¡Cuánto me entristece no ser siempre consciente de lo que celebro cuando acudo a la Eucaristía! Por eso, las veces que lo hago menos influida por la inercia o la rutina, me cuestiono cómo no disfruto de ese encuentro con Jesús y cómo mi vida apenas cambia después de ello. Me está ayudando un libro que se titula “Con el corazón en ascuas” de Henri J.M. Nouwen (editado por Sal Terrae, 1996), y que recomiendo, para intentar entender todo lo que cada parte de la Misa nos transmite.
La Eucaristía comienza suplicando la misericordia de Dios, y ese “Señor ten piedad” que entonamos, ha de brotar de un corazón arrepentido, necesitado de Su gracia y preparado para recibirla.
Continúa la Liturgia de la Palabra, las lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento. No podemos vivir sin las palabras que vienen de Dios, que nos arrancan de nuestra tristeza y nos elevan a un lugar desde el que podemos descubrir que estamos verdaderamente vivos. Su finalidad no es otra que hacer arder nuestros corazones, como les ocurrió a los discípulos de Emaús cuando Jesús les explicaba las Escrituras. Pero resulta que, como hemos oído muchas veces esas palabras, rara vez nos impresionan y nos parecen la misma “historia” de siempre.
Sin embargo esa Palabra pretende transformar nuestras mentes y nuestros corazones, ya desde el mismo instante en que la escuchamos. Y podemos preguntarnos ¿cómo viene Dios a mí mientras escucho la palabra? ¿Cómo el fuego del amor de Dios me da nueva vida? La Palabra nos hace ver que nuestra vulgar vida diaria es, de hecho, una vida que desempeña un papel esencial en el cumplimento de las promesas de Dios. La Palabra está llena de Su presencia, sin la cual podríamos ser víctimas de nuestras tristezas y resentimientos. E intuyendo esa presencia, ¿no vamos a invitarle a que se quede en nuestra “casa”? Porque aunque estamos más acostumbrados a pensar que es Jesús el que invita a sentarnos a su mesa, lo que Él desea es ser invitado. Si no, seguirá su camino, ya que nunca nos va a imponer Su presencia. Es por tanto un momento decisivo.
Una vez que hemos escuchado su Palabra seremos capaces de decirle: “confío en ti”, “me entrego a ti”, y sobre todo, “quiero llegar a conocerte”. Cuando rezamos el Credo estamos realmente dando un sí a Dios. Es ahora el momento de acercarnos a la mesa, de ofrecerle a Jesús el lugar de honor. Él se entrega por nosotros y, a través del pan y el vino que se transforman en su cuerpo y en su sangre, se nos ofrece como “alimento”. Lo mismo que la Encarnación, la Eucaristía es la máxima expresión de amor, la autodonación de Dios, que busca nuevos modos de unirse en íntima comunión con quienes han sido creados a su imagen y semejanza.
La comunión con Jesús supone hacerse igual a Él. Con Él estamos clavados en la cruz, con Él resucitamos. Al participar de esa comunión todos formamos un mismo cuerpo. Un cuerpo espiritual que se manifiesta de maneras muy concretas: en el perdón, en la reconciliación, en la ayuda a los necesitados, en el amor, en la preocupación creciente por la justicia y la paz… Y es que la comunión crea comunidad. El Dios que vive en nosotros nos hace reconocerle en nuestros semejantes, y además, nos encamina a la “misión”. La locución latina “Ite, Missa est”, que el sacerdote pronunciaba al terminar la Misa, significaba literalmente: “Id, ésta es vuestra misión“.
Porque la comunión no es el fin. Ese momento de sagrada intimidad con Dios no es para saborearlo solos ni para mantenerlo en secreto. Sí, le hemos reconocido, pero ahora hay que salir y contarlo a otros, hay que vivirlo plenamente con los nuestros. El Espíritu de Jesús que habita en nosotros, nos dará fuerza para salir al mundo y proclamar la Buena Noticia. Y no se nos envía solos (Jesús les enviaba de dos en dos), de ahí la comunidad.
La dinámica que brota de la Eucaristía es la que va de la comunión a la comunidad, y de ésta a la misión. Una misión que no consiste únicamente en ir, hablar y dar, sino también en recibir, incluso de los que no asisten a la Eucaristía como nosotros. La Eucaristía no puede quedarse en un rito, (por muy hermoso que resulte), que tiene sentido por sí solo al margen de la vida. Debe ser algo vivo que nos cambie y nos haga ser mejores. Si después de celebrar la Misa no miramos la vida de un modo nuevo, no hemos entendido ni vivido nada.
