Es un título provocador, sí: ¿apología de Tomás? Pero si Tomás es el incrédulo, el escéptico; el que demandó una prueba para creer, para fiarse (Jn 20, 19-29).
He de reconocer que siempre he sentido una cierta compasión por este discípulo singular. La experiencia de haber compartido con Jesús su vida pública, haber asistido a su muerte y, tres días después, encontrarse con los demás discípulos diciendo que le han visto… uno está tentado a pensar que le habría ocurrido lo mismo que a Tomás.
Pero yendo más allá de la “lectura cognoscitiva”, podemos hacer una segunda lectura más “vivencial”. Tomás está comprobando la nueva alegría que desborda a los apóstoles, el gran ánimo para lanzarse a la calle y gritar su entusiasmo. Pero le cuesta reconocer que el origen de esa alegría que ve a su alrededor es el mismo Jesús a quien ha visto recorrer Galilea y Jerusalén, padecer y morir. Para Tomás quizá sea posible sobreponerse a la muerte del Maestro, abrir nuevas misiones con la memoria del crucificado, luchar por segunda vez por aquello por lo que fracasaron la primera vez. Pero esa pretensión es altamente voluntarista, porque ¿se puede transmitir con alegría y fuerzas renovadas lo que se ha vivido con tristeza, como fatalidad y tragedia? ¿Se puede sonreír mientras se encuentra uno angustiado?
Tomás cree que no. Por eso, para él no basta intentar vivir por segunda vez experiencias diferentes. Tomás necesita tomar esa angustia vital en las manos para que Alguien la convierta en vida nueva; necesita que esa experiencia de sangre derramada, Alguien la convierta en sangre preciosa, de vida; necesita que el mismo que murió en la cruz sea el que, con sus llagas y clavos, le dé el Espíritu. No le valen otros, por buenos amigos que sean; sólo le vale el que antes había sido crucificado. Tomás no puede creer en el entusiasmo de los apóstoles, aunque le sirva de humus para su conversión; necesita el aliento del crucificado: sólo Él puede salvarle.
Ese profundo anhelo de Tomás es respondido por Jesús positivamente. Jesús no juega al escondite; Jesús ofrece sus dedos, sus llagas, para que las toque.
Quizá esta respuesta de Jesús a Tomás sea universalizable: que el “ver y tocar a Jesús” esté a nuestro alcance, precisamente, tocando y viendo los clavos y llagas del que está a nuestro lado, como ya Jesús lo expresó en la imagen del Juicio (Mt 25, 31-46). Así es como podemos vivir una experiencia radical de fe que supere nuestras dudas y escepticismos fríos. Así es como podemos exclamar, con Tomás, «¡Señor mío y Dios mío!».
Algo extraordinario ha sido revelado. No que las llagas desaparecen, ni siquiera las de Cristo, sino que el destino para los crucificados es la vida. Vida con llagas pero vida transfigurada. Una fe extraordinaria nos ha sido ofrecida: no una fe en muertos que se aparecen como en Halloween, sino una fe en el Crucificado-Transfigurado que convierte nuestra vida en una experiencia profunda de cruz (tocar las llagas) y transfiguración («¡Señor mío y Dios mío!»). Una fe que no se conforma con lo que le cuentan sino una fe que, en comunión con otros, busca la experiencia de tocar al Crucificado.
* José Antonio Rodríguez Conde es seminarista y colaborador de la Parroquia de la Preciosa Sangre de Orcasitas (Madrid).
He de reconocer que siempre he sentido una cierta compasión por este discípulo singular. La experiencia de haber compartido con Jesús su vida pública, haber asistido a su muerte y, tres días después, encontrarse con los demás discípulos diciendo que le han visto… uno está tentado a pensar que le habría ocurrido lo mismo que a Tomás.
Pero yendo más allá de la “lectura cognoscitiva”, podemos hacer una segunda lectura más “vivencial”. Tomás está comprobando la nueva alegría que desborda a los apóstoles, el gran ánimo para lanzarse a la calle y gritar su entusiasmo. Pero le cuesta reconocer que el origen de esa alegría que ve a su alrededor es el mismo Jesús a quien ha visto recorrer Galilea y Jerusalén, padecer y morir. Para Tomás quizá sea posible sobreponerse a la muerte del Maestro, abrir nuevas misiones con la memoria del crucificado, luchar por segunda vez por aquello por lo que fracasaron la primera vez. Pero esa pretensión es altamente voluntarista, porque ¿se puede transmitir con alegría y fuerzas renovadas lo que se ha vivido con tristeza, como fatalidad y tragedia? ¿Se puede sonreír mientras se encuentra uno angustiado?
Tomás cree que no. Por eso, para él no basta intentar vivir por segunda vez experiencias diferentes. Tomás necesita tomar esa angustia vital en las manos para que Alguien la convierta en vida nueva; necesita que esa experiencia de sangre derramada, Alguien la convierta en sangre preciosa, de vida; necesita que el mismo que murió en la cruz sea el que, con sus llagas y clavos, le dé el Espíritu. No le valen otros, por buenos amigos que sean; sólo le vale el que antes había sido crucificado. Tomás no puede creer en el entusiasmo de los apóstoles, aunque le sirva de humus para su conversión; necesita el aliento del crucificado: sólo Él puede salvarle.
Ese profundo anhelo de Tomás es respondido por Jesús positivamente. Jesús no juega al escondite; Jesús ofrece sus dedos, sus llagas, para que las toque.
Quizá esta respuesta de Jesús a Tomás sea universalizable: que el “ver y tocar a Jesús” esté a nuestro alcance, precisamente, tocando y viendo los clavos y llagas del que está a nuestro lado, como ya Jesús lo expresó en la imagen del Juicio (Mt 25, 31-46). Así es como podemos vivir una experiencia radical de fe que supere nuestras dudas y escepticismos fríos. Así es como podemos exclamar, con Tomás, «¡Señor mío y Dios mío!».
Algo extraordinario ha sido revelado. No que las llagas desaparecen, ni siquiera las de Cristo, sino que el destino para los crucificados es la vida. Vida con llagas pero vida transfigurada. Una fe extraordinaria nos ha sido ofrecida: no una fe en muertos que se aparecen como en Halloween, sino una fe en el Crucificado-Transfigurado que convierte nuestra vida en una experiencia profunda de cruz (tocar las llagas) y transfiguración («¡Señor mío y Dios mío!»). Una fe que no se conforma con lo que le cuentan sino una fe que, en comunión con otros, busca la experiencia de tocar al Crucificado.
* José Antonio Rodríguez Conde es seminarista y colaborador de la Parroquia de la Preciosa Sangre de Orcasitas (Madrid).
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