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martes, 19 de agosto de 2008

XXI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Siempre encontraremos refugio seguro para nuestra fe en aquel que ha sido colocado al frente de la Iglesia


Nadie desconoce la gran difusión que, en nuestros tiempos, ha ganado la sagrada Escritura. Los más grandes podrán recordar aquellas Misas en latín en donde solo los que tenían un Misal traducido eran capaces de entender lo que el celebrante leía en el altar. La predicación de los curas, en aquella época, casi podía limitarse a la traducción que hacían del evangelio, parafraseándolo, luego de haberlo leído en latín. Hoy no solo se proclama la Escritura en español sino que se ha aumentado notablemente el número de textos de ella que se usan en la Misa variándolos en períodos de tres años.

Cualquiera pude adquirir una Biblia por unos pocos pesos. Cuando yo era joven las únicas que estaban al alcance de la gente eran las traducidas por los protestantes, notablemente más baratas que las de los católicos. Hoy difícilmente haya un hogar en donde falte un nuevo testamento.

Que esto empero haya traído un mejor conocimiento del cristianismo es algo de lo que puede dudarse. La Biblia es un conglomerado de libros distintos, de muy diferentes épocas, vocabulario, ideas y manos. Diríamos hoy, una abigarrada Biblioteca en la cual podemos encontrar de todo sobre muchos temas y de muchos autores. Que hoy tengamos todo reunido en un solo libro de letras chiquitas no puede ocultar su heterogeneidad.

El ponerse a leer la Biblia exige no solamente la traducción de sus originales hebreos, arameos y griegos, sino una serie de conocimientos previos que difícilmente están, sin estudio serio, al alcance de los fieles en general. El antiguo testamento, por otra parte, en su tenor literal además de paginas tediosas y de difícil comprensión añadidas a multitud de leyes sociales y cultuales que no nos interesan y poco nos dicen, nos presenta pasajes realmente escandalosos de legislaciones brutales, hechos de salvajismo bélico aparentemente ordenados por Dios, personajes claves de la historia de Israel de vida poquísimamente ejemplar. Baste pensar en David, antiguo mercenario de los filisteos, desleal con sus amigos, adúltero, cruel y codicioso.

Aún la oración que ha adoptado la Iglesia, que era la que se practicaba en el templo de Jerusalén, los salmos, han tenido que expurgarse, para su uso público, de versículos incompatibles con el sentir cristiano y no pueden leerse sin continuas transposiciones mentales al espíritu de Jesús.

Pero baste la experiencia de todos los que venimos a Misa durante la semana y, a veces, tenemos que tragarnos largas y tediosas primeras lecturas sacadas del viejo testamento de las cuales no entendemos una papa. Se necesitaría en todas esas Misas una clase especial para sacar a luz de ellas algo de provecho cristiano.

Ni siquiera el nuevo testamento carece de enormes dificultades: la mayoría de las epístolas, salvo en pasajes muy conocidos, son difíciles de entender. Están escritas en un lenguaje y una técnica de pensamiento muy distintos de los nuestros. Aún traducidas, desde nuestras categorías modernas, apenas puede uno acercarse al sentido original.

Incluso los evangelios presentan sus dificultades: relatos diferentes de aparentemente los mismos hechos, frases no siempre claras, supuestas contradicciones, temas que, a primera vista, para nosotros no tienen envergadura, como el del sábado o ciertas alusiones a costumbres de la época ya inconsuetas para nosotros. No por nada la carrera de licenciado o doctor en Sagradas Escrituras es la más difícil y prestigiosa de todas las carreras teológicas. Pero ni siquiera los doctores en sagrada Escritura son capaces muchas veces de determinar el significado de ciertos pasajes de ésta.

Es sabido que cuando, gracias a Gutenberg, el costo de la edición de los libros se redujo substancialmente Lutero pudo inundar a Europa con sus traduccioens de la Biblia haciendo que esta llegara a cualquier mano. Esto no fue precisamente un beneficio ya que, entre otras cosas, el viejo testamento en manos de gente ignorante y tenido como palabra santa, justificó la barbarie de las guerras de religión. Barbarie, crueldad y salvajismo nunca vistos hasta entonces entre hermanos cristianos.

