Publicado por El Blog de X. Pikaza
La Navidad es sin duda una fiesta cristiana: Se celebra cada año el nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, cuando en la zona Norte deja de bajar el sol y crece el día; es fiesta de la Luz común, sin distinción de gentes y de tierras, Nacimiento de la Vida, don supremo, que podemos descubrir y venerar en un Niño que es Hijo de Dios, el Hijo de la Vida, es decir, el Hijo Humanidad,para acoger, para cuidar, para mimar en cada Niño, en cada Hombre o Mujer.
Por eso es fiesta para todos, pues este Niño, cada Niño, no es sólo para algunos (los cristianos o los ricos de occidente o del oriente), sino para todos por igual, los del Norte los del Sur, los de Oriente y Occidente, pues a todos nos une la Vida, nos une un Niño (cada Niño), sin distinción de razas o religiones, de culturas o poderes.
Otras cosas (estados y riquezas, incluso religiones y libros sagrados) pueden separarnos. Pero allí donde un Niño (cada Niño) nos une podemos afirmar que es Navidad. Con esta idea quiero felicitar a mis amigos del blog, a todos mis amigos, hoy y los días que siguen, con una mini-serie titulada «Navidad fiesta de todos», la Fiesta del Niño de la Casa de la Tierra.
Un niño que nace en tiempo de Guerra: Isaías 7, 1-15
El texto más significativo de la Navidad cristiana es un relato judío del libro de Isaías, un relato universal, que podría hallarse en casi todas las culturas de la tierra. En medio de una guerra que parece universal (que puede destruir todo lo que existe), en el entorno de Jerusalén (que hoy puede ser Nueva York o Pekín, Roma o Bombay), un profeta (un chamán, un sabio) promete pide al rey que deje las armas y que confíe en la vida, pues va a nacer el Niño:
En los días del rey Acaz, Hijo de Yotán, hijo de Ozías, Rasín, rey de Damasco y Pécaj, hijo de Romelías, rey de Israel, subieron a Jerusalén para atacarla... Llegó la noticia al heredero de David: Los sirios acampan en Efraím. Y se estremeció su corazón y el del pueblo como se estremecen los árboles del bosque con el viento.
Entonces Yahvé dijo a Isaías:
– Sal al encuentro de Acaz, con tu Hijo Sear Yasub, hacia el extremo del canal de la Alberca de Arriba, junto a la Calzada del Batanero, y le dirás: Estate tranquilo, no temas ni desmayes... Pide una Señal de Yahvé, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo.
Pero Acaz respondió:
– No la pido, no quiero tentar a Yahvé.
Entonces dijo:
– Escucha bien, casa de David: ¿No os basta cansar a los hombres, para que canséis incluso a mi Dios? Pues el Señor por su cuenta os dará una señal: Mirad, la joven está encinta y dará a luz un hijo; y le pondrá por nombre Emmanuel (Dios con nosotros). Comerá requesón con miel, hasta que aprenda a rechazar el mal y escoger el bien.
Introducción
Conocéis el pasaje. Lo que en él se narra sucedió en torno al 733 a. de C.. Los reyes de la costa siro-palestina, capitaneados por Samaría y Damasco, intentaban formar una coalición contra Teglatpalasar, rey de Asiria que avanzaba por Oriente. Acaz de Jerusalén se opuso: no quería entrar en alianzas con sus vecinos, prefería liberarse de ellos, firmando una tratado de vasallaje con el invasor de Asiria (o buscar el apoyo de Egipto).
Lógicamente, le atacaron los reyes de Samaría y Damasco (hoy serían palestinos y árabes, contra israelitas), intentando que Judá se pusiera de su parte. Se acercaba, pues, la guerra: subían hacia Jerusalén los ejércitos enemigos y temblaron los mortales de la tierra. Acaz, como rey consciente de su deber, prepara la defensa: inspecciona la traída de las aguas, prueba la solidez de los muros, pasa revista a los soldados. Aquellos tiempos eran muy parecidos a los nuestros: En torno a Jerusalén podía comenzar la Gran Guerra, la última de todas las guerras, entre potencias menores (judíos y árabes) y potencias mayores (egipcios y asirios, las potencias de la tierra).
El rey y el profeta
El rey de Jerusalén es eficaz, está versado en las artes de la guerra, conoce sus leyes. De principio a fin de la escena cumple sus obligaciones de monarca militar: asegura las defensas, ejercita a sus soldados. Así refleja los principios del realismo político: su dios son las armas, su ley la violencia. Tal era la lógica del mundo; tal sigue siendo.
