No es literatura; ni romanticismo barato. Por el evangelio hay que estar dispuestos a jugarse la vida. Después de haber celebrado casi dos mil veces el Viernes Santo, no debería ser necesario decirlo. No basta con recordar la vida, pasión y muerte de Jesús; hay que cargar con la cruz y seguirlo.
Después de la confesión de Pedro, Jesús se pone a explicar a sus discípulos cuáles son las consecuencias prácticas que va a tener el que él sea un mesías muy distinto a lo que se decía en las enseñanzas oficiales: «Desde entonces empezó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día».
Jesús no anuncia un fracaso ni un éxito pasajero: el final que Jesús anuncia es la vida definitiva, la victoria sobre la muerte; eso estaba ya incluido en la afirmación de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Pero ante la dureza del camino, Pedro pierde de vista la meta; y si su intervención anterior fue absolutamente positiva, ahora pierde los papeles y muestra el otro lado, la cruz... de la moneda. El no puede consentir que Jesús acabe de esa manera: en conflicto con los máximos dirigentes del pueblo, los miembros del Gran Consejo, la aristocracia económica (senadores), la jerarquía religiosa (sumos sacerdotes) y la crema de la intelectualidad (letrados)...; detenido, juzgado, ejecutado... Pero ¿habría perdido Jesús la cabeza? Y lo coge aparte, se separa del resto de la comunidad y... ¡ menuda regañina! « ¡Líbrete Dios, Señor! ¡No te pasará a ti eso!»
La dureza de la reacción de Jesús muestra hasta qué punto había sido profunda la metedura de pata de Pedro: «¡Vete! ¡Quítate de enmedio, Satanás! Eres un tropiezo para mí, porque tu idea no es la de Dios, sino la humana». Exactamente lo contrario de lo que le acababa de decir (véase comentario del domingo pasado). La pretensión de Pedro equivale a las tentaciones del desierto: él, aunque lo hace para evitar su muerte, intenta desviar a Jesús de su camino (Mt 4,1-11); por eso Jesús lo rechaza con las mismas palabras con que despidió al diablo en aquella ocasión.
La muerte de Jesús es inevitable. Y no porque Dios lo haya dispuesto así (véase el comentario al evangelio del Domingo de Ramos), sino como consecuencia del choque que se produce entre la fidelidad de Jesús a su compromiso de servicio y de amor, y la obcecación de los dirigentes. Y Pedro, al oponerse, está intentando quebrar la fidelidad de Jesús. Muy al contrario, lo que él debe hacer es seguir las huellas de su maestro.
A continuación, Jesús se dirige a los discípulos y les dice que «el que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y entonces me siga».
No dice Jesús nada nuevo: se limita a recordar lo que ya había dicho en las bienaventuranzas (Mt 5,1-12).
Renegar de si mismo significa colocar en un segundo plano los propios intereses, renunciar al éxito y al triunfo, tal y como se entienden en nuestro mundo; renunciar, naturalmente, al deseo de hacerse rico: es la primera bienaventuranza.
Cargar con la cruz equivale a la última, en la que Jesús promete la felicidad a quienes son perseguidos por su fidelidad: Jesús no está, por tanto, predicando la resignación ante los sufrimientos que nos pueda traer el vivir cotidiano. La cruz que hay que coger es la misma que llevó Jesús. El no se calló ante la injusticia, no se resignó ante el dolor humano. No. Y por eso lo mataron: por lo que habló, por su lucha constante en favor de la felicidad de los pobres, los enfermos, los marginados, los desgraciados... y de todos los que quisieran aceptar su servicio. Esa fue su cruz; y ésa es la cruz que está esperando a sus seguidores.
Ni Jesús buscó el sufrimiento ni quiere que lo busquemos nosotros; pero lo que él no hizo, y no quiere que nosotros lo hagamos, es huir asustados cuando nuestra actividad en favor del evangelio se vea atacada por letrados, sumos sacerdotes o senadores. Jesús no nos invita a sufrir, sino a amar. Que mantengamos la fidelidad en el amor es lo que nos pide, aunque nos pueda acarrear la persecución de quienes viven mejor -eso creen ellos, y así es si vivir mejor es tener más privilegios- en un mundo injusto e insolidario que en un mundo de hermanos.
Jesús, ya lo veíamos, anuncia su resurrección. Y lo mismo que nos invita a acompañarlo en el camino, que puede pasar por la persecución y muerte también en nuestro caso, nos promete que estaremos asociados a él también en el triunfo: «Porque si uno quiere poner a salvo su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por causa mía, la pondrá al seguro». No es un trabalenguas, ni una adivinanza: es un compromiso. El que esté dispuesto a jugarse la vida, sabe que acabará ganando. Jesús recorrerá con él el camino que ya recorrió una vez, y al final «el Hombre va a venir entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta».
Pero, además de tener asegurada la vida para siempre, Jesús da una razón más. No vale la pena gastar la vida en conseguir el mundo: « ¿De qué sirve a un hombre ganar el mundo entero a precio de su vida? » La vida vale mucho más que todas las riquezas del mundo. «Renegar a sí mismo», «elegir ser pobre» no es renunciar a la vida, es aprovecharla mucho mejor, es dedicarla al amor, es gastarla en la conquista de la felicidad, la más profunda, la más extensa, la que nace de la experiencia del amor compartido.
La cara de la moneda puede estar no sólo después de la cruz, sino también antes; ése es el sentido de la promesa de las bienaventuranzas: «Seréis dichosos». ¿Vale la pena gastar la vida en otra cosa?
