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viernes, 29 de agosto de 2008

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO - CICLO A: Eso no te puede pasar


I. LA PALABRA DE DIOS

Jer 20,7-9: “La Palabra del Señor era en mis entrañas fuego ardiente”
Sal 62,2.3-4.5-6.8-9: “Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”
Rom 12,1-2: “Sea éste su culto espiritual: presentar sus cuerpos como hostia viva, santa, agradable a Dios”
Mt 16,21-27: “El que pierda su vida por mí, la encontrará”


II. APUNTES

Luego de reconocer ante Pedro y los demás Apóstoles que Él es “el Cristo, el Hijo de Dios vivo”, el Señor les anuncia algo tremendo, algo que rompe totalmente sus esquemas mentales, algo que se opone radicalmente al concepto que tenían del Mesías: en Jerusalén será rechazado por “los ancianos, sumos sacerdotes y escribas” –es decir, el Sanedrín en pleno–, será ejecutado y resucitará al tercer día.

El Señor muestra un conocimiento antelado de lo que sucederá en Jerusalén. Sin embargo, más fuerte que el temor de afrontar ese terrible momento es el deseo y propósito firme de cumplir el Plan del Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34). El Señor se muestra decidido: Él debe ir a Jerusalén a morir allí (ver Lc 13,33). La obediencia a Dios está por encima de todo: Él está dispuesto a ofrecer el cruento sacrificio de su propia vida para la reconciliación de la humanidad entera con Dios (ver Mt 26,39.42).

En la mente de los Apóstoles la muerte ignominiosa de su Mesías era impensable, imposible: “Eso no te puede pasar”. El Mesías enviado por Dios tenía que instaurar el Reino de Dios en la tierra. En algún momento Jesús debía mostrar toda su gloria, sería proclamado Rey, asumiría el liderazgo de su pueblo y rodeado de fulgores celestes y acompañado de huestes angélicas sometería finalmente y para siempre a los enemigos de Israel. Y ellos, claro está, estarían a su lado, gozando de su triunfo, de su gloria, de su poder.

El Señor sabía que, así como muchos, pensaban también sus más íntimos discípulos, y por ello se hacía necesario ahora corregir su equivocado concepto y cambiarles la mentalidad: Él, el Hijo de Dios, compartiría la misma suerte de tantos profetas que lo precedieron (ver Mt 21,33-39; ver 1ª lectura). Tal como estaba anunciado en la Escritura, Él tendría que padecer mucho para entrar en su gloria (ver Lc 24, 25-27). El Mesías no era, pues, el rey triunfal en quien ilusoriamente tenían puesta toda su expectativa, sino el Siervo sufriente de quien Isaías había anunciado con siglos de anticipación: “Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus cardenales hemos sido curados” (Is 53,5).

Pedro, en cambio, no piensa como Dios sino como los hombres, es decir, piensa como los judíos nacionalistas de su época que aguardaban a un liberador político. El anuncio del Señor choca frontalmente con sus expectativas y las ideas que tenía. ¿Cómo es posible que Aquél que ha venido a liberar a Israel del dominio político de Roma y de las naciones paganas diga ahora que en Jerusalén morirá de mala muerte? ¡Imposible que el liberador de Israel, el elegido de Dios, sea derrotado! Pensando así, sin duda, “Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderlo: ‘¡No te lo permita Dios, Señor! Eso no te puede pasar’”. Pedro es incapaz de aceptar el anuncio del Maestro, porque es incapaz de cambiar sus esquemas mentales. En vez de cuestionar sus ideas, se aferra tercamente a ellas y se cree con el deber de enmendarle la plana al Señor: “Señor, estás equivocado, estás desvariando, Dios no permitirá que eso le suceda a su Mesías, a su Hijo”.

La reacción del Señor es tajante, radical y severa: “volvió y dijo a Pedro: ‘Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar’”.

La palabra “volverse” no indica solamente un movimiento corporal sino un rechazo interior que entraña cierta violencia, en el caso del Señor es tornarse contra lo que no viene de Dios. Las palabras que dirige el Señor a Pedro abonan en ese sentido: “Quítate de mi vista, Satanás”. Son palabras de rechazo total, son cortantes y no dan lugar a diálogo alguno. Lo que la versión litúrgica traduce por “quítate de mi vista” se traduce literalmente del griego como “retírate detrás de mí” o también “marcha detrás de mí”. No es el Señor quien debe seguir a Pedro, sino Pedro quien debe seguir al Señor Jesús.