Frente al rey se sitúa el profeta. Representa la Palabra de Dios y su poder creador, en esta misma tierra amenazada. Hubo antaño profetas de la guerra: gentes que pensaron que Dios se hace visible en violencia, por la santa victoria militar, sacerdotes que decían: ¡A las armas, ciudadanos!
Isaías, en cambio, es un profeta de la vida. Sólo cree sólo en la paz, una paz que es posible porque hay Dios (¡Dios es la paz!) y, de esa forma, piensa que todos los intentos militares de de los reyes acaban revelándose infructuosos y mortales (asesinos). A su juicio, las batallas más gloriosas carecen de sentido, van en contra de Dios, es decir, en contra de la Vida. Poco importan los caballos y las armas, pues el mismo Dios ofrece, cuando quiere y los humanos le son fieles, una victoria sin guerra, una paz que es para todos. Allí donde los hombres y mujeres de Judá y Jerusalén confíen en la gracia de la Vida y crean podrá nacer la paz sobre la tierra.
Frente a Frente
Ya están enfrentados. El rey confía en las armas; por eso inspecciona sus defensas y calcula los gastos militares: quiere un «escudo defensivo» que llegue incluso a las estrellas, unas armas de victoria definitiva, que llevan los nombres de los dioses más terribles que matan a los hombres, que devoran a los hijos. Plutón, Saturno. El profeta se fía solamente en Dios: por eso ofrece al rey un signo humano.
Conforme a toda lógica, estos hombres no pueden entenderse. Si el rey renunciara al monopolio de la violencia perdería el trono de la tierra; el ofrecimiento del profeta rompe sus líneas de defensa, los principios seculares de la historia. ¿Cómo permanecer inermes ante al enemigo? ¿No es suicida el apoyarse sólo en Dios? Pues bien, el profeta defiende ese suicidio, interpretándolo como lugar de nuevo nacimiento: allí donde los humanos confíen en Dios y aprendan a entender sus signos vivirán; nacerá la vida, estallará el misterio.
El rey no acepta el signo del Niño, quiere guerra. Imaginemos la escena
Reyes y magnates de la tierra, los señores de las armas y de la economía mundial no quieren el signo del profeta. Necesitan su guerra particular, su lucha despiadada. Por eso, ni Acaz de Jerusalén, ni los otros reyes que suben desde Damasco o Samaría aceptarían el signo del pacto del profeta. Han tomado otras opciones, quieren su propia victoria, hecha de violencia. A pesar de eso, el profeta le ofrece su palabra: Imaginemos la escena.
El profeta dice: La joven está ya encinta y dará a luz un hijo...
Seguramente el rey estallará en violencia: ¡No necesito doncellas que alumbren a esta hora! Quiero armas y guerreros, debo resistir hasta que lleguen los asirios.
El rey no ha entendido nada, prefiere mantenerse en la batalla donde todos (egipcios y asirios, israelitas y sirios) se han armado hasta los dientes, en espiral infinita de guerra sin frontera. ¡Su signo es demoníaco! Pues bien, frente a la danza de guerra de reyes del mundo, la señal de Dios es la muchacha, una mujer frágil, que lleva en su seno el fruto del amor y de la vida, siendo capaz de hacer crecer al hijo, en la devastación de un tierra calcinada, llamándole Emmanuel, Dios con nosotros.
Una señal que sigue siendo válida: el Niño nace
Sabéis que la tradición judía ha reelaborado este signo en un largo proceso de creatividad simbólico-religiosa. La doncella innominada tiende a convertirse en virgen que concibe de forma especial y el niño aparece con rasgos de Mesías.
No es extraño que la iglesia primitiva haya pensado aquí en el nacimiento de Jesús: Mt 1, 23 dice que la virgen ha concebido al Emmanuel; Lc 2, 12 aplica la señal al niño del pesebre envuelto entre pañales.
Pero ésta es una situación y una señal para todos los pueblos de la tierra. Vivimos enfrentados en una lucha a muerte. Ahora (año 2009 que viene) podemos destruir toda la vida del planeta, podemos matar a todos los niños que nacen, por homicidio directo o por abortos de diverso tipo, desde el vientre de la madre al fuego de la guerra, a la mordedura del hambre.
Una realidad de muerte parece amenazarnos, un mundo despiadado que avanza, con niños que mueren de hambre o de angustia en medio de la guerra. Pues bien, en ese contexto, el profeta nos sigue diciendo:
La muchacha ha concebido y dará a luz un niño y dirá: Dios está con nosotros. Éste Niño que nace (de cualquier raza o religión) es la Navidad, el signo de Dios una fiesta que nosotros, los cristianos, celebramos como Fiesta de Vida para Todos, sin distinción alguna, porque el Niño no es nuestro (de unos pocos), sino de todos y para todos, a pesar de Acaz, a pesar de todos los reyes y señores que ponen su guerra por encima de la Vida.