Por otra parte desde entonces, pero aún hoy en día, la lectura ignara e iletrada de la Escritura sirve a tantísimos para esgrimirla en contra de actitudes y enseñanzas de la Iglesia y, muchas veces, para guiar la conducta prescindiendo del magisterio.

Todo ésto parte de la base de un supino mal entendido: el de que la Iglesia nace de la Escritura, y que esta es la única fuente de enseñanza cristiana, y que contiene ya, para siempre, todo lo que hay que saber de Dios y de los hombres, y que cualquier añadido es un aditivo humano circunstancial y prescindible.

Nada que ver. De ninguna manera Jesucristo ha tenido la intención de dejarnos un libro ni de convocar alrededor de éste a sus seguidores. Él, por su parte, que sepamos, no nos ha dejado escrito nada. La única vez que los evangelios nos lo muestran escribiendo, lo hace sobre el polvo. Ni sabemos lo que pudo haber allí borroneado.

Jesús no nos legó un libro, nos dejó la Iglesia. Y la Iglesia es una comunidad de personas profundamente vinculadas en lo vital con lazos de existir divino, no la sociedad de amigos de Borges o de amigos de la Biblia. Personas convocadas por Jesús alrededor de su persona. Mucho más: transformados interiormente por su espíritu, elevados por la gracia, constituidos en hijos de Dios, capaces de decir a éste "¡Padre!", movidos por ese mismo espíritu de Jesús.

Y, como toda sociedad que se respete, no es un abigarrado conjunto de individuos: es una verdadera comunidad, organizada con distintas responsabilidades y aunada por dirigentes.

Es esta sociedad viva -la Iglesia- quien va transmitiendo la palabra de Cristo y el poder divinizante del espíritu a todos los lugares y a todos los tiempos, creciendo en la comprensión de Jesús y de si misma y adaptando sus términos y su modo de ser y de vivir a las realidades cambiantes con las cuales se encuentra. Es un organismo viviente. De allí que la Iglesia se mantenga en permanente novedad y juventud, con un mensaje siempre fresco, siempre comprensible, siempre adaptado a las realidades a las cuales llega. No nos entrega un vetusto libro conservado en naftalina, sino la proclamación vibrante del llamado y la vida de Dios intentando transformarnos, renovarnos, llevarnos a la perenne mocedad de la resurrección.

Es a esta sociedad viviente y a las enseñanzas proferidas auténticamente por sus dirigentes, a la que el cristiano directamente presta fe, no a una difícilmente interpretable obra literaria.

"Yo creo en la Iglesia", afirma el católico. Ella, a través de sus legítimas autoridades -y cuando habla en asuntos de su competencia específica, no sobre cualquier cosa- es la vocera de Jesucristo en la tierra. Y es el mismo Jesucristo quien, al pedirme que crea en ella, al mismo tiempo la hace fiable con su asistencia permanente y, en asuntos esenciales, dotándola de infalibilidad. Eso lo ha probado y sigue probando a nuestra razón con hechos, muchos de ellos portentosos; por ello hace razonable el que creamos en ella cuando se pronuncia definitivamente sobre materias de fe y de moral.

¿Y la sagrada Escritura? Y, especialmente, ¿el nuevo testamento? Es una colección de obras escritas a partir de mediados del siglo primero, cuando ya hacía tiempo existía la Iglesia, y que representa un momento privilegiado del pensar y sentir de la comunidad cristiana, muy próximo a los orígenes, y asumido por la Iglesia como piedra de toque de todas sus enseñanzas, también de aquellas no contenidas en la Escritura y que fueron transmitidas por tradición. Es también referencia obligada de todas aquellas verdades que, guiada por el Espíritu, la Iglesia fue entendiendo cada vez más y mejor a través de los siglos. Más aún: el nuevo testamento es el conjunto de obras cristianas primitivas que la Iglesia señaló, dejando de lado otras, a partir del siglo IV, como especialmente inspiradas por Dios y por lo tanto como libros canónicos. Es decir como fuente segura en lo que atañe a su enseñanza sobre Cristo, sobre la iglesia y sobre las costumbres.