Impresiona cómo el Señor, a quien poco antes proclamaba ser la piedra sobre la cual Él construiría su Iglesia, ¡ahora lo llama Satanás! Durísimas palabras, más aún si tenemos en cuenta que Satanás es el nombre propio del demonio, del diablo, enemigo de Dios. Éste se opone a la realización de los designios divinos, sugiere al ser humano apartarse de los caminos de Dios, rechazar a Dios mismo y su Ley. Pedro, al reprender al Señor, se convierte en cómplice de Satanás, en su vocero, en enemigo él mismo de Dios y de sus planes, en tentador para Jesús, en “escándalo” o piedra de tropiezo.

La traducción “me haces tropezar” procede de la palabra griega skandalon. Skandalon era propiamente el gatillo movible de una trampa. Por extensión se aplicaba a la trampa misma o también a cualquier obstáculo situado en un camino, una “piedra de tropiezo”. Figurativamente se decía también de toda persona o cosa por la que uno era llevado al error o pecado (ver Mt 18,6). Jesús acusa a Pedro de ser para Él un obstáculo en el camino, una piedra de tropiezo, una ocasión para caer y desviarse de los Planes divinos. Mas Él, sumamente atento a esa trampa satánica, la desenmascara de inmediato y la rechaza con radicalidad. El Señor no es ingenuo, no cae en la trampa, no tropieza en absoluto.

Luego de reprimir duramente a Pedro el Señor se dirige a sus discípulos para declararles: “El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga.”

El suplicio de la cruz había sido introducido ampliamente en la Palestina por los romanos, aplicándose ampliamente y “en especial a los promotores de movimientos populares que muy a menudo se inspiraban en ideales mesiánicos” (Ricciotti). El Señor no anuncia la gloria humana a sus seguidores. Les pide “negarse a sí mismos”, lo que implicaba —si tomamos en cuenta el contexto en el que fueron pronunciadas aquellas palabras— un dejar de lado todo ideal nacionalista, un renunciar a la gloria humana, al honor y al poder mundano del que esperan gozar al lado del Mesías glorioso (ver Mc 10,37), un dejar de lado toda ambición y proyecto personal para participar en cambio de su mismo destino: la Cruz.


III. LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Pedro y los Apóstoles esperaban encontrar la gloria humana, la fama y el poder al lado del Señor. No querían renunciar a su idea de un Mesías triunfante y glorioso, poderoso rey y caudillo. Confiaban que Él pronto instauraría el Reino de los Cielos en el mundo. Con el favor de Dios, rodeado de huestes angélicas, derrotaría sin esfuerzo a los enemigos de Israel, sometiéndolos definitivamente a su dominio. Cristo debía triunfar, humanamente hablando, y ellos estarían con Él, gozarían de su gloria, participarían de su espectacular triunfo. Mas el Señor les habla de otra cosa, radicalmente opuesta: deben prepararse para el rechazo, para sufrir la ignominia, para afrontar el fracaso humano, para ser perseguidos y para morir por Cristo y por el Evangelio.

¿Por qué es esto así? La razón la encontramos no en que Dios quiera ese sufrimiento, sino en el rechazo del mundo. “El mundo” que se encuentra sometido al poder del pecado, al poder de Satanás y de sus cómplices, no resiste la Luz, la rechaza, busca quitarla de en medio, apagarla (ver Jn 1,10-11). Ése fue el destino de los verdaderos profetas, ése el destino del mismo Hijo de Dios, que asumió la muerte en Cruz para la reconciliación entre Dios y los hombres. Mas Cristo hizo de su sufrimiento en la Cruz el camino a la verdadera e inmarcesible gloria. Por su Cruz nos redimió y por su resurrección venció el poder del pecado y de la muerte, abriendo para nosotros el camino a la vida eterna, en la plena comunión con Dios.

