Por A. Pronzato
Deuteronomio 4, 1-2.6-8 / Santiago 1, 17-18.21-22.27
Marcos T1-8.14-15.21-23
La predicación minimalista
Deuteronomio 4, 1-2.6-8 / Santiago 1, 17-18.21-22.27
Marcos T1-8.14-15.21-23
La predicación minimalista
Me venían a la mente algunos proverbios o expresiones populares coloristas. La más fulgurante: «Las águilas no cazan moscas». O también: «Disparar a una mosca con un cañón». O también: «Quemar una selva para cocer un huevo». Más: «Emplear un camión TIR para transportar un pañuelo», «talar una gran encina para sacar un palillo de dientes».
Algunos sermones son una ilustración de estos dichos. Siempre está al acecho el riesgo de una predicación minimalista, o minimizada.
Algunas veces el cura da precisamente la impresión de contentarse con cazar moscas o disparar sobre mosquitos. No tiene el coraje de dar con fuerza en el blanco. Dispone de un gran potencial de fuego, pero se sirve de ello para alcanzar objetivos modestos o de escasa relevancia.
No hablo, evidentemente, de resultados. Me refiero, más bien, a las conclusiones, a las aplicaciones prácticas, irrisorias respecto a las premisas.
La palabra de Dios se convierte más que nada en un pretexto para sugerir propósitos pequeños, razonables, sustancialmente inocuos, a veces virtuales en vez de virtuosos.
Predicadores que se limitan a decir lindezas y, cuando llega la hora de la verdad, divagan, toman senderos no excesivamente comprometidos, al contrario, más bien tranquilizadores, y de todos modos desfasados respecto al camino del evangelio, en el que abundan asperidades y hasta piedras.
Se contentan con poco, tienen miedo de exagerar. Proponen soluciones bastante ventajosas. Facilitan amplios descuentos sobre el producto y sobre el precio originales.
O también presionan obsesivamente la tecla moralista. Una moral que se refiere exclusivamente al sexto mandamiento y alrededores.
Territorios en los que no penetran las águilas
Cómo me gustaría oír alguna palabra fuerte, poco diplomática, no sólo sobre el tema del aborto, sino también sobre la honestidad, el «no robar», no corromper, no saquear el dinero público para usos privados, no mentir descaradamente.
Cómo agradecería una decidida toma de posesión frente a esos -también con hábitos religiosos, a veces ribeteados de rojo- que favorecen a los truhanes, a los pícaros, a los tramposos (especialmente si son personajes ilustres o tienen relación con gente importante), y la toman infaliblemente con los jueces que tienen la culpa de hacer respetar el código.
Desde hace mucho tiempo estoy a la espera de alguna intervención valiente acerca del dinero público, la justicia, las virtudes cívicas, el sentido del Estado.
Estoy de acuerdo con la «defensa de la vida». Pero al mismo tiempo me caería bien el respeto del bien común.
Con frecuencia, desgraciadamente, en nuestras iglesias vuelan las águilas (aunque no sea el evangelio de Juan). Pero van a la caza de insectos minúsculos.
No somos sólo nosotros, los fieles, los que creemos salir airosos encendiendo una vela a la imagen de algún santo o echando un cheque de poco monto en el cepillo de las limosnas. Son los mismos curas quienes reducen el gran fuego encendido por Cristo a las proporciones de la llama de una cerilla, o lo trasfieren a la chimenea del salón.
Recomiendan patéticamente: «Intentad al menos ser buenos», como si hubiese alguien que pretenda ser malo.
Queridos curas, aunque no os lo digamos, sabéis que muchos de nosotros esperamos que nos exijáis, incluso demasiado. Que no os limitéis a acariciarnos la piel, o a arañarla sólo superficialmente. Bajad en picado sobre nuestras cabezas, dejando en paz a las moscas...
Ser cristiano no es un recreo
«Aceptad dócilmente la palabra, que ha sido plantada y es capaz de salvaros». Aceptar esta sola Palabra, evitando el peligro de añadir cosas marginales, menudencias, concentrando en esto, obsesivamente, toda la atención; además, palabra que nos salva, asunto esencial, que de ninguna manera puede eliminarse.
«Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos». Lo malo es que a veces son los mismos predicadores quienes nos engañan dejando entender que Dios se contenta con poco, que en el fondo fondo... después de todo... no es el caso de exagerar... no hay que dramatizar... el cristianismo, a fin de cuentas, es una cosa simple... hay que evitar las exageraciones y las complicaciones...
