El domingo pasado comenzamos la lectura del capítulo sexto de Juan con el relato de la multiplicación de los panes. Jesús no creó los panes de la nada, sino que multiplicó panes y peces existentes, pero insuficientes. Había que nutrir una multitud de la cual sólo los hombres eran cinco mil; y para eso se disponía de cinco panes y dos peces. El milagro que Jesús hizo será un signo y una prueba del verdadero pan de vida.
Podemos imaginar el entusiasmo de la multitud que había comido de esos panes milagrosos: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para hacerlo rey, huyó de nuevo al monte él solo”. Cuando ya oscurecía, los discípulos se embarcaron sin Jesús e intentaban regresar a Cafarnaúm. En medio de la travesía los alcanza Jesús cami-nando sobre el agua y, cuando quieren tomarlo con ellos en la barca, llegan a la otra orilla. Aquí comienza el Evangelio de hoy.
La gente que había quedado en la otra orilla y los que llegaron allá al día siguiente, al no encontrar a Jesús, regresaron a Cafarnaúm en su busca y, al encontrarlo, le dijeron: “Rabbi, ¿cuándo has llegado aquí?”. Estaban extrañados de encontrarlo allí, porque sabían que en la orilla opuesta no había más que una barca y que Jesús no se había embarcado en ella junto con los discípulos. Jesús no responde a la pregunta, sino que trata de rectificar el motivo por el cual lo buscan: “En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado”. De los peces ya no se habla. Ellos se habían quedado en el beneficio material que Jesús les había procurado; pero no habían visto en ese hecho la revelación de algo más profundo.
Ese pan era signo de otro pan superior. Para explicar esto pronuncia Jesús el discurso del Pan de Vida que comienza con estas palabras: “Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello”. Tres cosas afirma Jesús: 1) hay un alimento que no perece y que comunica la vida eterna; 2) este alimento lo dará el Hijo del hombre (ya sabemos que esta es la expresión que usa Jesús para hablar de sí mismo); 3) Dios, a quien Jesús llama “el Padre”, lo ha marcado a él –al Hijo del hombre- con su sello. En otros textos del Nuevo Testamento el “sello de Dios” es el Espíritu Santo. Pero aquí lo que Jesús quiere decir es que Dios ha imprimido en él su imagen, como afirma el himno cristológico de la carta a los colosenses: “Él es Imagen de Dios invisible” (Col 1,15).
Entendemos lo que significa “obrar” por el pan perecedero; con el sudor de la frente nos procuramos este pan. Pero Jesús dice que hay que “obrar” por un pan no perecedero; y agrega que este pan lo dará él. ¿Qué es lo que tienen que hacer ellos, entonces? Ellos tienen que hacer la “obra de Dios”. Y Jesús aclara: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado”. Para obtener el pan de vida eterna es necesaria una sola cosa: creer en Jesús. Es necesario creer que él da este pan y que este pan es su misma Persona divina ofrecida en alimento. Ellos se resisten a hacer esa “obra” y piden un signo: “¿Qué signo haces para que viendolo creamos en ti?”. Los que piden ahora un signo son los mismos que el día anterior habían comido los panes multiplicados por Jesús y “al ver el signo que había realizado, decían: ‘Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo’” (Jn 6,14). Ayer veían un signo y hoy preguntan: “¿Qué signo haces?”. Su cerrazón actual los ciega y les impide ver incluso la evidencia.
Arguyen con la Escritura: “Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: ‘Pan del cielo les dio a comer’”. Esta es una cita textual del Salmo 78,24. Este Salmo es muy posterior a los hechos; los hechos se han magnificado hasta el punto de llamar al maná “pan del cielo”. La insinuación es que Moisés hizo un signo claro porque él les dio pan del cielo. Jesús replica: “No fue Moisés quien os dio el pan del cielo”. Jesús se refiere al texto de Exodo 16,15 que es más cercano a los hechos. Cuando los israelitas preguntan: “¿Qué es esto?”, Moisés responde: “Este es el pan que el Señor os da por alimento” (Ex 16,15). Se trataba de “una cosa menuda como granos, parecida a la escarcha que apareció sobre el suelo” (Ex 16,14). Jesús tiene razón: el maná no era pan del cielo y no fue Moisés quien se lo dio. Pero agrega: “Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo”. Y explica el origen y la virtud de este pan: “El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo”.
Jesús había dicho que el pan de vida eterna lo daría el Hijo del hombre, es decir, él mismo. Y ahora dice que es su Padre quien da el pan del cielo. Y, cuando los judíos escuchan la virtud de ese pan, se dirigen a él, no al Padre, diciendo: “Señor, danos siempre de ese pan”. ¿Quién lo da, Jesús o el Padre? Lo dan ambos, porque en esta acción salvífica se aplica la sentencia de Jesús: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30). Esto es lo que se insinúa en la afirmación culminante: “Yo soy el pan de la vida”. La expresión “Yo soy” es el nombre de Dios; y la expresión “pan de la vida” designa a Jesús. Ambas unidas en esa afirmación revelan que Jesús es Dios hecho hombre y dado a los hombres como alimento que comunica la vida divina.
Podemos imaginar el entusiasmo de la multitud que había comido de esos panes milagrosos: “Sabiendo Jesús que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para hacerlo rey, huyó de nuevo al monte él solo”. Cuando ya oscurecía, los discípulos se embarcaron sin Jesús e intentaban regresar a Cafarnaúm. En medio de la travesía los alcanza Jesús cami-nando sobre el agua y, cuando quieren tomarlo con ellos en la barca, llegan a la otra orilla. Aquí comienza el Evangelio de hoy.
La gente que había quedado en la otra orilla y los que llegaron allá al día siguiente, al no encontrar a Jesús, regresaron a Cafarnaúm en su busca y, al encontrarlo, le dijeron: “Rabbi, ¿cuándo has llegado aquí?”. Estaban extrañados de encontrarlo allí, porque sabían que en la orilla opuesta no había más que una barca y que Jesús no se había embarcado en ella junto con los discípulos. Jesús no responde a la pregunta, sino que trata de rectificar el motivo por el cual lo buscan: “En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto signos, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado”. De los peces ya no se habla. Ellos se habían quedado en el beneficio material que Jesús les había procurado; pero no habían visto en ese hecho la revelación de algo más profundo.
Ese pan era signo de otro pan superior. Para explicar esto pronuncia Jesús el discurso del Pan de Vida que comienza con estas palabras: “Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello”. Tres cosas afirma Jesús: 1) hay un alimento que no perece y que comunica la vida eterna; 2) este alimento lo dará el Hijo del hombre (ya sabemos que esta es la expresión que usa Jesús para hablar de sí mismo); 3) Dios, a quien Jesús llama “el Padre”, lo ha marcado a él –al Hijo del hombre- con su sello. En otros textos del Nuevo Testamento el “sello de Dios” es el Espíritu Santo. Pero aquí lo que Jesús quiere decir es que Dios ha imprimido en él su imagen, como afirma el himno cristológico de la carta a los colosenses: “Él es Imagen de Dios invisible” (Col 1,15).
Entendemos lo que significa “obrar” por el pan perecedero; con el sudor de la frente nos procuramos este pan. Pero Jesús dice que hay que “obrar” por un pan no perecedero; y agrega que este pan lo dará él. ¿Qué es lo que tienen que hacer ellos, entonces? Ellos tienen que hacer la “obra de Dios”. Y Jesús aclara: “La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado”. Para obtener el pan de vida eterna es necesaria una sola cosa: creer en Jesús. Es necesario creer que él da este pan y que este pan es su misma Persona divina ofrecida en alimento. Ellos se resisten a hacer esa “obra” y piden un signo: “¿Qué signo haces para que viendolo creamos en ti?”. Los que piden ahora un signo son los mismos que el día anterior habían comido los panes multiplicados por Jesús y “al ver el signo que había realizado, decían: ‘Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo’” (Jn 6,14). Ayer veían un signo y hoy preguntan: “¿Qué signo haces?”. Su cerrazón actual los ciega y les impide ver incluso la evidencia.
Arguyen con la Escritura: “Nuestros padres comieron el maná en el desierto, según está escrito: ‘Pan del cielo les dio a comer’”. Esta es una cita textual del Salmo 78,24. Este Salmo es muy posterior a los hechos; los hechos se han magnificado hasta el punto de llamar al maná “pan del cielo”. La insinuación es que Moisés hizo un signo claro porque él les dio pan del cielo. Jesús replica: “No fue Moisés quien os dio el pan del cielo”. Jesús se refiere al texto de Exodo 16,15 que es más cercano a los hechos. Cuando los israelitas preguntan: “¿Qué es esto?”, Moisés responde: “Este es el pan que el Señor os da por alimento” (Ex 16,15). Se trataba de “una cosa menuda como granos, parecida a la escarcha que apareció sobre el suelo” (Ex 16,14). Jesús tiene razón: el maná no era pan del cielo y no fue Moisés quien se lo dio. Pero agrega: “Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo”. Y explica el origen y la virtud de este pan: “El pan de Dios es el que baja del cielo y da la vida al mundo”.
Jesús había dicho que el pan de vida eterna lo daría el Hijo del hombre, es decir, él mismo. Y ahora dice que es su Padre quien da el pan del cielo. Y, cuando los judíos escuchan la virtud de ese pan, se dirigen a él, no al Padre, diciendo: “Señor, danos siempre de ese pan”. ¿Quién lo da, Jesús o el Padre? Lo dan ambos, porque en esta acción salvífica se aplica la sentencia de Jesús: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30). Esto es lo que se insinúa en la afirmación culminante: “Yo soy el pan de la vida”. La expresión “Yo soy” es el nombre de Dios; y la expresión “pan de la vida” designa a Jesús. Ambas unidas en esa afirmación revelan que Jesús es Dios hecho hombre y dado a los hombres como alimento que comunica la vida divina.
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