Audiencia a obispos brasileños en visita ad limina
CIUDAD DEL VATICANO, domingo 15 de noviembre de 2009
ZENIT.org
CIUDAD DEL VATICANO, domingo 15 de noviembre de 2009
ZENIT.org
Señor Cardenal,
Queridos arzobispos y obispos de Brasil,
En medio de la visita que estáis cumpliendo ad limina Apostolorum, os habéis reunido hoy para subir a la Casa del Sucesor de Pedro, que con los brazos abiertos os acoge a todos vosotros, estimados Pastores de la Región Sur 1, en el Estado de São Paulo. Allí se encuentra el importante centro de acogida y evangelización que es el Santuario de Nuestra Señora Aparecida, donde tuve la alegría de estar en mayo de 2007 para la inauguración de la Quinta Conferencia del Episcopado Latino-Americano y del Caribe. Hago votos para que la semilla entonces lanzada pueda dar válidos frutos para el bien espiritual y también social de las poblaciones de ese prometedor Continente, de la querida Nación brasileña y de vuestro Estado Federal. Ellos “tienen derecho a una vida plena, propia de los hijos de Dios, con condiciones más humanas: libres de la amenaza del hambre y de toda forma de violencia [Discurso inaugural (13/V/2007), n.4]. Una vez más, deseo agradecer todo lo que se realizó con tan gran generosidad y renovar mi cordial saludo a vosotros y a vuestras diócesis, recordando de modo especial a los sacerdotes, los consagrados y consagradas y los fieles laicos que os ayudan en la obra de la evangelización y la animación cristiana de la sociedad.
Vuestro pueblo abriga en el corazón un gran sentimiento religioso y nobles tradiciones, arraigadas en el cristianismo, que se expresan en sentidas y genuinas manifestaciones religiosas y civiles. Se trata de un patrimonio rico en valores que vosotros -como muestran los relatores, y don Nelson refería en el amable saludo que en vuestro nombre acaba de dirigirme- procuráis mantener, defender, extender, profundizar, vivificar. Al regocijarme vivamente con todo esto, os exhorto a proseguir esta obra de constante y metódica evangelización, conscientes de que la formación verdaderamente cristiana de la conciencia es decisiva para una profunda vida de fe y también para la madurez social y el verdadero y equilibrado bienestar de la comunidad humana.
En efecto, para merecer el título de comunidad, un grupo humano debe corresponder, en su organización y en sus objetivos, a las aspiraciones fundamentales del ser humano. Por eso no es exagerado afirmar que una vida social auténtica empieza en la conciencia de cada uno. Dado que la conciencia bien formada lleva a realizar el verdadero bien del hombre, la Iglesia, especificando cuál es este bien, ilumina al hombre y, a través de toda la vida cristiana, procura educar su conciencia. La enseñanza de la Iglesia, debido a su origen -Dios-, a su contenido -la verdad- y a su punto de apoyo -la conciencia- encuentra un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente o no creyente. Concretamente, “la cuestión de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa únicamente de los cristianos. Incuso si recibe una luz y fuerza extraordinaria de fe, ésa pertenece a cada conciencia humana que aspira a la verdad y vive atenta y aprehensiva a la suerte de la humanidad. (···) El “pueblo de la vida” se alegra de poder compartir su compromiso con muchos otros, de manera que sea cada vez más numeroso el “pueblo por la vida”, y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres” [Enc. Evangelium vitæ (25/III/1995), 101].
Venerables Hermanos, hablad al corazón de vuestro pueblo, despertad las conciencias, reunid las voluntades en un esfuerzo conjunto contra la creciente ola de violencia y menosprecio por el ser humano. Éste, de don de Dios acogido en la intimidad amorosa del matrimonio entre un hombre y una mujer, ha pasado a ser visto como mero producto humano. “Hoy, un campo primario y crucial de lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral del hombre es el de la bioética, donde se juega radicalmente la propia posibilidad de un desarrollo humano integral. Se trata de un ámbito delicadísimo y decisivo, donde irrumpe, con dramática intensidad, la cuestión fundamental de saber si el hombre se produce por sí mismo o depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de intervención técnica parecen tan avanzados que imponen una elección entre estas dos concepciones: la de la razón abierta a la trascendencia o la de la razón cerrada en la inmanencia” [Enc. Caritas in veritate (29/VI/2009), 74].