Intentemos que la Eucaristía dé paso a la “vida eucarística“, ésa en la que cualquier cosa que hagamos será una manera de decir “Gracias” a Aquel que se ha unido a nosotros en el camino, y que transformará cada partícula de nuestro ser.
* María Isabel Montiel es Salesiana Cooperadora y profesora de E.Primaria
La Eucaristía comienza suplicando la misericordia de Dios, y ese “Señor ten piedad” que entonamos, ha de brotar de un corazón arrepentido, necesitado de Su gracia y preparado para recibirla.
Continúa la Liturgia de la Palabra, las lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento. No podemos vivir sin las palabras que vienen de Dios, que nos arrancan de nuestra tristeza y nos elevan a un lugar desde el que podemos descubrir que estamos verdaderamente vivos. Su finalidad no es otra que hacer arder nuestros corazones, como les ocurrió a los discípulos de Emaús cuando Jesús les explicaba las Escrituras. Pero resulta que, como hemos oído muchas veces esas palabras, rara vez nos impresionan y nos parecen la misma “historia” de siempre.
Sin embargo esa Palabra pretende transformar nuestras mentes y nuestros corazones, ya desde el mismo instante en que la escuchamos. Y podemos preguntarnos ¿cómo viene Dios a mí mientras escucho la palabra? ¿Cómo el fuego del amor de Dios me da nueva vida? La Palabra nos hace ver que nuestra vulgar vida diaria es, de hecho, una vida que desempeña un papel esencial en el cumplimento de las promesas de Dios. La Palabra está llena de Su presencia, sin la cual podríamos ser víctimas de nuestras tristezas y resentimientos. E intuyendo esa presencia, ¿no vamos a invitarle a que se quede en nuestra “casa”? Porque aunque estamos más acostumbrados a pensar que es Jesús el que invita a sentarnos a su mesa, lo que Él desea es ser invitado. Si no, seguirá su camino, ya que nunca nos va a imponer Su presencia. Es por tanto un momento decisivo.
Una vez que hemos escuchado su Palabra seremos capaces de decirle: “confío en ti”, “me entrego a ti”, y sobre todo, “quiero llegar a conocerte”. Cuando rezamos el Credo estamos realmente dando un sí a Dios. Es ahora el momento de acercarnos a la mesa, de ofrecerle a Jesús el lugar de honor. Él se entrega por nosotros y, a través del pan y el vino que se transforman en su cuerpo y en su sangre, se nos ofrece como “alimento”. Lo mismo que la Encarnación, la Eucaristía es la máxima expresión de amor, la autodonación de Dios, que busca nuevos modos de unirse en íntima comunión con quienes han sido creados a su imagen y semejanza.
La comunión con Jesús supone hacerse igual a Él. Con Él estamos clavados en la cruz, con Él resucitamos. Al participar de esa comunión todos formamos un mismo cuerpo. Un cuerpo espiritual que se manifiesta de maneras muy concretas: en el perdón, en la reconciliación, en la ayuda a los necesitados, en el amor, en la preocupación creciente por la justicia y la paz… Y es que la comunión crea comunidad. El Dios que vive en nosotros nos hace reconocerle en nuestros semejantes, y además, nos encamina a la “misión”. La locución latina “Ite, Missa est”, que el sacerdote pronunciaba al terminar la Misa, significaba literalmente: “Id, ésta es vuestra misión“.
Porque la comunión no es el fin. Ese momento de sagrada intimidad con Dios no es para saborearlo solos ni para mantenerlo en secreto. Sí, le hemos reconocido, pero ahora hay que salir y contarlo a otros, hay que vivirlo plenamente con los nuestros. El Espíritu de Jesús que habita en nosotros, nos dará fuerza para salir al mundo y proclamar la Buena Noticia. Y no se nos envía solos (Jesús les enviaba de dos en dos), de ahí la comunidad.
La dinámica que brota de la Eucaristía es la que va de la comunión a la comunidad, y de ésta a la misión. Una misión que no consiste únicamente en ir, hablar y dar, sino también en recibir, incluso de los que no asisten a la Eucaristía como nosotros. La Eucaristía no puede quedarse en un rito, (por muy hermoso que resulte), que tiene sentido por sí solo al margen de la vida. Debe ser algo vivo que nos cambie y nos haga ser mejores. Si después de celebrar la Misa no miramos la vida de un modo nuevo, no hemos entendido ni vivido nada.
Intentemos que la Eucaristía dé paso a la “vida eucarística“, ésa en la que cualquier cosa que hagamos será una manera de decir “Gracias” a Aquel que se ha unido a nosotros en el camino, y que transformará cada partícula de nuestro ser.
* María Isabel Montiel es Salesiana Cooperadora y profesora de E.Primaria
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