«La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo». ¡Bah!, siendo realistas, hay que admitir que no es posible evitar la contaminación con el mundo, y es que no estamos en un convento (y además, también en muchos conventos entra el mundo desenvueltamente). De todos modos, una rápida señal de la cruz, incluso solamente esbozada, y la punta de los dedos mojados en agua bendita, siempre son un óptimo quitamanchas. Por otra parte, con toda evidencia, se ve también a altos prelados que no adoptan particulares medidas de precaución para evitar los contactos mundanos, es más, parece que los van a buscar y que con ellos se encuentran a sus anchas.
En cuanto a las viudas, se las arreglan solas, gracias a las distintas fórmulas de garantías sociales. Los huérfanos, después, parece que se han convertido en una especie rara. Y para los pocos que quedan, ahí están los Institutos especiales para ellos.
Urge un depurador
El cristianismo minimalista recibe duros golpes en la página evangélica (de la que, púdicamente, se ha quitado la alusión, hecha por el mismo Jesús, a la cloaca). Se trata de un despiadado acto de acusación, en el que los principales capítulos de imputación son éstos:
1. Atención prevalente dirigida a los comportamientos externos, con menoscabo de la interioridad.
2. Formalismos en vez de sustancia.
3. Un culto dado a Dios con las palabras, mientras el corazón está en otra parte.
4. Tradicionalismos superficiales (y folclóricos, añadimos nosotros en base a la experiencia de nuestro tiempo), que no hunden las raíces en la voluntad de Dios.
5. Observancia de minucias y negligencia clamorosa de cosas importantes y fundamentales.
Jesús usa una imagen muy gráfica: coláis el mosquito y os tragáis el camello (Mt 23, 24). Yo hablaría también de «caza de mariposas», por lo que el cristianismo, en vez de ser una cosa seria, se convierte en recreo, en una forma de evasión.
Personalmente agradecería que en la iglesia se me pidiese hacer el inventario de esos productos infecciosos que salen del corazón: «los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad...».
En una palabra, veo la predicación como depuradora y no como adorno. La homilía como sonda que penetra en nuestro pozo negro, hurgando en el cieno y removiendo los miasmas que nos atontan, y no como caricia sobre nuestros buenos sentimientos.
Es urgente que los hombres de la palabra nos inviten a redescubrir el cristianismo como una «cosa seria».
Quisiera sacar la sensación de que cuando salgo de la iglesia no me encuentro con una rociada de perfume religioso sobre el traje, sino que advierto un olor sospechoso, que me provoca un cierto deseo de limpieza interior.
Algunos sermones son una ilustración de estos dichos. Siempre está al acecho el riesgo de una predicación minimalista, o minimizada.
Algunas veces el cura da precisamente la impresión de contentarse con cazar moscas o disparar sobre mosquitos. No tiene el coraje de dar con fuerza en el blanco. Dispone de un gran potencial de fuego, pero se sirve de ello para alcanzar objetivos modestos o de escasa relevancia.
No hablo, evidentemente, de resultados. Me refiero, más bien, a las conclusiones, a las aplicaciones prácticas, irrisorias respecto a las premisas.
La palabra de Dios se convierte más que nada en un pretexto para sugerir propósitos pequeños, razonables, sustancialmente inocuos, a veces virtuales en vez de virtuosos.
Predicadores que se limitan a decir lindezas y, cuando llega la hora de la verdad, divagan, toman senderos no excesivamente comprometidos, al contrario, más bien tranquilizadores, y de todos modos desfasados respecto al camino del evangelio, en el que abundan asperidades y hasta piedras.
Se contentan con poco, tienen miedo de exagerar. Proponen soluciones bastante ventajosas. Facilitan amplios descuentos sobre el producto y sobre el precio originales.
O también presionan obsesivamente la tecla moralista. Una moral que se refiere exclusivamente al sexto mandamiento y alrededores.
Territorios en los que no penetran las águilas
Cómo me gustaría oír alguna palabra fuerte, poco diplomática, no sólo sobre el tema del aborto, sino también sobre la honestidad, el «no robar», no corromper, no saquear el dinero público para usos privados, no mentir descaradamente.
Cómo agradecería una decidida toma de posesión frente a esos -también con hábitos religiosos, a veces ribeteados de rojo- que favorecen a los truhanes, a los pícaros, a los tramposos (especialmente si son personajes ilustres o tienen relación con gente importante), y la toman infaliblemente con los jueces que tienen la culpa de hacer respetar el código.
