“Tú domeñas la soberbia del mar y amansas la hinchazón del oleaje” (Salmo 89,10): así cantaba el pueblo judío el poder de Yhwh, del que reconocían que “apaciguó la tormenta en suave brisa y enmudeció el oleaje” (Salmo 107,20).
En un marco cultural, en el que el mar era visto como “lugar” de las fuerzas malignas, el salmista usa la imagen del mar embravecido y luego calmado, de la tormenta convertida en brisa, para afirmar su confianza en Dios vencedor de todo tipo de mal, y fuente de calma y de paz.
El autor del evangelio no hace sino reconocer a Jesús como fuente de confianza y de paz, usando la misma imagen, ahora “escenificada” en un hermoso relato simbólico, que se destroza cuando se entiende literalmente.
Una vez más –y eso es lo que lo dota de una actualidad permanente-, el evangelio “lee” nuestra propia vida, al colocarnos frente al drama de la existencia humana, que se mueve entre la oscuridad (“al atardecer”) y la luz, entre el miedo y la confianza, entre el oleaje y la calma…
Y, en concreto, nos lleva a plantearnos una cuestión: ¿Cómo me sitúo ante la vida? ¿Como los discípulos que, muertos de miedo, parecen reprochar al Maestro su aparente desinterés? ¿O como Jesús, capaz de dormir apaciblemente en medio de aquella misma tempestad que tenía a los discípulos aterrorizados?
Para un pensamiento mágico-mítico, el relato se leía como una invitación a recurrir a Jesús para que nos “salvara” de las dificultades de la vida. Hoy, sin embargo, una tal lectura no puede resultar sino infantil. Superado –por la propia evolución de la conciencia- aquel esquema de pensamiento, no se nos ocurre buscar la salvación “fuera”. Más aún, somos conscientes de que no existe una salvación “mágica” ni, mucho menos, al margen de nuestro modo de vivir.
Por la misma razón, tampoco vemos a Jesús como un “salvador” externo, sino como el “espejo” en el que podemos reconocernos a nosotros mismos, de manera que, en el encuentro con él, se despierte lo que ya somos y vive en nosotros.
Me parece importante subrayar que la negación de la figura de un salvador exterior no es producto de ningún tipo de “autosuficiencia postmoderna” ni de un “yo” inflado y prometeico, ciego a su propia necesidad. El giro es mucho más revolucionario: no hay tal “yo” que tenga que ser salvado; más aún, es sólo la identificación de la persona con el yo la que ocasiona la angustia que los discípulos experimentan en la tempestad.
Con lo cual, una vez modificada la perspectiva –de lo mágico/mítico a lo transpersonal-, el mensaje del relato se hace todavía más nítido. ¿Cómo me sitúo ante la vida? ¿Como los discípulos que se hallan totalmente identificados con su yo? ¿O como Jesús, que ha trascendido tal identificación?
Es sabido que donde hay (identificación con el) yo, habrá soledad, miedo, ansiedad y enfrentamiento. Porque ésas son las características que acompañan, inexorablemente, a la conciencia de un yo separado y separador.
Por eso, leído desde aquí, el relato contiene un profundo mensaje de sabiduría: Mientras te percibas a ti mismo y te vivas como “yo” separado, no lograrás evitar el miedo y la angustia. Te verás amenazado por las “tormentas” de la vida y reaccionarás buscando a otros a quienes culpar, o de quienes esperar que te salven mágicamente.
Observa a Jesús, parece decir el texto. ¿Qué hace que pueda estar plácidamente dormido en una situación que a los otros les resulta insoportable? La respuesta parece obvia: Jesús no está identificado con su yo, no vive en un nivel de conciencia egoico. Trascendido ese nivel, se reconoce como Conciencia atemporal e ilimitada; no como un yo encapsulado en las fronteras de la piel y de la mente, sino como el “Yo soy” eterno, uno-con-el-Padre, en lenguaje evangélico.
Es precisamente en esa Identidad transpersonal donde nos reconocemos no-separados de Jesús. No lo vemos, por tanto, como un yo separado que viene a salvar a nuestro yo también separado, sino como aquél en quien se manifiesta el Misterio de Lo Que Es (Dios) y, simultáneamente, se expresa Lo Que Somos.
Eso significa que tanto la posibilidad del sueño apacible en medio de la tormenta como la capacidad de calmar el oleaje se encuentran a nuestro alcance. No al alcance de nuestro yo separado, siempre solo y muerto de miedo por su propia impotencia, sino de Quien somos en nuestra Identidad última, la que compartimos a nivel profundo, con Jesús y con todos los seres.
Porque, en realidad, en la medida en que nos situamos en nuestra verdadera Identidad, tanto el miedo como la soledad desaparecen…, sin necesidad incluso de que lo externo se modifique. Seguirá habiendo tormentas –es el lote de la existencia-, pero no habrá ningún “yo” separado que se asuste ante ellas. Habrá, más bien, aceptación y no-resistencia, rendición ante todo lo que pueda aparecer.