Por eso es fiesta para todos, pues este Niño, cada Niño, no es sólo para algunos (los cristianos o los ricos de occidente o del oriente), sino para todos por igual, los del Norte los del Sur, los de Oriente y Occidente, pues a todos nos une la Vida, nos une un Niño (cada Niño), sin distinción de razas o religiones, de culturas o poderes.
Otras cosas (estados y riquezas, incluso religiones y libros sagrados) pueden separarnos. Pero allí donde un Niño (cada Niño) nos une podemos afirmar que es Navidad. Con esta idea quiero felicitar a mis amigos del blog, a todos mis amigos, hoy y los días que siguen, con una mini-serie titulada «Navidad fiesta de todos», la Fiesta del Niño de la Casa de la Tierra.
Un niño que nace en tiempo de Guerra: Isaías 7, 1-15
El texto más significativo de la Navidad cristiana es un relato judío del libro de Isaías, un relato universal, que podría hallarse en casi todas las culturas de la tierra. En medio de una guerra que parece universal (que puede destruir todo lo que existe), en el entorno de Jerusalén (que hoy puede ser Nueva York o Pekín, Roma o Bombay), un profeta (un chamán, un sabio) promete pide al rey que deje las armas y que confíe en la vida, pues va a nacer el Niño:
En los días del rey Acaz, Hijo de Yotán, hijo de Ozías, Rasín, rey de Damasco y Pécaj, hijo de Romelías, rey de Israel, subieron a Jerusalén para atacarla... Llegó la noticia al heredero de David: Los sirios acampan en Efraím. Y se estremeció su corazón y el del pueblo como se estremecen los árboles del bosque con el viento.
Entonces Yahvé dijo a Isaías:
– Sal al encuentro de Acaz, con tu Hijo Sear Yasub, hacia el extremo del canal de la Alberca de Arriba, junto a la Calzada del Batanero, y le dirás: Estate tranquilo, no temas ni desmayes... Pide una Señal de Yahvé, tu Dios: en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo.
Pero Acaz respondió:
– No la pido, no quiero tentar a Yahvé.
Entonces dijo:
– Escucha bien, casa de David: ¿No os basta cansar a los hombres, para que canséis incluso a mi Dios? Pues el Señor por su cuenta os dará una señal: Mirad, la joven está encinta y dará a luz un hijo; y le pondrá por nombre Emmanuel (Dios con nosotros). Comerá requesón con miel, hasta que aprenda a rechazar el mal y escoger el bien.
Introducción
Conocéis el pasaje. Lo que en él se narra sucedió en torno al 733 a. de C.. Los reyes de la costa siro-palestina, capitaneados por Samaría y Damasco, intentaban formar una coalición contra Teglatpalasar, rey de Asiria que avanzaba por Oriente. Acaz de Jerusalén se opuso: no quería entrar en alianzas con sus vecinos, prefería liberarse de ellos, firmando una tratado de vasallaje con el invasor de Asiria (o buscar el apoyo de Egipto).
Lógicamente, le atacaron los reyes de Samaría y Damasco (hoy serían palestinos y árabes, contra israelitas), intentando que Judá se pusiera de su parte. Se acercaba, pues, la guerra: subían hacia Jerusalén los ejércitos enemigos y temblaron los mortales de la tierra. Acaz, como rey consciente de su deber, prepara la defensa: inspecciona la traída de las aguas, prueba la solidez de los muros, pasa revista a los soldados. Aquellos tiempos eran muy parecidos a los nuestros: En torno a Jerusalén podía comenzar la Gran Guerra, la última de todas las guerras, entre potencias menores (judíos y árabes) y potencias mayores (egipcios y asirios, las potencias de la tierra).
El rey y el profeta
El rey de Jerusalén es eficaz, está versado en las artes de la guerra, conoce sus leyes. De principio a fin de la escena cumple sus obligaciones de monarca militar: asegura las defensas, ejercita a sus soldados. Así refleja los principios del realismo político: su dios son las armas, su ley la violencia. Tal era la lógica del mundo; tal sigue siendo.
Frente al rey se sitúa el profeta. Representa la Palabra de Dios y su poder creador, en esta misma tierra amenazada. Hubo antaño profetas de la guerra: gentes que pensaron que Dios se hace visible en violencia, por la santa victoria militar, sacerdotes que decían: ¡A las armas, ciudadanos!
