rostros humanos y la comunicación libre entre iguales y diferentes. En ese proceso que religa la orden de la redención a la orden de la creación, Jesús histórico y pos-pascal se coloca al lado de la samaritana, del emigrante, del leproso, del pobre, de la otra y del pecador. Él construye unidad a partir de la asunción y de la articulación de la humanidad mutilada en sus contextos y en los confines de sus mundos. Delante de las “apariencias sufridoras de Cristo” en las apariencias de la humanidad en “situación de extrema pobreza” (Puebla 31ss), donde el despojamiento de la encarnación y redención asume su relevancia histórica y salvifica, caen todos los muros. Es bueno acordar, Jesús no ha sido pedrero. No construyó muros. Él fue carpintero, hizo puertas y ventanas.
El Vaticano II nos habla de una manera nueva de la pertenencia a la “católica unidad del pueblo de Dios”: “A ella pertenecen o son ordenados de modos diversos sea los fieles católicos, sea los otros creyentes en Cristo, sea, en fin, todos los hombres en general, llamados a la salvación por la gracia de Dios” (LG 13d).
La misión colabora con tareas específicas en eses tres niveles. Ad intra trabaja la identidad de la fe y la partencia de los fieles católicos a la Iglesia Católica. El trabajo ad intra se desdobla en la práctica de su responsabilidad ad extra, que no visa a la integración corporativista de los otros en la Iglesia Católica, mas a la partición de los dones que cada un ha recibido a servicio de los otros (cf. LG 13c) y de la construcción de la paz universal. El pluralismo religioso es expresión de la “católica unidad del pueblo de Dios”, que es unidad en el Espíritu Santo. Él es el “principio de unidad” (LG 13a). La Iglesia Católica hace parte de la “católica unidad”, mas no es idéntica a ella. También los otros creyentes en Cristo y la humanidad pertenecen la esa “católica unidad”. La justicia de la resurrección no es privilegio de una u otra denominación cristiana. Por la voluntad salvifica universal de Dios “debemos admitir que el Espíritu Santo ofrece la todos la posibilidad de se asociaren, de modo conocido por Dios, a este misterio pascal” (GS 22). La alteridad no es complementar a la identidad, mas su condición de ser.
La unidad definitiva entre los cristianos y la humanidad como un todo debe ser vista en un horizonte escatológico. “Quién apostar en una unificación de las religiones como resultado del diálogo interreligioso, solo podrá decepcionar-se. Esa unificación difícilmente se realizará dentro del nuestro tiempo histórico.
Talvez no sea ni deseable”, escribió el entonces cardenal Ratzinger algunos anos atrás. Lo que era ayer considerado “idolatría”, “herejía”, “fetichismo” o “perfidia”, hoy, en el interior de la Iglesia Católica, es cortejado como religión con “llamaradas de aquella verdad que ilumina a todos los hombres” (NA 2b). En otros textos del Vaticano II, las religiones no-cristianas son consideradas una “preparación evangélica” (LG 16, cf. EN 53), “pedagogía para Dios” (AG 3a) o “semillas del Verbo” (AG 11b, LG 17). Los tópicos de la preparación del Evangelio en las culturas no-cristianas y de la procedencia en esas de todo lo que es bonito, bueno y verdadero del Espíritu Santo es lugar común en la tradición católica (cf. AG 15; 17; GS 22,5; 26,4; 38; 41,1; 57,4). Transitorias son no las religiones no-cristianas, mas nuestra comprensión de esas. “La ortodoxia”, afirmó la Comisión Teológica Internacional aun en 1972, “no es un consentimiento a un sistema, mas la participación de una caminada de la fe”.5 Cuando nos asalta la voluntad de arrancar toda cizaña de la historia, el Evangelio nos acuerda del horizonte escatológico de la cosecha (cf. Mt 13,24-30).
3.3. Gratuidad
En el mundo competitivo y excluyente, donde todo vale solamente por su precio de mercado, la misión está vinculada a la derrota del reino de la necesidad (“costo-beneficio”) y a la recuperación de un espacio y proyecto alternativos de no-mercado y gratuidad. La comunidad misionera confía en la atracción de su testimonio gratuito. Su "marketing" dispensa propaganda y armas. Los espacios de gratuidad inherentes al cristianismo son espacios de resistencia delante de espacios hechos territorios de lucro. El lucro particulariza y privatiza. El mercado no es para todos.
