En 1986, tres años antes de su muerte, estuve en la UCA de San Salvador dando clases de teología. Vivía en la misma comunidad de Ignacio Ellacuría, Segundo Montes e Ignacio Martín-Baró. En una comunidad muy cercana vivían Juan Ramón Moreno y Joaquín López y no lejos vivía Amando López.
La gran mayoría de ellos, comenzando por Ellacuría, eran profesores universitarios, intelectuales competentes, personas de gran peso en la sociedad salvadoreña.
Pero hubo algo más en sus vidas que hizo de ellos no sólo ilustres catedráticos, sino testigos del evangelio y mártires como Jesús.
Ellacuría no fue únicamente un gran filósofo discípulo de su paisano vasco Xavier Zubiri, ni Montes sólo un experto en derechos humanos, ni Martín-Baró se limitó a ser un gran psicólogo. Moreno no fue sólo un buen pastoralista, Amando no se contentó con ser un gran teólogo y Joaquín fue algo más que un director de Fe y Alegría. Había en todos ellos una secreta pasión por el Reino de Dios y su justicia, un deseo profundo de seguir Jesús de Nazaret hoy y aquí, una indignación por la triste situación del pueblo salvadoreño, un sentimiento de compasión ante tanto sufrimiento injusto. Fueron místicos y profetas en El Salvador.
Pero ¿cómo se dio este paso de personas ilustradas a profetas y testigos del evangelio? Se acercaron al pueblo y los pobres les enseñaron a leer el evangelio. Les dieron unos ojos y un corazón nuevo para ver la realidad social y eclesial desde los crucificados de la historia, desde los últimos, aquellos que serán nuestros jueces escatológicos en el juicio final de las naciones. Los pobres, poco a poco, los cambiaron, los humanizaron, los evangelizaron, los convirtieron. Como a Mons. Romero.
Por esto, como le sucedió a Jesús de Nazaret, los poderes de este mundo-imperio –dinero, armas, acaparadores de tierras- no los toleraron: los asesinaron. Como a Mons. Romero.
Con ellos asesinaron a dos sencillas mujeres del pueblo, Elba Ramos y su hija Celina, para que no hubiera testigos de la matanza de los seis jesuitas. Pero la muerte de estas dos mujeres quizá simboliza algo más: que el pueblo salvadoreño, al que ellos se habían acercado, los acogía, los hacía suyos, los abrazaba en su misma sangre. Han pasado 20 años, hacemos memoria de su pasión, su sangre clama al cielo y nos interpela como la sangre de Abel, como la de Jesús: Cristianos del siglo XXI ¿qué hemos hecho con los crucificados de nuestra historia, con los pobres, indígenas, africanos, migrantes, ancianos, mujeres y niños? Cristianos del siglo XXI ¿qué hemos hecho con la Buena noticia del evangelio, con la Iglesia de Jesús de Nazaret, para que hoy se hayan convertido en algo irrisorio, insignificante, sin interés, caduco?
Ojala los pobres también a nosotros nos enseñen a leer el evangelio y nos conviertan. Pero para ello no basta leer estadísticas socio-económicas o ver reportajes de TV sobre el hambre del mundo mientras cenamos tranquilamente. Hay que acercarse físicamente a los pobres, bajar a su encuentro, hay que estar junto a Elba y Celina. Seguramente reencontraremos allí al Dios de Jesús.
La gran mayoría de ellos, comenzando por Ellacuría, eran profesores universitarios, intelectuales competentes, personas de gran peso en la sociedad salvadoreña.
Pero hubo algo más en sus vidas que hizo de ellos no sólo ilustres catedráticos, sino testigos del evangelio y mártires como Jesús.
Ellacuría no fue únicamente un gran filósofo discípulo de su paisano vasco Xavier Zubiri, ni Montes sólo un experto en derechos humanos, ni Martín-Baró se limitó a ser un gran psicólogo. Moreno no fue sólo un buen pastoralista, Amando no se contentó con ser un gran teólogo y Joaquín fue algo más que un director de Fe y Alegría. Había en todos ellos una secreta pasión por el Reino de Dios y su justicia, un deseo profundo de seguir Jesús de Nazaret hoy y aquí, una indignación por la triste situación del pueblo salvadoreño, un sentimiento de compasión ante tanto sufrimiento injusto. Fueron místicos y profetas en El Salvador.
Pero ¿cómo se dio este paso de personas ilustradas a profetas y testigos del evangelio? Se acercaron al pueblo y los pobres les enseñaron a leer el evangelio. Les dieron unos ojos y un corazón nuevo para ver la realidad social y eclesial desde los crucificados de la historia, desde los últimos, aquellos que serán nuestros jueces escatológicos en el juicio final de las naciones. Los pobres, poco a poco, los cambiaron, los humanizaron, los evangelizaron, los convirtieron. Como a Mons. Romero.
Por esto, como le sucedió a Jesús de Nazaret, los poderes de este mundo-imperio –dinero, armas, acaparadores de tierras- no los toleraron: los asesinaron. Como a Mons. Romero.
Con ellos asesinaron a dos sencillas mujeres del pueblo, Elba Ramos y su hija Celina, para que no hubiera testigos de la matanza de los seis jesuitas. Pero la muerte de estas dos mujeres quizá simboliza algo más: que el pueblo salvadoreño, al que ellos se habían acercado, los acogía, los hacía suyos, los abrazaba en su misma sangre. Han pasado 20 años, hacemos memoria de su pasión, su sangre clama al cielo y nos interpela como la sangre de Abel, como la de Jesús: Cristianos del siglo XXI ¿qué hemos hecho con los crucificados de nuestra historia, con los pobres, indígenas, africanos, migrantes, ancianos, mujeres y niños? Cristianos del siglo XXI ¿qué hemos hecho con la Buena noticia del evangelio, con la Iglesia de Jesús de Nazaret, para que hoy se hayan convertido en algo irrisorio, insignificante, sin interés, caduco?
Ojala los pobres también a nosotros nos enseñen a leer el evangelio y nos conviertan. Pero para ello no basta leer estadísticas socio-económicas o ver reportajes de TV sobre el hambre del mundo mientras cenamos tranquilamente. Hay que acercarse físicamente a los pobres, bajar a su encuentro, hay que estar junto a Elba y Celina. Seguramente reencontraremos allí al Dios de Jesús.
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