Isaías, en cambio, es un profeta de la vida. Sólo cree sólo en la paz, una paz que es posible porque hay Dios (¡Dios es la paz!) y, de esa forma, piensa que todos los intentos militares de de los reyes acaban revelándose infructuosos y mortales (asesinos). A su juicio, las batallas más gloriosas carecen de sentido, van en contra de Dios, es decir, en contra de la Vida. Poco importan los caballos y las armas, pues el mismo Dios ofrece, cuando quiere y los humanos le son fieles, una victoria sin guerra, una paz que es para todos. Allí donde los hombres y mujeres de Judá y Jerusalén confíen en la gracia de la Vida y crean podrá nacer la paz sobre la tierra.
Frente a Frente
Ya están enfrentados. El rey confía en las armas; por eso inspecciona sus defensas y calcula los gastos militares: quiere un «escudo defensivo» que llegue incluso a las estrellas, unas armas de victoria definitiva, que llevan los nombres de los dioses más terribles que matan a los hombres, que devoran a los hijos. Plutón, Saturno. El profeta se fía solamente en Dios: por eso ofrece al rey un signo humano.
Conforme a toda lógica, estos hombres no pueden entenderse. Si el rey renunciara al monopolio de la violencia perdería el trono de la tierra; el ofrecimiento del profeta rompe sus líneas de defensa, los principios seculares de la historia. ¿Cómo permanecer inermes ante al enemigo? ¿No es suicida el apoyarse sólo en Dios? Pues bien, el profeta defiende ese suicidio, interpretándolo como lugar de nuevo nacimiento: allí donde los humanos confíen en Dios y aprendan a entender sus signos vivirán; nacerá la vida, estallará el misterio.
El rey no acepta el signo del Niño, quiere guerra. Imaginemos la escena
Reyes y magnates de la tierra, los señores de las armas y de la economía mundial no quieren el signo del profeta. Necesitan su guerra particular, su lucha despiadada. Por eso, ni Acaz de Jerusalén, ni los otros reyes que suben desde Damasco o Samaría aceptarían el signo del pacto del profeta. Han tomado otras opciones, quieren su propia victoria, hecha de violencia. A pesar de eso, el profeta le ofrece su palabra: Imaginemos la escena.
El profeta dice: La joven está ya encinta y dará a luz un hijo...
Seguramente el rey estallará en violencia: ¡No necesito doncellas que alumbren a esta hora! Quiero armas y guerreros, debo resistir hasta que lleguen los asirios.
El rey no ha entendido nada, prefiere mantenerse en la batalla donde todos (egipcios y asirios, israelitas y sirios) se han armado hasta los dientes, en espiral infinita de guerra sin frontera. ¡Su signo es demoníaco! Pues bien, frente a la danza de guerra de reyes del mundo, la señal de Dios es la muchacha, una mujer frágil, que lleva en su seno el fruto del amor y de la vida, siendo capaz de hacer crecer al hijo, en la devastación de un tierra calcinada, llamándole Emmanuel, Dios con nosotros.
Una señal que sigue siendo válida: el Niño nace
Sabéis que la tradición judía ha reelaborado este signo en un largo proceso de creatividad simbólico-religiosa. La doncella innominada tiende a convertirse en virgen que concibe de forma especial y el niño aparece con rasgos de Mesías.
No es extraño que la iglesia primitiva haya pensado aquí en el nacimiento de Jesús: Mt 1, 23 dice que la virgen ha concebido al Emmanuel; Lc 2, 12 aplica la señal al niño del pesebre envuelto entre pañales.
Pero ésta es una situación y una señal para todos los pueblos de la tierra. Vivimos enfrentados en una lucha a muerte. Ahora (año 2009 que viene) podemos destruir toda la vida del planeta, podemos matar a todos los niños que nacen, por homicidio directo o por abortos de diverso tipo, desde el vientre de la madre al fuego de la guerra, a la mordedura del hambre.
Una realidad de muerte parece amenazarnos, un mundo despiadado que avanza, con niños que mueren de hambre o de angustia en medio de la guerra. Pues bien, en ese contexto, el profeta nos sigue diciendo:
La muchacha ha concebido y dará a luz un niño y dirá: Dios está con nosotros. Éste Niño que nace (de cualquier raza o religión) es la Navidad, el signo de Dios una fiesta que nosotros, los cristianos, celebramos como Fiesta de Vida para Todos, sin distinción alguna, porque el Niño no es nuestro (de unos pocos), sino de todos y para todos, a pesar de Acaz, a pesar de todos los reyes y señores que ponen su guerra por encima de la Vida.
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