En Aparecida, la Iglesia se autodenominó “casa de los pobres” (DA 8, 524). Su espacio es un espacio alternativo, que está configurado por la gratuidad de la cruz de Jesús de Nazaret y de la experiencia pascal de sus discípulos. Esa gratuidad de la cruz no es el prefacio de la historia de liberación y emancipación, mas su eje permanente: “el amor de donación plena, como solución para el conflicto, debe ser el eje cultural `radical` de una nueva sociedad” (DA 543). “En la generosidad de los misioneros se manifiesta la generosidad de Dios, en la gratuidad de los apóstolos aparece la gratuidad del Evangelio” (DA 31). La Iglesia “casa de los pobres” es una Iglesia pobre. De los pobres recibe el done de la gratuidad y la proximidad del Espíritu Santo, que es “padre de los pobres” (Secuencia de Pentecostés) y “protagonista de la misión” (RM 21b).
En los tramites de la justicia, la Iglesia no es jueza entre las partes, mas “abogada de la justicia de los pobres” (DA 395, 533). Ela es parcial. Defiende una parte del proceso. Esa es la su misión pneumatologica, ser “consoladora”, “intercesora” y “abogada”: introducir y representar el “Espíritu de la Verdad” (Jo 14,17) que ven del Padre y da testimonio delante del “padre de la mentira”, que perturba la orden social. El Espíritu Santo es Espíritu de la Verdad, no por causa de una doctrina cierta, una ley perfecta o una moral superior, mas porque en él acontece la verdad en la generación de la vida: en la práctica del nuevo mandamiento y de la justicia mayor en favor de los pobres.
Desde el Vaticano II, la Iglesia Católica tejió un hilo conductor para su acción misionera, que esclarece la dimensión más profunda de su “naturaleza misionera”: la opción preferencial por los pobres. Esa opción es preferencial, porque debe “atravesar a todas las nuestras estructuras y prioridades pastorales” (DA 396). La “naturaleza misionera” tiene su origen en la “Misión de Dios”, que es misión del Verbo encarnado, “que se vació a si mismo y asumió la condición de servo” (Fl 2,7), y del Espíritu Santo, enviados a los pobres:
“Todo aquel que tenga relación con Cristo tiene relación con los pobres, y todo lo que está relacionado con los pobres clama por Jesús Cristo” (DA 393). En el Espíritu Santo, el hijo del carpintero fue confirmado “Hijo bienamado”, por ocasión de su bautismo en el Jordán. Por él fue conducido “al deserto, para preparar-se para su misión” (cf. Mc 1,12s; DA 149). En él fue ungido Mesías “para evangelizar a los pobres” (Lc 4,18).
Después de su resurrección, Jesús envió a sus discípulos para predicar, en la fuerza del Espíritu, la Buena Noticia del Reino (cf. DA 276). Todo envío en misión acontece en el Espíritu Santo.
Hace 40 anos que el Papa Pablo VI, que procuró transformar los documentos del Vaticano II en
realidad pastoral, declaró en la abertura de la II Conferencia General del Episcopado Latino-Americano de Medellín:
la Iglesia se encuentra hoy delante de la vocación de la Pobreza de Cristo. (...) La indigencia de la Iglesia, con la decorosa simplicidad de sus formas, es un testimonio de fidelidad evangélica; es condición, algunas veces imprescindible, para dar crédito a la propia misión; (...) representa un ejercicio, que aumenta la fuerza de la misión del apóstol.
La estructura de esa Iglesia de los pobres es trinitaria. Esa, que es “Pueblo de Dios”, “Cuerpo del
Señor” y “Templo del Espíritu Santo” (LG 17), nace y renace en las comunidades por el impulso del Espíritu Santo y “se edifica como Iglesia de Dios, cuando coloca en el centro de sus preocupaciones no a si misma, mas al Reino que esa anuncia como liberación de todos” (DGAE/1995, n. 64). En la memoria eucarística, la comunidad cristiana hace memoria de la gratuidad de su salvación y actualiza, en la memoria del lava pies, las razones de su servicio, que se pone in una lógica que subvierte las relaciones de dominación (cf. Mc 10,42ss).