Job, de modo provocativo, llama a los seres irracionales a dar su propio testimonio: “Interroga a las bestias, que te instruyan, a las aves del cielo, que te informen. Te instruirán los reptiles de la tierra, te enseñarán los peces del mar. Pues entre todos ellos, ¿quién ignora que la mano de Dios ha hecho esto? Él, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre” (Job 12, 7-10). La convicción de la recta razón y la certeza de fe de que la vida del ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural, pertenece a Dios y no a los hombres, le confiere ese carácter sagrado y esa dignidad personal que suscita una única actitud legal y moral correcta, esto es, la del profundo respeto. Porque el Señor de la vida dijo: “A todos y a cada uno reclamaré el alma humana (···) porque a imagen de Dios hizo Él al hombre” (Gen. 9, 5.6).
Mis queridos y venerables Hermanos, nunca podemos desanimarnos en nuestra llamada a la conciencia. No seríamos seguidores fieles de nuestro Divino Maestro, si no supiéramos en todas las situaciones, también en las más arduas, llevar nuestra esperanza “contra toda esperanza” (Rom 4,18). Continuad trabajando por el triunfo de la causa de Dios, no con el ánimo triste de quien advierte sólo carencias y peligros, sino con la firme confianza de quien sabe poder contar con la victoria de Cristo. Unida al Señor de modo inefable está María, plenamente conforme con su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte. Por la intercesión de Nuestra Señora Aparecida, imploro de Dios luz, consuelo, fuerza, intensidad de propósitos y logros para vosotros y vuestros más directos colaboradores, al mismo tiempo que de corazón os concedo, extensiva a todos los fieles de cada comunidad diocesana, una particular Bendición Apostólica.
Queridos arzobispos y obispos de Brasil,
En medio de la visita que estáis cumpliendo ad limina Apostolorum, os habéis reunido hoy para subir a la Casa del Sucesor de Pedro, que con los brazos abiertos os acoge a todos vosotros, estimados Pastores de la Región Sur 1, en el Estado de São Paulo. Allí se encuentra el importante centro de acogida y evangelización que es el Santuario de Nuestra Señora Aparecida, donde tuve la alegría de estar en mayo de 2007 para la inauguración de la Quinta Conferencia del Episcopado Latino-Americano y del Caribe. Hago votos para que la semilla entonces lanzada pueda dar válidos frutos para el bien espiritual y también social de las poblaciones de ese prometedor Continente, de la querida Nación brasileña y de vuestro Estado Federal. Ellos “tienen derecho a una vida plena, propia de los hijos de Dios, con condiciones más humanas: libres de la amenaza del hambre y de toda forma de violencia [Discurso inaugural (13/V/2007), n.4]. Una vez más, deseo agradecer todo lo que se realizó con tan gran generosidad y renovar mi cordial saludo a vosotros y a vuestras diócesis, recordando de modo especial a los sacerdotes, los consagrados y consagradas y los fieles laicos que os ayudan en la obra de la evangelización y la animación cristiana de la sociedad.
Vuestro pueblo abriga en el corazón un gran sentimiento religioso y nobles tradiciones, arraigadas en el cristianismo, que se expresan en sentidas y genuinas manifestaciones religiosas y civiles. Se trata de un patrimonio rico en valores que vosotros -como muestran los relatores, y don Nelson refería en el amable saludo que en vuestro nombre acaba de dirigirme- procuráis mantener, defender, extender, profundizar, vivificar. Al regocijarme vivamente con todo esto, os exhorto a proseguir esta obra de constante y metódica evangelización, conscientes de que la formación verdaderamente cristiana de la conciencia es decisiva para una profunda vida de fe y también para la madurez social y el verdadero y equilibrado bienestar de la comunidad humana.