LA CRUZ... DE LA MONEDA
Después de la confesión de Pedro, Jesús se pone a explicar a sus discípulos cuáles son las consecuencias prácticas que va a tener el que él sea un mesías muy distinto a lo que se decía en las enseñanzas oficiales: «Desde entonces empezó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día».
Jesús no anuncia un fracaso ni un éxito pasajero: el final que Jesús anuncia es la vida definitiva, la victoria sobre la muerte; eso estaba ya incluido en la afirmación de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Pero ante la dureza del camino, Pedro pierde de vista la meta; y si su intervención anterior fue absolutamente positiva, ahora pierde los papeles y muestra el otro lado, la cruz... de la moneda. El no puede consentir que Jesús acabe de esa manera: en conflicto con los máximos dirigentes del pueblo, los miembros del Gran Consejo, la aristocracia económica (senadores), la jerarquía religiosa (sumos sacerdotes) y la crema de la intelectualidad (letrados)...; detenido, juzgado, ejecutado... Pero ¿habría perdido Jesús la cabeza? Y lo coge aparte, se separa del resto de la comunidad y... ¡ menuda regañina! « ¡Líbrete Dios, Señor! ¡No te pasará a ti eso!»
La dureza de la reacción de Jesús muestra hasta qué punto había sido profunda la metedura de pata de Pedro: «¡Vete! ¡Quítate de enmedio, Satanás! Eres un tropiezo para mí, porque tu idea no es la de Dios, sino la humana». Exactamente lo contrario de lo que le acababa de decir (véase comentario del domingo pasado). La pretensión de Pedro equivale a las tentaciones del desierto: él, aunque lo hace para evitar su muerte, intenta desviar a Jesús de su camino (Mt 4,1-11); por eso Jesús lo rechaza con las mismas palabras con que despidió al diablo en aquella ocasión.
La muerte de Jesús es inevitable. Y no porque Dios lo haya dispuesto así (véase el comentario al evangelio del Domingo de Ramos), sino como consecuencia del choque que se produce entre la fidelidad de Jesús a su compromiso de servicio y de amor, y la obcecación de los dirigentes. Y Pedro, al oponerse, está intentando quebrar la fidelidad de Jesús. Muy al contrario, lo que él debe hacer es seguir las huellas de su maestro.
CON LA CRUZ A CUESTAS
A continuación, Jesús se dirige a los discípulos y les dice que «el que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y entonces me siga».
No dice Jesús nada nuevo: se limita a recordar lo que ya había dicho en las bienaventuranzas (Mt 5,1-12).
Renegar de si mismo significa colocar en un segundo plano los propios intereses, renunciar al éxito y al triunfo, tal y como se entienden en nuestro mundo; renunciar, naturalmente, al deseo de hacerse rico: es la primera bienaventuranza.
Cargar con la cruz equivale a la última, en la que Jesús promete la felicidad a quienes son perseguidos por su fidelidad: Jesús no está, por tanto, predicando la resignación ante los sufrimientos que nos pueda traer el vivir cotidiano. La cruz que hay que coger es la misma que llevó Jesús. El no se calló ante la injusticia, no se resignó ante el dolor humano. No. Y por eso lo mataron: por lo que habló, por su lucha constante en favor de la felicidad de los pobres, los enfermos, los marginados, los desgraciados... y de todos los que quisieran aceptar su servicio. Esa fue su cruz; y ésa es la cruz que está esperando a sus seguidores.
Ni Jesús buscó el sufrimiento ni quiere que lo busquemos nosotros; pero lo que él no hizo, y no quiere que nosotros lo hagamos, es huir asustados cuando nuestra actividad en favor del evangelio se vea atacada por letrados, sumos sacerdotes o senadores. Jesús no nos invita a sufrir, sino a amar. Que mantengamos la fidelidad en el amor es lo que nos pide, aunque nos pueda acarrear la persecución de quienes viven mejor -eso creen ellos, y así es si vivir mejor es tener más privilegios- en un mundo injusto e insolidario que en un mundo de hermanos.
DESPUES DE LA CRUZ
Jesús, ya lo veíamos, anuncia su resurrección. Y lo mismo que nos invita a acompañarlo en el camino, que puede pasar por la persecución y muerte también en nuestro caso, nos promete que estaremos asociados a él también en el triunfo: «Porque si uno quiere poner a salvo su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por causa mía, la pondrá al seguro». No es un trabalenguas, ni una adivinanza: es un compromiso. El que esté dispuesto a jugarse la vida, sabe que acabará ganando. Jesús recorrerá con él el camino que ya recorrió una vez, y al final «el Hombre va a venir entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces retribuirá a cada uno según su conducta».
Pero, además de tener asegurada la vida para siempre, Jesús da una razón más. No vale la pena gastar la vida en conseguir el mundo: « ¿De qué sirve a un hombre ganar el mundo entero a precio de su vida? » La vida vale mucho más que todas las riquezas del mundo. «Renegar a sí mismo», «elegir ser pobre» no es renunciar a la vida, es aprovecharla mucho mejor, es dedicarla al amor, es gastarla en la conquista de la felicidad, la más profunda, la más extensa, la que nace de la experiencia del amor compartido.
La cara de la moneda puede estar no sólo después de la cruz, sino también antes; ése es el sentido de la promesa de las bienaventuranzas: «Seréis dichosos». ¿Vale la pena gastar la vida en otra cosa?
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