Desde hace mucho tiempo estoy a la espera de alguna intervención valiente acerca del dinero público, la justicia, las virtudes cívicas, el sentido del Estado.
Estoy de acuerdo con la «defensa de la vida». Pero al mismo tiempo me caería bien el respeto del bien común.
Con frecuencia, desgraciadamente, en nuestras iglesias vuelan las águilas (aunque no sea el evangelio de Juan). Pero van a la caza de insectos minúsculos.
No somos sólo nosotros, los fieles, los que creemos salir airosos encendiendo una vela a la imagen de algún santo o echando un cheque de poco monto en el cepillo de las limosnas. Son los mismos curas quienes reducen el gran fuego encendido por Cristo a las proporciones de la llama de una cerilla, o lo trasfieren a la chimenea del salón.
Recomiendan patéticamente: «Intentad al menos ser buenos», como si hubiese alguien que pretenda ser malo.
Queridos curas, aunque no os lo digamos, sabéis que muchos de nosotros esperamos que nos exijáis, incluso demasiado. Que no os limitéis a acariciarnos la piel, o a arañarla sólo superficialmente. Bajad en picado sobre nuestras cabezas, dejando en paz a las moscas...
Ser cristiano no es un recreo
«Aceptad dócilmente la palabra, que ha sido plantada y es capaz de salvaros». Aceptar esta sola Palabra, evitando el peligro de añadir cosas marginales, menudencias, concentrando en esto, obsesivamente, toda la atención; además, palabra que nos salva, asunto esencial, que de ninguna manera puede eliminarse.
«Llevadla a la práctica y no os limitéis a escucharla, engañándoos a vosotros mismos». Lo malo es que a veces son los mismos predicadores quienes nos engañan dejando entender que Dios se contenta con poco, que en el fondo fondo... después de todo... no es el caso de exagerar... no hay que dramatizar... el cristianismo, a fin de cuentas, es una cosa simple... hay que evitar las exageraciones y las complicaciones...
«La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo». ¡Bah!, siendo realistas, hay que admitir que no es posible evitar la contaminación con el mundo, y es que no estamos en un convento (y además, también en muchos conventos entra el mundo desenvueltamente). De todos modos, una rápida señal de la cruz, incluso solamente esbozada, y la punta de los dedos mojados en agua bendita, siempre son un óptimo quitamanchas. Por otra parte, con toda evidencia, se ve también a altos prelados que no adoptan particulares medidas de precaución para evitar los contactos mundanos, es más, parece que los van a buscar y que con ellos se encuentran a sus anchas.
En cuanto a las viudas, se las arreglan solas, gracias a las distintas fórmulas de garantías sociales. Los huérfanos, después, parece que se han convertido en una especie rara. Y para los pocos que quedan, ahí están los Institutos especiales para ellos.
Urge un depurador
El cristianismo minimalista recibe duros golpes en la página evangélica (de la que, púdicamente, se ha quitado la alusión, hecha por el mismo Jesús, a la cloaca). Se trata de un despiadado acto de acusación, en el que los principales capítulos de imputación son éstos:
1. Atención prevalente dirigida a los comportamientos externos, con menoscabo de la interioridad.
2. Formalismos en vez de sustancia.
3. Un culto dado a Dios con las palabras, mientras el corazón está en otra parte.
4. Tradicionalismos superficiales (y folclóricos, añadimos nosotros en base a la experiencia de nuestro tiempo), que no hunden las raíces en la voluntad de Dios.
5. Observancia de minucias y negligencia clamorosa de cosas importantes y fundamentales.
Jesús usa una imagen muy gráfica: coláis el mosquito y os tragáis el camello (Mt 23, 24). Yo hablaría también de «caza de mariposas», por lo que el cristianismo, en vez de ser una cosa seria, se convierte en recreo, en una forma de evasión.
Personalmente agradecería que en la iglesia se me pidiese hacer el inventario de esos productos infecciosos que salen del corazón: «los malos propósitos, las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad...».
En una palabra, veo la predicación como depuradora y no como adorno. La homilía como sonda que penetra en nuestro pozo negro, hurgando en el cieno y removiendo los miasmas que nos atontan, y no como caricia sobre nuestros buenos sentimientos.
Es urgente que los hombres de la palabra nos inviten a redescubrir el cristianismo como una «cosa seria».
Quisiera sacar la sensación de que cuando salgo de la iglesia no me encuentro con una rociada de perfume religioso sobre el traje, sino que advierto un olor sospechoso, que me provoca un cierto deseo de limpieza interior.
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