Agradecer en la conciencia de la liberación recibida como dádiva y servir en el cumplimento de la nueva orden (“¡entre vosotros sea diferente”!) son dimensiones estructurantes de su misión. El done no dispensa el propio esfuerzo y nuestros esfuerzos no dispensan la gracia: “La vida es presente gratuito de Dios, done y tarea que debemos cuidar (...)” (DA 464).
La gratuidad impulsa necesariamente a la simplicidad institucional. Solamente estructuras leves
permiten pensar en gratuidad. Estructuras pesadas son muy caras. Una Iglesia a camino es una Iglesia simples y transparente. El caminar en el Espíritu es un caminar desarmado y despojado. Conversión y transformación autenticas tornan las personas más simples. Y la simplicidad representa también una respuesta a la complejidad cada vez más especializada del mundo. “¿Cuando os envié sin bolsa, sin mochila y sin calzado, os ha faltado por ventura, alguna cosa?” (Lc 22,35).
La gratuidad, microestructuralmente vivida en la contramano del sistema capitalista, apunta para la posibilidad de un mundo para todos, mas también para desconexiones sistémicas, mudanzas de mentalidad y estructuras eclesiales. El Espíritu Santo, que es done y que da vida, vive en el Verbo encarnado, en la Palabra cumplida en la cruz y en la resurrección. Él, que es la vida del Verbo, vive también conozco en la Palabra de Dios cumplida en la fidelidad a su misión, en la partición del poco que tenemos y en las causas del Reino que defendemos.
3.4. Razones de la nuestra esperanza
Los discursos dominantes hoy afirman que no hay alternativa al capitalismo, que las utopías no hacen más sentido y que la historia llegó a su ponto final. Son discursos de auto-salvación y desespero dirigidos contra los pobres. Generan pesimismo y depresión. La esperanza nace cuando las víctimas comienzan a hablar, actuar, organizarse por propia cuenta; cuando los discípulos-misioneros se hacen presentes en medio al pueblo, rechazan el propio protagonismo y ceden a las ventajas de su clase social, acompañan los procesos de organización, ayudan a expulsar el sentimiento de la incapacidad y se empeñan en transformar los deseos alienantes, que esperan todo de la providencia de Dios o de las promesas de los políticos, en esperanza histórica.
La esperanza es un mensaje central de la fe bíblica (cf. SpS 2). El mensaje del Reino y de la resurrección de Jesús, que es promesa de la justicia definitiva, es promesa a ser cumplida en la resurrección de los muertos, cuando “todos revivirán en Cristo” (1Cor 15,22). Creemos en el resucitado y anunciamos su Reino en el horizonte de la plenitud escatológica de “un cielo nuevo y una nueva tierra” (Ap 21,1). El Dios conozco es siempre el Dios que camina a nuestra frente y a nuestro encuentro. Él es el futuro absoluto para la humanidad. La esperanza, que es la fuerza interior de la fe, permite confiar en el Dios siempre mayor y en el futuro prometido por Él. Por la esperanza somos capaces de comprender el incógnito de Dios no como ausencia o abandono, mas como su condición de ser y como centro del mundo, en los rostros de los emigrantes y refugiados, de los desempegados y de los que viven en la calle de las grandes ciudades, de los agricultores y indígenas sin tierra y de los afro-descendentes que luchan por su reconocimiento en sociedades racistas (cf. DA 58, 65, 72, 88ss, 402, 427, 439, 454). El grito de esa gente nos recuerda diariamente de la presencia de Dios y de la injusticia humana, que domina el mundo como un cáncer maligno. Dios oye el grito de su pueblo. Él no solo miró para el sufrimiento del pueblo, como participó de ese sufrimiento. Él está en el grito de su pueblo. Dios es el grito de los pobres. Dios no sufre más por nosotros, mas tiene compasión de nosotros. Y nosotros podemos nos exponer al sufrimiento de los otros, porque en elles experimentamos la compasión de Dios.
Reconocer Dios como sujeto y autor de la historia y de la misión alivia el peso de la misionariedad,
sin eximir de responsabilidad. Él es el buen pastor de los discípulos-misioneros. Por tanto, debemos pedir a Dios no eso o aquello, mas el done que él mismo es. Pedir a Dios Dios significa pedir oídos abiertos, manos extendidas, una vida que se dona, y una voz profética que no se cala.