En efecto, para merecer el título de comunidad, un grupo humano debe corresponder, en su organización y en sus objetivos, a las aspiraciones fundamentales del ser humano. Por eso no es exagerado afirmar que una vida social auténtica empieza en la conciencia de cada uno. Dado que la conciencia bien formada lleva a realizar el verdadero bien del hombre, la Iglesia, especificando cuál es este bien, ilumina al hombre y, a través de toda la vida cristiana, procura educar su conciencia. La enseñanza de la Iglesia, debido a su origen -Dios-, a su contenido -la verdad- y a su punto de apoyo -la conciencia- encuentra un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente o no creyente. Concretamente, “la cuestión de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa únicamente de los cristianos. Incuso si recibe una luz y fuerza extraordinaria de fe, ésa pertenece a cada conciencia humana que aspira a la verdad y vive atenta y aprehensiva a la suerte de la humanidad. (···) El “pueblo de la vida” se alegra de poder compartir su compromiso con muchos otros, de manera que sea cada vez más numeroso el “pueblo por la vida”, y la nueva cultura del amor y de la solidaridad pueda crecer para el verdadero bien de la ciudad de los hombres” [Enc. Evangelium vitæ (25/III/1995), 101].
Venerables Hermanos, hablad al corazón de vuestro pueblo, despertad las conciencias, reunid las voluntades en un esfuerzo conjunto contra la creciente ola de violencia y menosprecio por el ser humano. Éste, de don de Dios acogido en la intimidad amorosa del matrimonio entre un hombre y una mujer, ha pasado a ser visto como mero producto humano. “Hoy, un campo primario y crucial de lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral del hombre es el de la bioética, donde se juega radicalmente la propia posibilidad de un desarrollo humano integral. Se trata de un ámbito delicadísimo y decisivo, donde irrumpe, con dramática intensidad, la cuestión fundamental de saber si el hombre se produce por sí mismo o depende de Dios. Los descubrimientos científicos en este campo y las posibilidades de intervención técnica parecen tan avanzados que imponen una elección entre estas dos concepciones: la de la razón abierta a la trascendencia o la de la razón cerrada en la inmanencia” [Enc. Caritas in veritate (29/VI/2009), 74].
Job, de modo provocativo, llama a los seres irracionales a dar su propio testimonio: “Interroga a las bestias, que te instruyan, a las aves del cielo, que te informen. Te instruirán los reptiles de la tierra, te enseñarán los peces del mar. Pues entre todos ellos, ¿quién ignora que la mano de Dios ha hecho esto? Él, que tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre” (Job 12, 7-10). La convicción de la recta razón y la certeza de fe de que la vida del ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural, pertenece a Dios y no a los hombres, le confiere ese carácter sagrado y esa dignidad personal que suscita una única actitud legal y moral correcta, esto es, la del profundo respeto. Porque el Señor de la vida dijo: “A todos y a cada uno reclamaré el alma humana (···) porque a imagen de Dios hizo Él al hombre” (Gen. 9, 5.6).
Mis queridos y venerables Hermanos, nunca podemos desanimarnos en nuestra llamada a la conciencia. No seríamos seguidores fieles de nuestro Divino Maestro, si no supiéramos en todas las situaciones, también en las más arduas, llevar nuestra esperanza “contra toda esperanza” (Rom 4,18). Continuad trabajando por el triunfo de la causa de Dios, no con el ánimo triste de quien advierte sólo carencias y peligros, sino con la firme confianza de quien sabe poder contar con la victoria de Cristo. Unida al Señor de modo inefable está María, plenamente conforme con su Hijo, vencedor del pecado y de la muerte. Por la intercesión de Nuestra Señora Aparecida, imploro de Dios luz, consuelo, fuerza, intensidad de propósitos y logros para vosotros y vuestros más directos colaboradores, al mismo tiempo que de corazón os concedo, extensiva a todos los fieles de cada comunidad diocesana, una particular Bendición Apostólica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario