La vida de un “sacerdote”, “ministro ordenado” o simplemente “cura” -“padrecito”, lo llaman cariñosamente en Bolivia-, está caracterizada por el ejercicio de la triple función: enseñar, santificar, regir. Las tareas de evangelización, las de gobierno o animación comunitaria y las de culto acompañan su vida.
En mi caso, dedicado durante muchos años en mi país de origen casi exclusivamente a la formación de seminaristas, no faltaron ese tipo de triples actividades. Pero predominaron las intervenciones de carácter formativo. Casi rayando los sesenta años fui destinado a Bolivia. En esta bendita tierra me encargaron de nuevo tomar las riendas de la formación. Y ahí estoy.
Sobre ese ministerio pedagógico, en el que me he desempeñado y en el que debo reconocer con gratitud que me he sentido bastante feliz, poco hay que contar. Experiencias sorprendentes no se han producido. El día a día en este terreno de la formación suele ser poco espectacular. Opto, por tanto, por un discreto silencio.
Contaré, entonces, otras cosas. En mi contacto actual con la gente del extrarradio cochabambino estoy siendo testigo de la presencia de Dios en medio de un pueblo sencillo. He descubierto el claroscuro que caracteriza a los pobladores de la Llajta (la Ciudad Valluna o Cochabamba). Fijándome más en el lado claro que en el oscuro, confieso que he llegado a apreciar en verdad su capacidad de aguante, su paciencia casi infinita ante toda clase de adversidades. Admiro su actitud amable, valoro su porte reservado, respeto su religiosidad popular, poblada de creencias ancestrales y, a la vez, elemental...
Esta experiencia pastoral en mis últimos cinco años me ha enseñado a contemplar con mirada benigna determinados comportamientos y usos que, en otro tiempo, me hubieran parecido un despropósito. Recuerdo que, cuando yo era un joven seminarista en Roma y, después, un sacerdote también estudiante de “la urbe”, quedaba sorprendido por la grandiosidad de la liturgia en la basílica vaticana, que parecía haber sido arrebatada a las nubes del cielo. Nada faltaba. Nada sobraba. Todo era medido y perfecto. La presencia de la divinidad se hacía casi palpable. Ahora, que ya no soy joven, me atrevo a imaginar que Dios -maestro en el arte de la encarnación y, supongo, algo asfixiado por el humo de los incensarios y, acaso, un tanto harto de escuchar sublimes polifonías- hallará placer igualmente en el desarrollo de otros ritos menos solemnes, menos perfectos.
Así, nuestras funciones litúrgicas en el barrio periférico en el que me hallo podrían considerarse bastante imperfectas desde el punto de vista formal, aunque no dudo de que en ellas Dios se hace presente. Pondré unos ejemplos a propósito de las exequias, las misas, los sacramentales..., obviando posibles elucubraciones teológicas:
Las gallinas picotean alrededor del féretro o “cajón” en las exequias celebradas en las modestas viviendas del barrio, mientras en el patio contiguo los hombres mastican hoja de coca y se oye el dolido estruendo de los mariachis contratados para el funeral.
En nuestras capillas, con las puertas abiertas de par en par, los perros penetran a discreción durante la celebración de la Eucaristía. No hay “ostiario” que los arroje fuera y cierre los portones. Por otra parte, a mí los perros no me molestan.
La misa da inicio cuando comienza y termina cuando acaba. Desde el mirador del altar en el que celebro, veo frecuentemente a alguna persona anciana que se va aproximando a la capilla con cachaba y aguayo, llegando esforzadamente después de la consagración... Pero llega. Otras personas ingresan en el recinto justo al humo de las velas. Y es inútil sermonear al respecto para que otro día se apresuren. Los bolivianos son madrugadores y trabajan bien. Pero lo de llegar “a tiempo”, es otro asunto. Aquí el reloj marca otro ritmo.
Una vez terminada la misa, la gente se agolpa para recibir la aspersión del agua bendita, que acoge devotamente sea en la cabeza, sea en la mano. Jamás imaginé la importancia que tienen estos “sacramentales” para la buena gente. Y me atrevo a sospechar que Dios, Padre de todos, tal vez goce más en estos lugares y con estas pequeñas cosas que en otras ceremonias distinguidas por el decoro impecable y la exquisitez litúrgica.
Esa es mi experiencia actual. Lo he descubierto un poco tarde, lo confieso con admiración, y aún tengo los ojos como platos. Y me digo a mí mismo: mejor tarde que nunca. Que Dios sea bendito.