Dios, que oye el grito de los pobres, que está conozco en el centro de los conflictos, nos envía en misión. Al envió precede la convocación al éxodo. Él nos llama la salir de la esclavitud. Esa esclavitud se desdobla en múltiplas formas de servidumbre y sumisión. En el origen de cada servidumbre está el secuestro de la memoria de los pobres. La experiencia del éxodo y la recuperación de la memoria son fundamentales para el anuncio misionero. La misión que se propone ser y anunciar “boa noticia a los pobres” procura, necesariamente, desintegrar-se del sistema que produce el sufrimiento de los pobres, procura desintegrar el sistema y, positivamente, recuperar la memoria de los oprimidos. Dios, que convida al éxodo, también pone
fin al exilio. Zacarias (“El Señor es memoria”), el profeta pos-exilio, promete libertar “los cautivos de la esperanza (...) de la cisterna donde no hay agua” (Zc 9,11s). Los cautivos de la esperanza serán arena en las entrañas del sistema basado en la exclusión, exploración y en los privilegios de pocos (cf. DA 62).
Quién sale de su tierra, como Abrahán, o de la tierra de los otros, donde fue esclavizado, como Moisés, no sabe para donde va. En última instancia, la esperanza es confianza en Dios, es utopía, lugar inexistente, promesa absoluta. Una primera salida está en la salida, en el éxodo. La misión vive y propone ese éxodo en dirección de un mundo nuevo que acogemos en la metáfora del Reino de Dios. La esperanza nos da las razones y la fuerza para decidir entre el presente, acomodado y sufrido, y el éxodo para un futuro imprevisible y arriscado. Vivir en la esperanza tiene sus peligros y riesgos.
La ruptura sistémica no depende de la Iglesia, mas es factible con esa. Sus gestos significativos –
señales de justicia y imágenes de esperanza – atraviesan a todos sus sectores (formación, teología, catequesis, ministerios, liturgias, pastorales), y articulaciones con sectores que ultrapasan el ámbito eclesial. La Iglesia, a través de sus agentes, está presente en los diversos movimientos sociales que acreditan en la posibilidad de un otro mundo. Su misión es “despertar esperanza medio a las situaciones más difíciles, porque, se no hay esperanza para los pobres, no tendrá para nadie” (DA 395).
Precisamos nuevamente bajar al suelo del pueblo pobre y ferido, para formar liderazgos en su medio y en sus luchas, donde “el propio Cristo se hace peregrino y camina resucitado” (DA 259). El resucitado es el crucificado. La cruz no pertenece a la prehistoria de las luchas por la liberación. Pertenece a su historia permanente. Y en esa historia definimos etapas, prioridades y metas de un otro mundo posible. Alimentar la esperanza de los pobres exige presencia, visión e intervención de discípulos-misioneros como actores sociales.
El apóstol nos exhorta a “estar siempre prontos la dar la razón de nuestra esperanza, (...) con mansedumbre y respecto” (cf. Pd 3,15s). Todavía, no somos nosotros que producimos el nuevo, mas el nuevo no será jugado a nuestros pies sin nuestra participación. Tampoco podemos pronosticar el mundo nuevo que esperamos.
Asumimos con los pobres, que son mensajeros de la esperanza, la pobreza del nuestro saber a respecto de la forma concreta del futuro esperado. En todo caso sabemos que las transformaciones, que inspiran la esperanza, comienzan con la participación de los pobres-otros en la construcción del mundo nuevo y de la Iglesia, con redistribución de los haberes acumulados por pocos, con el reconocimiento del diferente y con la gratuidad vivida por la comunidad misionera.
La Iglesia de América Latina y del Caribe tiene delante tres alternativas: (a) amedrentada, enterrar los muchos talentos que ha recibido (Mt 25,14ss); (b) se inserir en el sistema capitalista y proponer pequeñas memorias; o (c) intervenir con señales de justicia en el mundo injusto y lanzar las semillas del Reino. La Iglesia de Aparecida asumió esa intervención y ruptura como servicio a los pobres. Esa prometió no apenas ser abogada de los pobres, mas su casa. Como casa de los pobres, la Iglesia será casa de esperanza.
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