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jueves, 21 de agosto de 2008

XXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Pedro, la Iglesia y Nosotros


El Evangelio de este domingo se ha utilizado y utiliza como la mejor justificación del papado y de su autoridad sobre la iglesia toda. Jesús mismo le da el poder de las llaves: lo que desate en la tierra, quedará desatado en el cielo y lo que ate en la tierra quedará atado en el cielo. Desde ahí se han hecho las interpretaciones más extremas que nos podamos imaginar. Nos bastaría, aunque éste no es el lugar, con echar una mirada a la historia de nuestra iglesia católica, en especial a la historia de los papas, para darnos cuenta de que no han sido siempre precisamente santos ni padres ni pastores.
Pero quizá ahí esté lo más maravilloso de Jesús y de su Evangelio. Como dice el refrán popular, “Dios escribe recto con líneas torcidas”, dicho que se cumple perfectamente en el caso de Pedro y de sus sucesores (por no hablar de cada uno de nosotros). Ni Pedro ni sus compañeros apóstoles eran los mejores. Pero fueron aquellos a los que Jesús llamó para que fueran sus discípulos. Seguramente no tuvo otro motivo sino que la gracia de Dios brillase con más fuerza entre aquel espectáculo de fragilidad, debilidad, infidelidad y deslealtad humana.

Pedro y sus amigos no entendían pero Jesús sí

Porque no hay que olvidar que Pedro y sus compañeros, a la hora de la verdad, la de la muerte, la del Calvario, salieron corriendo. Apenas quedaron allí unas mujeres. Para más inri, Pedro negó tres veces conocer a Jesús. Se conoce que la situación –la detención de Jesús– le provocó el olvido temporal y se quedó bloqueado. Hoy le habríamos llevado a un psicólogo para que le ayudase a procesar lo sucedido. Pero a eso antes se le llamaba simplemente miedo y deslealtad. Los otros apóstoles no negaron a Jesús, como Pedro, pero es que ni siquiera se acercaron por allí. Salieron corriendo rumbo a Galilea, lejos de Jerusalén y de las autoridades judías y romanas que les amenazaban.
Lo que pasó en el momento de la muerte de Jesús no fue más que la punta del iceberg. Una lectura tranquila de los evangelios pone enseguida de manifiesto las muchas veces que los discípulos no entienden lo que dice Jesús, que salen por peteneras, que van a su bola. Los versículos que siguen al texto evangélico de hoy son muy iluminadores. A poco de hacer su gloriosa confesión, después de la cual Jesús llama “Dichoso” a Pedro porque lo que ha dicho se lo ha revelado el mismo Padre, Pedro es rechazado por Jesús al grito de “¡Quítate de mi vista, Satanás!” y se le añade que “tú piensas como los hombres no como Dios”.
No hay que darle más vueltas. Dios –sabiduría y misericordia infinita– sabe arar con los bueyes de que dispone. Y sabe sacar lo mejor de ellos –y de cada uno de nosotros–. De Pedro hizo un apóstol y un testigo de su fe. De aquel grupo de discípulos que no comprendían nada, hizo una comunidad de creyentes capaz de extender la buena nueva del Evangelio por todo el mundo conocido.

Dios, ¡qué grande y bueno eres!

Hoy se dirige a nosotros y nos vuelve a preguntar, con toda la paciencia del mundo, quien pensamos nosotros que es él. Espera nuestra respuesta. Sabe que primero responderemos con palabras. Es casi seguro que no tendremos problemas para aprobar esa parte del examen. Pero después de la teoría viene la práctica. Y Jesús sabe que la respuesta que damos con nuestra vida no estará, casi seguro, a la altura esperada. Pero Jesús tiene paciencia. Como la tuvo con Pedro y con los apóstoles. Con ellos edificó los fundamentos de la iglesia. Con nosotros sigue contando para completar la construcción. Y hacer que el reino sea la casa grande, la casa de todos, la casa del Padre.
Al final, recordemos que casi más importante que la fe que nosotros tengamos en él es la fe que él, Jesús, tiene en nosotros. Él nos ha llamado y sigue llamándonos. Él confió en nosotros y sigue confiando. Eso es suficiente para seguir en la brega con ilusión.

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