Es verdad que quisiéramos que en la vida cristiana todo fuese cuesta abajo, un “camino de rosas” sin espinas. Pero he aquí que el Señor advierte a quien quiera seguirlo que debe disponerse a transitar un camino sembrado de espinas, a veces muy punzantes: burlas, incomprensión, críticas furiosas, desprecio, rechazo, persecución, incluso la muerte. ¿Por qué? Porque quien quiera vivir como Cristo enseña, se encontrará con la mentalidad de un mundo que no resiste la presencia del Señor, que lo odia, que no admite sus enseñanzas, que no admite que Él pueda poseer y, menos aún, ser la verdad. Hoy que tanto se invoca la tolerancia, hoy que se tolera y aplaude incluso todo lo que es moralmente aberrante, no se tolera ni a Cristo ni a quienes son sus discípulos de verdad. No hablo de los cristianos que se mimetizan con el mundo, los que piensan “como piensan los hombres”, es decir, los que viven de acuerdo a los criterios del mundo sometido a Satanás, sino de los discípulos que aspiran a serlo de verdad, de los que se toman en serio las enseñanzas de Cristo, de los que siguiendo la recomendación del Apóstol de gentes no se adaptan a los criterios de este mundo, sino que se transforman por la renovación de la mente, para discernir y vivir de acuerdo a “lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo agradable, lo perfecto.”

¿Qué hacer con esas espinas que encontrarás en el camino? Acéptalas, asume reciamente el dolor que ellas te produzcan, pues quien quiere alcanzar la corona de la vida eterna y la gloria que sólo Cristo puede ofrecer, debe aceptar también la corona del dolor que purifica, que eleva, que hace crecer y madurar hasta alcanzar la misma estatura de Cristo.

Por ello, en el fiel seguimiento del Señor, acoge las espinas que te vaya ofreciendo la vida. No les temas. No les huyas. Sus heridas son superficiales. Teje con ellas una corona y ciñe con ellas tu corazón, a semejanza del Señor y de tu Madre amantísima. Esas espinas florecerán con rosas de inmortalidad y de auténtica realización. No son espinas que destruyen, como aquellas que portan las “rosas del mundo” y sus placeres. Esas espinas sí son venenosas. Yacen ocultas detrás de las rosas y traicioneramente te hieren cuando menos lo esperas. ¡Considéralo bien! Las rosas que recoge el mundo para hacerse una corona de gloria se marchitan, se deshojan, y finalmente sólo quedan las espinas que punzarán eternamente. Mas con las espinas que los discípulos de Cristo encontramos en el camino, es al revés. Éstas, aceptadas con paciencia y fortaleza, ocultan las blancas rosas que de botones devienen en armoniosas y bellas flores.

Así pues, de las espinas no te escapas. Escoge tú. O aquellas ocultas traicioneramente tras las rosas del mundo que con su punzada te hunden el veneno que lleva a la muerte, o aquellas que tras la vara espinosa encierran la potencia de los capullos que romperán en inmarcesible belleza y fragancia imperecedera.


IV. PADRES DE LA IGLESIA

San Juan Crisóstomo: «“Entonces dijo a sus discípulos: si alguno quiere venir en pos de mí”, que equivale a decir: Tú me dices: Ten compasión de ti. Pues yo te digo, que no sólo te será perjudicial el que yo evite mi pasión, sino que tú no te podrás salvar si no padeces, si no mueres y si no renuncias para siempre a tu vida. Y mirad cómo sus palabras no imponen violencia alguna. Porque no dijo: aunque no queráis debéis sufrir, sino el que quiera, de esta manera atrae más. Porque el que deja en libertad para elegir a quienes lo escuchan, los atrae mejor y la violencia sirve las más de las veces de obstáculo. Mas no propone esta verdad sólo a los Apóstoles, sino a todo el universo, cuando dice: “Si alguno quiere”, esto es, si el varón, si la mujer, si el rey, si el hombre libre, si el esclavo, etc. Tres son las cosas que dice el Señor que debe hacer. El negarse a sí mismo, el tomar su cruz y el seguirlo.»

San Gregorio Magno: «Porque el que no se niega a sí mismo no puede aproximarse a aquel que está sobre él. Pero si nos abandonamos a nosotros mismos, ¿adónde iremos fuera de nosotros? ¿O quién es el que se va, si se abandona a sí mismo? Nosotros somos una cosa caídos por el pecado y otra por nuestra naturaleza original. Nosotros nos abandonamos y nos negamos a nosotros mismos, cuando evitamos lo que fuimos por el hombre viejo y nos dirigimos hacia donde nos llama nuestra naturaleza regenerada».

San Gregorio Magno: «Se niega a sí mismo aquel que reforma su mala vida y comienza a ser lo que no era y a dejar de ser lo que era.»

San Hilario: «Debemos, pues, seguir al Señor, tomando la cruz de su pasión si no en la realidad, al menos con la voluntad.»

San Juan Crisóstomo: «Como quiera que los ladrones también sufren mucho, el Señor, a fin de que nadie tenga por suficientes esa clase de sufrimientos de los malos, expone el motivo del verdadero sufrimiento, cuando dice: “Y me siga”. Todo lo debemos sufrir por Él y de Él debemos aprender sus virtudes. Porque el seguir a Cristo consiste en ser celoso por la virtud y sufrirlo todo por Él.»


V. CATECISMO DE LA IGLESIA
La muerte de Cristo es el sacrificio único y definitivo

613: La muerte de Cristo es a la vez el sacrificio pascual que lleva a cabo la redención definitiva de los hombres por medio del «cordero que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) y el sacrificio de la Nueva Alianza que devuelve al hombre a la comunión con Dios reconciliándole con Él por «la sangre derramada por muchos para remisión de los pecados» (Mt 26,28).

614: Este sacrificio de Cristo es único, da plenitud y sobrepasa a todos los sacrificios. Ante todo es un don del mismo Dios Padre: es el Padre quien entrega al Hijo para reconciliarnos consigo. Al mismo tiempo es ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que, libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre por medio del Espíritu Santo, para reparar nuestra desobediencia.
En la cruz, Jesús consuma su sacrificio

616: El «amor hasta el extremo» (Jn 13,1) es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2Cor 5,14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.
Nuestra participación en el sacrificio de Cristo

618: La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1Tim 2,5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre». Él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual». Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16,24) porque Él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1Pe 2,21). Él quiere, en efecto, asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor: Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al Cielo (Sta. Rosa de Lima).


VI. PALABRAS DE LUIS FERNANDO FIGARI (transcritas de textos publicados)

«“No hay cristianismo sin cruz”... Si quiero vivir debo seguir la senda de la Cruz. Un cristianismo dulzón, ingenuo, sin hacerse violencia, no se descubre en las Escrituras. El cristianismo es un camino recio, que cuenta con nuestra debilidad (el espíritu está pronto, pero la carne es débil); y que precisamente por eso nos gloriamos en la fuerza que recibimos del Espíritu del Señor, que ayudándonos a adherirnos a Jesús, Hijo del Padre e Hijo de María, por el proceso de amorización, nos lleva a la casa paterna.

»En el “discurso apostólico” en Mt 10, el Señor nos dice: “El que no tome su cruz y me siga no es digno de mí...El que pierda su vida por mí, la encontrará”. Y en San Lucas encontramos una sentencia parecida: “El que no lleve su cruz y venga en pos de mí, no puede ser discípulo mío” (Lc 14, 27). Poco antes hablará de negarse a sí mismo y tomar la cruz de cada día (9, 23), y así en otros pasajes. Lo primero que se me aparece es que la realidad es paradójica, morir para vivir, sufrir para estar feliz; lo que entiendo como que para vivir en la vida hay que morir a la muerte. Por eso hemos hablado del reto que significa oponer a la cultura de muerte en la que estamos inmersos una cultura de vida. Pero ese reto se inicia por una opción personal, desde la propia libertad, escoge al Señor Jesús, quien me ha amado primero, quien es la Vida misma.

»Ese llevar la cruz o tomar la cruz de cada día nos pone en un perspectiva cruciforme de la realidad, donde ante todo mi propia opción me conduce a la plena configuración en el amor del Señor que asume y redime el sufrimiento humano y lo pone como vía de salud. San Pablo habla de los “sufrimientos del tiempo presente” (Rom 8,18), así como de que es necesario “pasar por muchas tribulaciones para entrar al Reino de Dios” (Hch 15,22), que es un poco la vida del hombre en el mundo que a cada paso y en cada momento se experimenta como contingente, a lo que se suma aquello que como seguidor del Maestro puede experimentar: “Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos” (Mt 5,11-12). Es siempre conveniente leer y volver a leer la predicción de las persecuciones en Mt 10, 16ss: “Si al dueño de casa lo han llamado Beelzebul, ¡cuánto más a sus domésticos!”

»Jesús asume el dolor humano, y en el misterio de su dinamismo kenótico-ascensional, en el fuego amoroso de su misericordia, lo transforma en camino de reconciliación. En la Cruz el dolor y el sufrimiento humano son crucificados, despojándolos de su esterilidad y dotándolos de extraordinaria fecundidad que se hace concreta cuando se suma al sufrimiento del Señor. Es así que San Pablo puede hablar de que “sufrimos con Él para ser también glorificados”, y así somos herederos de Dios y coherederos con Cristo (Rom 8,17)».

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