Es, pues, la Iglesia la que me señala la Escritura como fuente de la fe y no al revés. Creo en la Escritura porque creo en la Iglesia; no que crea en la Iglesia y en lo que dice porque puedo probarlo desde las Escrituras. Es la Iglesia la que da carácter sagrado a los escritos del nuevo testamento y no al revés. La Iglesia existió mucho antes de que se redactara el primer libro del nuevo testamento y, absolutamente, podría existir también sin ellos.

Jesús no nos ha legado una obra literaria, un tratado de teología o de moral, nos ha dejado su cuerpo místico en donde insertarnos como miembros, su vid llena de pámpanos y racimos donde injertarnos como sarmientos. Este organismo vivo posee una vitalidad que viene del Resucitado y se hace presente en el mundo mediante su Iglesia, Iglesia de la cual formamos parte y que nos transmite la vida en palabra y sacramentos.

A pesar de que su vitalidad proviene de Dios y por eso es invisible a nuestros ojos, su presencia es visible y tangible: la sociedad de seres humanos que creen en Cristo y que son presididos por Pedro.

Hoy nos hemos encontrado en el evangelio con un momento fundacional de esta sociedad llamada a prolongar, siempre lozana y siempre joven, en todos los tiempos y lugares del mundo, la presencia de Jesús. Hoy Cristo señala al primero de aquellos sobre los cuales construirá su viviente templo: Pedro.

El apodo Pedro ya se ha transformado en un nombre común y apenas nos dice nada, tanto más que de por si en castellano nada significa. Pero el texto evangélico se remonta a las palabras dichas por Jesús en arameo 'kefas' y vertidas al griego 'petros' que nunca habían existido antes como nombres propios. Eran simplemente substantivos: piedra o, mejor, roca; término que da imagen de fuerza y que incluso en el antiguo testamento es usado para adjetivar a Dios: "Dios es nuestra roca; baluarte donde me refugio". Casi, precisamente, con el sentido de la palabra 'rocca' en italiano, que significa fortaleza levantada en el pico de la montaña.

"Tu eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" deforma la frase aramea original que sonaría: "Tu eres Roca y sobre esta roca edificaré mi iglesia". El viejo Simón, hijo de Jonás, es apodado por Jesús o mejor dicho nombrado -en el sentido fuerte de la palabra nombrar-: roca. Simón la Roca, así habría que leer el Simón Pedro que mal traduce nuestro evangelio.

De allí que nada más lejos de la concepción católica de la Iglesia que la de un conjunto de lectores admiradores de los escritos de un antiguo maestro, como los budistas, o los seguidores de Confucio o de Platón o de Hegel o del Corán o de Marx o de Lacan... El cristiano, cuando es bautizado, entra a formar parte de una comunión vital entre hijos de Dios, alimentada por la gracia de los sacramentos, determinada su fe por los dogmas y el catecismo, gobernada por pastores asociados a la Roca, a la vez que alentada por todos aquellos que ya han llegado a la meta. Como sociedad humana, mientras está militante en este mundo, muchos de sus miembros, aún de los dirigentes, pueden defeccionar e incluso equivocarse en muchísimas cosas, incluso de fe y de moral... Pero Jesús no nos hubiera pedido adherirnos a su Iglesia -"quien a vosotros escucha a mi me escucha"-, si no la hubiera formado de tal manera que siempre en ella hubiera una instancia segura a quien acudir: la Roca. Simón la Roca, Sixto la Roca, Gregorio la Roca, Pío XII la Roca, Juan Pablo II la Roca... Cuando todo lo demás cae, cuando todo lo demás defecciona, cuando el resto calla o se equivoca, cuando avanza bullicioso, doctoral y vacío el mundo de los periodistas, de los políticos, de los falsos filósofos, de los docentes ineducados, de los ideólogos de la nada, de los fementidos intérpretes de la Escritura, de los teólogos divinizadores del hombre... -"unos que Juan Bautista, otros que Elías, otro que alguno de los profetas"-, siempre encontraremos refugio seguro para nuestra fe en aquel que ha sido colocado al frente de la Iglesia como Roca, y a quien no es solamente la lábil razón, la carne y la sangre, quienes le dictan sus enseñanzas, sino el mismo Padre que está en los cielos.

Recemos por él: pobrecito débil hombre de carne, teniendo para nosotros que hacer de roca.

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