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sábado, 29 de agosto de 2009

XXII Domingo del T.O. (Marcos 7, 1-8. 14-15. 21-23) - Ciclo B: Del Cumplimiento a la Fidelidad

Por Fernando Torres Pérez, cmf
Publicado por Ciudad Redonda

El Evangelio de este domingo me ha traído a la memoria algunas anécdotas de mi juventud. La primera sucedió cuando estaba en el Seminario Menor, tendría unos 13 ó 14 años. En aquella época un sacerdote me pidió un día que le hiciese de monaguillo mientras que él celebraba la misa. Al terminar, ya en la sacristía, me dijo: “¿Ves? Sólo doce minutos y todas las palabras bien pronunciadas”. Allá quedó la historia almacenada en mi memoria.
Unos años más tarde, ya andaría yo por los 19 ó 20 años, me encontré con un fraile de luengas barbas, que, al enterarse de que era claretiano, me preguntó si “todavía era obligatorio pronunciar todas las palabras en la recitación diaria de la liturgia de las horas”. La pregunta me sorprendió porque era un planteamiento que no me había hecho nunca. No me encajaba mucho que la oración tuviese que ver de esa manera con una obligación legal.
Y vamos a la última anécdota. En la ciudad donde nací, un párroco emprendedor decidió que hacia falta un templo nuevo para atender las necesidades de su parroquia. Puso manos a la obra y edificó una gran iglesia que quedó terminada justo antes de que comenzara el Concilio Vaticano II. No es una iglesia muy adecuada a la liturgia actual pero lo más llamativo era un letrero que podía ser visto por toda la asamblea y que se encendía en el momento en que el sacerdote comenzaba con el ofertorio, ya pasada la liturgia de la palabra. El letrero decía: “Ha llegado usted tarde a misa”.


La tentación del legalismo

Son tres ejemplos de cómo podemos caer en el legalismo en nuestra relación con Dios y con la comunidad cristiana a la que pertenecemos. Hasta pensar que nuestra oración personal, la celebración de la eucaristía y otras cuestiones básicas de la vida cristiana consisten ante todo en el cumplimiento de unas normas. Hay que pronunciar todas las palabras bien para cumplir con la obligación de rezar el breviario o para que la misa sea válida. Hay que llegar a misa antes de que empiece el ofertorio para cumplir con la obligación dominical.
Ciertamente, son consideraciones ya generalmente superadas pero la tentación siempre está ahí. La tentación de fijarnos en la letra de la ley y no en su espíritu, la tentación del cumplimiento, del “cumplo y miento”. Todo al mismo tiempo. Quizá, incluso, con buena voluntad pero olvidando lo más importante: el espíritu del Evangelio.
Dicho en otras palabras, que lo más importante es celebrar la Eucaristía con los hermanos y que por eso no me gusta llegar tarde, que orar y celebrar es una forma de expresar y vivir mi necesaria relación con Dios más allá de pronunciar o no correctamente todas las sílabas –y si lo único que hago es preocuparme de pronunciarlas pero sin poner nada de “mi espíritu” en ellas, mejor sería que leyese el periódico–.


Lo que importa es amar

Todo eso es lo que nos dice la primera lectura de este domingo y nos explica mejor Jesús en el Evangelio. Lo que nos manda Dios es amarnos unos a otros. Todo lo demás son tradiciones que, a veces, traicionan el espíritu de la Palabra. Jesús nos recuerda que lo importante está no en el cumplimiento de unas normas legales sino en el espíritu con que vivimos, que ser cristiano no es cumplir sino vivir, que dar gloria a Dios no es hacer las incensaciones en el momento justo marcado por la liturgia –eso puede quedar muy bonito pero también puede ser un gesto vacío y puramente estético– sino amar en la vida diaria a los hermanos y hermanas, luchar por la justicia y la igualdad, comprometerse con la vida de todos.
Las tradiciones pueden estar bien. Nos recuerdan un pasado. Es bueno conservarlas. Pero cuando se convierten en una pura observancia externa... es mejor olvidarlas y tratar de encontrar y recuperar el espíritu que las motivó. Y no hay que olvidar que en la comunidad cristiana todo, absolutamente todo, se debe referir y fundamentar en el Evangelio, en el mensaje de Jesús.
Como dice la carta de Santiago, la “religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo.” No nos dejemos llevar por un mundo que se centra demasiado en guardar las apariencias, en “cumplir” externamente y amemos como Dios ama. Como dice Santiago, visitando a los huérfanos y a las viudas en su tribulación.

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