Por Inmaculada Franco
Publicado en Vida Nueva
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La polémica de la reforma de la ley del aborto ha abierto un debate interesante por la defensa de la vida. Iremos ofreciendo distintas opiniones.
Como católica, no me gustará ninguna ley del aborto. La mejor, en cualquier caso, será la que ponga su empeño en prevenirlos y en apoyar a las mujeres, especialmente si son menores. En el nuevo proyecto, veo mal que se elimine a los padres de la vida de los adolescentes en situaciones tan delicadas; la autonomía de las menores puede ser coherente con otras normas de la práctica médica pero obvia su necesidad de apoyo afectivo y moral. El otro gran cambio, sustituir los criterios por los plazos, parece un límite mayor al aborto, ya que la ley anterior no fijaba plazo temporal para el supuesto más invocado.
El gran número de abortos me parece un fracaso social; entiendo que haya una ley que regule sus límites, pero no el que se considere un derecho. Pienso que en los temas de gran calado ético es necesario un amplio debate social previo. Los católicos debemos entender que exista una ley del aborto, pero tenemos derecho a opinar, porque las leyes, además de acotar los límites punibles de las conductas individuales, indican también cuáles son los valores comunes que hay que proteger. El Gobierno tiene que escuchar todas las voces. Y quisiera que, en este debate, la Iglesia hiciera visible su misericordia, su respeto y su amor por la vida, también hacia las mujeres concretas que sufren ese drama.
Yo conozco a muchas mujeres no católicas contrarias al aborto. Es un tema de humanidad, de concepción de la vida, que no se puede banalizar como si se tratara simplemente de una cuestión técnica. La maternidad y paternidad son tal vez las experiencias humanas más grandes que uno pueda vivir, no hay que ser religioso para reconocerlo. Me gustaría que la legislación las apoyara y defendiera. Pero evitar o reducir los abortos exige un gran empeño social y político que desborda el marco de la ley y que no implica sólo al Gobierno.
Como católica, no me gustará ninguna ley del aborto. La mejor, en cualquier caso, será la que ponga su empeño en prevenirlos y en apoyar a las mujeres, especialmente si son menores. En el nuevo proyecto, veo mal que se elimine a los padres de la vida de los adolescentes en situaciones tan delicadas; la autonomía de las menores puede ser coherente con otras normas de la práctica médica pero obvia su necesidad de apoyo afectivo y moral. El otro gran cambio, sustituir los criterios por los plazos, parece un límite mayor al aborto, ya que la ley anterior no fijaba plazo temporal para el supuesto más invocado.
El gran número de abortos me parece un fracaso social; entiendo que haya una ley que regule sus límites, pero no el que se considere un derecho. Pienso que en los temas de gran calado ético es necesario un amplio debate social previo. Los católicos debemos entender que exista una ley del aborto, pero tenemos derecho a opinar, porque las leyes, además de acotar los límites punibles de las conductas individuales, indican también cuáles son los valores comunes que hay que proteger. El Gobierno tiene que escuchar todas las voces. Y quisiera que, en este debate, la Iglesia hiciera visible su misericordia, su respeto y su amor por la vida, también hacia las mujeres concretas que sufren ese drama.
Yo conozco a muchas mujeres no católicas contrarias al aborto. Es un tema de humanidad, de concepción de la vida, que no se puede banalizar como si se tratara simplemente de una cuestión técnica. La maternidad y paternidad son tal vez las experiencias humanas más grandes que uno pueda vivir, no hay que ser religioso para reconocerlo. Me gustaría que la legislación las apoyara y defendiera. Pero evitar o reducir los abortos exige un gran empeño social y político que desborda el marco de la ley y que no implica sólo al Gobierno.
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