Detrás de cada miedo del yo –¡tantos miedos…!-, late agazapado el miedo a la muerte. Para el yo, es un miedo visceral: como si “supiera” que él es sólo pura apariencia, sin consistencia ni posibilidad de subsistir. De ahí, su ansioso afán de autoafirmarse constantemente, manteniendo incluso la creencia de perpetuarse –como yo separado- incluso más allá de la muerte.
Sin embargo, al desidentificarnos del yo, el miedo desaparece. Porque empezamos a percibir que lo que realmente somos nunca puede ser dañado. Tampoco puede desaparecer, porque nunca ha aparecido; ni puede morir, porque nunca ha nacido. Como decía también el propio Jesús: “No temáis a los que matan el cuerpo” (evangelio de Mateo 10,28); no temáis la muerte del yo: es el inicio de la liberación. En efecto, no hay nada de lo que debamos liberarnos, sino de la identificación con nuestro propio yo.
Con todo este trasfondo, aparece también más reveladora la pregunta que Jesús les plantea: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. El miedo, de la mano del yo, que acobarda y paraliza, es justo lo opuesto a la fe. Puesto que “fe” significa confianza, lo contrario a la misma no es el ateísmo o el agnosticismo, sino el temor. Lo que ocurre es que el yo puede tener “creencias” –incluso las necesita, se aferra y se identifica con ellas, en nuevo intento de autoafirmación y supervivencia-, pero no puede confiar. Porque para el yo, confiar es sinónimo de “controlar”; por eso, ante lo que no controla, desconfía.
Sin embargo, en cuanto tomamos distancia del yo, la confianza emerge por sí misma…, incluso sin necesidad de creencias. Porque la confianza es una de las características de lo Real. Una confianza que se vive como gratitud y aceptación y que se expresa en un profundo “todo está bien”.
Es la confianza que vive quien aprende a descansar en el Misterio, algo inalcanzable para el yo. Porque el descanso en el Misterio es posible en tanto en cuanto detenemos la mente, es decir, en tanto en cuanto se silencia el yo. Es entonces cuando emerge la calma, el asombro, la alabanza, el gozo, la gratitud, la Presencia…, el “estar a popa, durmiendo sobre un almohadón”. Y es también entonces –al descansar en el Misterio-, cuando experimentamos que “hasta el viento y mar nos obedecen” porque, al tomar distancia de nuestro yo, estamos también más allá de sus oleajes.
En un marco cultural, en el que el mar era visto como “lugar” de las fuerzas malignas, el salmista usa la imagen del mar embravecido y luego calmado, de la tormenta convertida en brisa, para afirmar su confianza en Dios vencedor de todo tipo de mal, y fuente de calma y de paz.
El autor del evangelio no hace sino reconocer a Jesús como fuente de confianza y de paz, usando la misma imagen, ahora “escenificada” en un hermoso relato simbólico, que se destroza cuando se entiende literalmente.
Una vez más –y eso es lo que lo dota de una actualidad permanente-, el evangelio “lee” nuestra propia vida, al colocarnos frente al drama de la existencia humana, que se mueve entre la oscuridad (“al atardecer”) y la luz, entre el miedo y la confianza, entre el oleaje y la calma…
Y, en concreto, nos lleva a plantearnos una cuestión: ¿Cómo me sitúo ante la vida? ¿Como los discípulos que, muertos de miedo, parecen reprochar al Maestro su aparente desinterés? ¿O como Jesús, capaz de dormir apaciblemente en medio de aquella misma tempestad que tenía a los discípulos aterrorizados?
Para un pensamiento mágico-mítico, el relato se leía como una invitación a recurrir a Jesús para que nos “salvara” de las dificultades de la vida. Hoy, sin embargo, una tal lectura no puede resultar sino infantil. Superado –por la propia evolución de la conciencia- aquel esquema de pensamiento, no se nos ocurre buscar la salvación “fuera”. Más aún, somos conscientes de que no existe una salvación “mágica” ni, mucho menos, al margen de nuestro modo de vivir.
Por la misma razón, tampoco vemos a Jesús como un “salvador” externo, sino como el “espejo” en el que podemos reconocernos a nosotros mismos, de manera que, en el encuentro con él, se despierte lo que ya somos y vive en nosotros.
Me parece importante subrayar que la negación de la figura de un salvador exterior no es producto de ningún tipo de “autosuficiencia postmoderna” ni de un “yo” inflado y prometeico, ciego a su propia necesidad. El giro es mucho más revolucionario: no hay tal “yo” que tenga que ser salvado; más aún, es sólo la identificación de la persona con el yo la que ocasiona la angustia que los discípulos experimentan en la tempestad.
Con lo cual, una vez modificada la perspectiva –de lo mágico/mítico a lo transpersonal-, el mensaje del relato se hace todavía más nítido. ¿Cómo me sitúo ante la vida? ¿Como los discípulos que se hallan totalmente identificados con su yo? ¿O como Jesús, que ha trascendido tal identificación?
Es sabido que donde hay (identificación con el) yo, habrá soledad, miedo, ansiedad y enfrentamiento. Porque ésas son las características que acompañan, inexorablemente, a la conciencia de un yo separado y separador.
Por eso, leído desde aquí, el relato contiene un profundo mensaje de sabiduría: Mientras te percibas a ti mismo y te vivas como “yo” separado, no lograrás evitar el miedo y la angustia. Te verás amenazado por las “tormentas” de la vida y reaccionarás buscando a otros a quienes culpar, o de quienes esperar que te salven mágicamente.
Observa a Jesús, parece decir el texto. ¿Qué hace que pueda estar plácidamente dormido en una situación que a los otros les resulta insoportable? La respuesta parece obvia: Jesús no está identificado con su yo, no vive en un nivel de conciencia egoico. Trascendido ese nivel, se reconoce como Conciencia atemporal e ilimitada; no como un yo encapsulado en las fronteras de la piel y de la mente, sino como el “Yo soy” eterno, uno-con-el-Padre, en lenguaje evangélico.
Es precisamente en esa Identidad transpersonal donde nos reconocemos no-separados de Jesús. No lo vemos, por tanto, como un yo separado que viene a salvar a nuestro yo también separado, sino como aquél en quien se manifiesta el Misterio de Lo Que Es (Dios) y, simultáneamente, se expresa Lo Que Somos.
Eso significa que tanto la posibilidad del sueño apacible en medio de la tormenta como la capacidad de calmar el oleaje se encuentran a nuestro alcance. No al alcance de nuestro yo separado, siempre solo y muerto de miedo por su propia impotencia, sino de Quien somos en nuestra Identidad última, la que compartimos a nivel profundo, con Jesús y con todos los seres.
Porque, en realidad, en la medida en que nos situamos en nuestra verdadera Identidad, tanto el miedo como la soledad desaparecen…, sin necesidad incluso de que lo externo se modifique. Seguirá habiendo tormentas –es el lote de la existencia-, pero no habrá ningún “yo” separado que se asuste ante ellas. Habrá, más bien, aceptación y no-resistencia, rendición ante todo lo que pueda aparecer.
Detrás de cada miedo del yo –¡tantos miedos…!-, late agazapado el miedo a la muerte. Para el yo, es un miedo visceral: como si “supiera” que él es sólo pura apariencia, sin consistencia ni posibilidad de subsistir. De ahí, su ansioso afán de autoafirmarse constantemente, manteniendo incluso la creencia de perpetuarse –como yo separado- incluso más allá de la muerte.
Sin embargo, al desidentificarnos del yo, el miedo desaparece. Porque empezamos a percibir que lo que realmente somos nunca puede ser dañado. Tampoco puede desaparecer, porque nunca ha aparecido; ni puede morir, porque nunca ha nacido. Como decía también el propio Jesús: “No temáis a los que matan el cuerpo” (evangelio de Mateo 10,28); no temáis la muerte del yo: es el inicio de la liberación. En efecto, no hay nada de lo que debamos liberarnos, sino de la identificación con nuestro propio yo.
Con todo este trasfondo, aparece también más reveladora la pregunta que Jesús les plantea: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?”. El miedo, de la mano del yo, que acobarda y paraliza, es justo lo opuesto a la fe. Puesto que “fe” significa confianza, lo contrario a la misma no es el ateísmo o el agnosticismo, sino el temor. Lo que ocurre es que el yo puede tener “creencias” –incluso las necesita, se aferra y se identifica con ellas, en nuevo intento de autoafirmación y supervivencia-, pero no puede confiar. Porque para el yo, confiar es sinónimo de “controlar”; por eso, ante lo que no controla, desconfía.
Sin embargo, en cuanto tomamos distancia del yo, la confianza emerge por sí misma…, incluso sin necesidad de creencias. Porque la confianza es una de las características de lo Real. Una confianza que se vive como gratitud y aceptación y que se expresa en un profundo “todo está bien”.
Es la confianza que vive quien aprende a descansar en el Misterio, algo inalcanzable para el yo. Porque el descanso en el Misterio es posible en tanto en cuanto detenemos la mente, es decir, en tanto en cuanto se silencia el yo. Es entonces cuando emerge la calma, el asombro, la alabanza, el gozo, la gratitud, la Presencia…, el “estar a popa, durmiendo sobre un almohadón”. Y es también entonces –al descansar en el Misterio-, cuando experimentamos que “hasta el viento y mar nos obedecen” porque, al tomar distancia de nuestro yo, estamos también más allá de sus oleajes.
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