No hay duda de que Pedro era discípulo de Jesús. Había dejado todo. Aunque fuese una barca vieja y unas redes maltrechas. Pero lo había dejado todo, seducido (término importante de la primera lectura, que hay que meditar muchas veces) por aquella presencia de Jesús, por su forma de hablar, por las cosas que hacía, por el mensaje de amor y misericordia, por su cercanía a los más pobres y necesitados. Todo ello le había atraído con una fuerza superior a él.
Pedro no había renunciado a nada. Hay que decirlo en positivo, había escogido lo que le pareció mejor: seguir a Jesús le ofrecía una posibilidad de vivir una vida mucho mejor que seguir con sus pesquerías de siempre. Pedro amaba a Jesús, que era su razón de vivir, el centro de su existencia. Lo acaba de decir en el evangelio del domingo pasado al responder a la pregunta que Jesús había hecho a los discípulos.
Por eso, no podía entender que Jesús hablase de muerte, de sufrimientos. Y mucho menos de una muerte como aquella –Jesús dijo que iba a “ser ejecutado”–. Pedro actuó como quien ama mucho. Y los que aman mucho saben por experiencia que no desean ningún mal a la persona a la que aman. Su reacción fue la más natural. La que habríamos tenido todos. Lo menos que podía hacer era decirle que no quería que sufriese y que Dios mismo le debería proteger de esos sufrimientos.
Pedro, uno más de nosotros
Pedro, una vez más, no es diferente de nosotros, de esa dificultad que todos tenemos para aceptar el dolor y la muerte, especialmente de nuestros seres queridos. Su reacción es la primera que se tiene habitualmente: la negación. Eso no va a suceder. Eso no puede suceder. Es imposible. El choque con una realidad tan dura, una realidad para la que habitualmente no estamos preparados, nos paraliza de tal modo que negamos la realidad y entramos en estado de shock.
Pero Jesús, aunque un poco bruscamente, lleva de nuevo a Pedro a la realidad. La muerte es parte de la vida. No hay otra forma de vivir sino cargar con la cruz. Seguirle no es sólo caminar por los campos de Galilea en primavera, rodeados de multitudes que aclaman a Jesús. Seguirle es caminar cuesta arriba, hacia Jerusalén. Y saber que allí, por coherencia vital, esperan dificultades, conflictos, problemas. Y acaso también espera la muerte. Porque el Reino lo merece todo. Y porque la confianza se pone en Dios y no en nuestras propias fuerzas. Agarrarse a la vida es perderla. Vivirla a tope en la fraternidad del Reino, compartiendo, arriesgando, regalando, dándose, es la única forma verdadera de ganarla.
Amar la vida en todo momento
Como ya sabemos por los Evangelios, a Pedro le costó una vez más aprender la lección. ¡No era una de las fáciles! Pero amaba mucho a Jesús y por eso siguió con él, aunque a veces no le entendiese del todo. Jesús seguía valiendo la pena. Y las redes y la barca cada vez quedaban más lejos, menos valiosas y más inútiles.
Hoy reconocemos con gozo el amor con que Pedro amaba a Jesús. Nos reconocemos en él. También nosotros habríamos reaccionado como él ante el anuncio de Jesús. Pero escuchamos las palabras de Jesús y le pedimos que, como dice Pablo en la carta a los Romanos, transforme nuestra mente para que sepamos discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que verdaderamente nos hace vivir a tope esta vida que él mismo nos ha regalado. Para que, a pesar del dolor, amemos la vida.
Pedro no había renunciado a nada. Hay que decirlo en positivo, había escogido lo que le pareció mejor: seguir a Jesús le ofrecía una posibilidad de vivir una vida mucho mejor que seguir con sus pesquerías de siempre. Pedro amaba a Jesús, que era su razón de vivir, el centro de su existencia. Lo acaba de decir en el evangelio del domingo pasado al responder a la pregunta que Jesús había hecho a los discípulos.
Por eso, no podía entender que Jesús hablase de muerte, de sufrimientos. Y mucho menos de una muerte como aquella –Jesús dijo que iba a “ser ejecutado”–. Pedro actuó como quien ama mucho. Y los que aman mucho saben por experiencia que no desean ningún mal a la persona a la que aman. Su reacción fue la más natural. La que habríamos tenido todos. Lo menos que podía hacer era decirle que no quería que sufriese y que Dios mismo le debería proteger de esos sufrimientos.
Pedro, uno más de nosotros
Pedro, una vez más, no es diferente de nosotros, de esa dificultad que todos tenemos para aceptar el dolor y la muerte, especialmente de nuestros seres queridos. Su reacción es la primera que se tiene habitualmente: la negación. Eso no va a suceder. Eso no puede suceder. Es imposible. El choque con una realidad tan dura, una realidad para la que habitualmente no estamos preparados, nos paraliza de tal modo que negamos la realidad y entramos en estado de shock.
Pero Jesús, aunque un poco bruscamente, lleva de nuevo a Pedro a la realidad. La muerte es parte de la vida. No hay otra forma de vivir sino cargar con la cruz. Seguirle no es sólo caminar por los campos de Galilea en primavera, rodeados de multitudes que aclaman a Jesús. Seguirle es caminar cuesta arriba, hacia Jerusalén. Y saber que allí, por coherencia vital, esperan dificultades, conflictos, problemas. Y acaso también espera la muerte. Porque el Reino lo merece todo. Y porque la confianza se pone en Dios y no en nuestras propias fuerzas. Agarrarse a la vida es perderla. Vivirla a tope en la fraternidad del Reino, compartiendo, arriesgando, regalando, dándose, es la única forma verdadera de ganarla.
Amar la vida en todo momento
Como ya sabemos por los Evangelios, a Pedro le costó una vez más aprender la lección. ¡No era una de las fáciles! Pero amaba mucho a Jesús y por eso siguió con él, aunque a veces no le entendiese del todo. Jesús seguía valiendo la pena. Y las redes y la barca cada vez quedaban más lejos, menos valiosas y más inútiles.
Hoy reconocemos con gozo el amor con que Pedro amaba a Jesús. Nos reconocemos en él. También nosotros habríamos reaccionado como él ante el anuncio de Jesús. Pero escuchamos las palabras de Jesús y le pedimos que, como dice Pablo en la carta a los Romanos, transforme nuestra mente para que sepamos discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que verdaderamente nos hace vivir a tope esta vida que él mismo nos ha regalado. Para que, a pesar del dolor, amemos la vida.
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