Un cordial saludo.
José San Román cmf.
En mi caso, dedicado durante muchos años en mi país de origen casi exclusivamente a la formación de seminaristas, no faltaron ese tipo de triples actividades. Pero predominaron las intervenciones de carácter formativo. Casi rayando los sesenta años fui destinado a Bolivia. En esta bendita tierra me encargaron de nuevo tomar las riendas de la formación. Y ahí estoy.
Sobre ese ministerio pedagógico, en el que me he desempeñado y en el que debo reconocer con gratitud que me he sentido bastante feliz, poco hay que contar. Experiencias sorprendentes no se han producido. El día a día en este terreno de la formación suele ser poco espectacular. Opto, por tanto, por un discreto silencio.
Contaré, entonces, otras cosas. En mi contacto actual con la gente del extrarradio cochabambino estoy siendo testigo de la presencia de Dios en medio de un pueblo sencillo. He descubierto el claroscuro que caracteriza a los pobladores de la Llajta (la Ciudad Valluna o Cochabamba). Fijándome más en el lado claro que en el oscuro, confieso que he llegado a apreciar en verdad su capacidad de aguante, su paciencia casi infinita ante toda clase de adversidades. Admiro su actitud amable, valoro su porte reservado, respeto su religiosidad popular, poblada de creencias ancestrales y, a la vez, elemental...
Esta experiencia pastoral en mis últimos cinco años me ha enseñado a contemplar con mirada benigna determinados comportamientos y usos que, en otro tiempo, me hubieran parecido un despropósito. Recuerdo que, cuando yo era un joven seminarista en Roma y, después, un sacerdote también estudiante de “la urbe”, quedaba sorprendido por la grandiosidad de la liturgia en la basílica vaticana, que parecía haber sido arrebatada a las nubes del cielo. Nada faltaba. Nada sobraba. Todo era medido y perfecto. La presencia de la divinidad se hacía casi palpable. Ahora, que ya no soy joven, me atrevo a imaginar que Dios -maestro en el arte de la encarnación y, supongo, algo asfixiado por el humo de los incensarios y, acaso, un tanto harto de escuchar sublimes polifonías- hallará placer igualmente en el desarrollo de otros ritos menos solemnes, menos perfectos.
Así, nuestras funciones litúrgicas en el barrio periférico en el que me hallo podrían considerarse bastante imperfectas desde el punto de vista formal, aunque no dudo de que en ellas Dios se hace presente. Pondré unos ejemplos a propósito de las exequias, las misas, los sacramentales..., obviando posibles elucubraciones teológicas:
Las gallinas picotean alrededor del féretro o “cajón” en las exequias celebradas en las modestas viviendas del barrio, mientras en el patio contiguo los hombres mastican hoja de coca y se oye el dolido estruendo de los mariachis contratados para el funeral.
En nuestras capillas, con las puertas abiertas de par en par, los perros penetran a discreción durante la celebración de la Eucaristía. No hay “ostiario” que los arroje fuera y cierre los portones. Por otra parte, a mí los perros no me molestan.
La misa da inicio cuando comienza y termina cuando acaba. Desde el mirador del altar en el que celebro, veo frecuentemente a alguna persona anciana que se va aproximando a la capilla con cachaba y aguayo, llegando esforzadamente después de la consagración... Pero llega. Otras personas ingresan en el recinto justo al humo de las velas. Y es inútil sermonear al respecto para que otro día se apresuren. Los bolivianos son madrugadores y trabajan bien. Pero lo de llegar “a tiempo”, es otro asunto. Aquí el reloj marca otro ritmo.
Una vez terminada la misa, la gente se agolpa para recibir la aspersión del agua bendita, que acoge devotamente sea en la cabeza, sea en la mano. Jamás imaginé la importancia que tienen estos “sacramentales” para la buena gente. Y me atrevo a sospechar que Dios, Padre de todos, tal vez goce más en estos lugares y con estas pequeñas cosas que en otras ceremonias distinguidas por el decoro impecable y la exquisitez litúrgica.
Esa es mi experiencia actual. Lo he descubierto un poco tarde, lo confieso con admiración, y aún tengo los ojos como platos. Y me digo a mí mismo: mejor tarde que nunca. Que Dios sea bendito.
Un cordial saludo.
José San Román cmf.
No hay comentarios:
Publicar un comentario