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domingo, 15 de noviembre de 2009

¿Cuál fue el primer milagro de Jesús?


Cada uno de los evangelistas da una versión diferente del primero de los actos milagrosos del Hijo de Dios: había razones para que ellos no quisieran contar lo que él históricamente hizo, sino que optaran por un mensaje religioso.


Si alguien nos preguntara cuál fue el primer milagro que hizo Jesús, no dudaríamos en responder que fue el del agua convertida en vino durante una fiesta de bodas, en la ciudad de Caná de Galilea. El mismo evangelio de san Juan lo dice expresamente: “Este fue el primer signo que hizo Jesús, en Caná de Galilea, con el cual mostró su gloria, y sus discípulos creyeron en él” (Jn 2, 11).

Sin embargo, para los otros tres evangelistas (Mateo, Marcos y Lucas), ese no fue el primer milagro realizado por Jesús. Más aún: ni siquiera se enteraron de este. Para ellos, no existe. Y, en su lugar, cada uno relata otro “primer” milagro.

Así, en san Marcos (y san Lucas), figura la curación de un endemoniado en la sinagoga de Cafarnaún. Y en san Mateo, la curación de un leproso luego del sermón de la montaña.

¿Por qué los evangelistas no están de acuerdo sobre el primer milagro de Jesús? ¿Por qué cada uno da una versión diferente? Porque ellos no pretendieron contar a sus lectores lo que históricamente hizo Jesús con su actividad milagrosa, sino transmitirles un mensaje religioso, que cada uno adecuó como mejor le pareció.

LOS ESPÍRITUS DE LA SINAGOGA

El evangelio de Marcos, que es el más antiguo, relata así el primer milagro de Jesús: “Jesús y sus discípulos entraron en Cafarnaún. Y cuando llegó el sábado, fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Todos quedaron asombrados de su enseñanza porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Había en la sinagoga de ellos un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: ‘¿Qué quieres de nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Yo sé quién eres tú: eres el Santo de Dios’. Jesús entonces lo reprendió: ‘¡Cállate y deja a ese hombre!’. El espíritu inmundo sacudió violentamente al hombre y, dando un fuerte grito, salió de él. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: ‘¿Qué es esto? Una enseñanza nueva, llena de autoridad. Da órdenes hasta a los espíritus inmundos y le obedecen’. Y su fama se extendió rápidamente por todas partes, en toda la región de Galilea” (Mc 1, 21 28).

AIRE LLENO DE ESPÍRITUS

Para entender por qué Marcos cuenta este milagro como el primero de Jesús, hay que tener en cuenta que él escribe su evangelio para los cristianos de Roma, es decir, para cristianos de origen pagano. Y los quiere convencer del enorme poder y de la autoridad de Jesús.

Ahora bien, para el ambiente pagano antiguo, especialmente el romano, no había quizás demostración de poder más grande que el exorcismo. En efecto, antiguamente se pensaba que muchas de las enfermedades y los males que sufría la gente se debían a los demonios que entraban en el cuerpo de las personas para atormentarlas. Según la mentalidad popular, el aire estaba infestado por miles de estos espíritus inmundos al acecho del momento oportuno para introducirse en el hombre. Y, una vez adentro, el enfermo solo podía librarse mediante la ceremonia del exorcismo que, para colmo, no siempre resultaba eficaz. Únicamente alguien con mucho poder podía enfrentar a estos espíritus.

Por escritores de la época, como Flavio Josefo (que escribió justamente en Roma), sabemos que la ceremonia era muy compleja. Se tomaba un anillo de metal y se le ataba la raíz de una planta especial Luego, el exorcista lo colocaba en la nariz del endemoniado y recitaba una serie de encantamientos secretos, conminando al demonio a abandonar al hombre y no volver jamás. Para que la liberación del poseso quedara demostrada, el espíritu debía derramar, al salir, un recipiente con agua colocado a distancia.

Pero había más. La raíz de la planta usada en el exorcismo no era fácil de conseguir. Y, una vez hallada, resultaba difícil sacarla pues se resbalaba de las manos. Para poder extraerla, había que echar sobre ella la orina de una mujer. Y, después de ser arrancada, quien la tocaba moría, a menos que la enrollara en el brazo mediante un rito especial.

EXORCISMOS DE FRONTERA

Frente a un ritual tan complejo, y poco efectivo, Marcos elige como primer milagro un exorcismo, precisamente para mostrar a sus lectores romanos el enorme poder de Jesús, muy superior a lo que hasta entonces ellos habían conocido. De este modo, les enseña que quien se pone del lado de Jesús, puede derrotar a las fuerzas más poderosas del mal, a aquellas que tanto los intranquilizaban y asustaban.

Por eso, como para los lectores de Marcos el exorcismo tenía una significación especial, cada vez que él cuenta un exorcismo (cuatro en total) lo ubica en las fronteras del país. Así, el primero, el del hombre de la sinagoga (1, 22-28), ocurre en Cafarnaún, ciudad limítrofe con el país de Gaulanítide. El segundo, del endemoniado de Gerasa (5, 1-20), “en la otra orilla del mar”, es decir, en tierras paganas fronterizas a Palestina. El tercero, de la hijita de la siro-fenicia (7, 24-30), “en la región de Tiro”, país del límite norte de Palestina. Y el cuarto, del joven epiléptico (9, 14-24), se produce (según las indicaciones geográficas de Marcos) en la región de Cesarea de Filipo (8, 27), es decir, en el territorio no judío colindante con Galilea.

Todos los exorcismos que Marcos relata se convierten, pues, en un vigoroso mensaje para sus lectores: el poder y la fuerza de Jesús de Nazaret están al servicio sobre todo de ellos, los paganos. De ellos, muchas veces perseguidos y postergados. De ellos, que estaban en las fronteras de la vida y al margen de la sociedad.

SIN PÁRPADOS NI OREJAS

Diez años después de Marcos, escribe Mateo su evangelio. Sus destinatarios ya no son (como en el caso de Marcos) de origen pagano, sino en su mayoría creyentes de origen judío y, por lo tanto, impregnados por la mentalidad y la cultura de este pueblo. Por eso Mateo elegirá como primer milagro de Jesús la curación de un leproso.

El relato dice: “Cuando Jesús bajó del monte, lo fue siguiendo una gran muchedumbre. Entonces se le acercó un leproso y se arrodilló ante él, diciéndole: ‘Señor, si quieres puedes limpiarme’. Jesús extendió la mano, lo tocó y le dijo: ‘Quiero, queda limpio’. Y al instante quedó limpio de su lepra. Y Jesús le dijo: ‘Mira, no se lo digas a nadie. Vete y preséntate ante el sacerdote y llévale la ofrenda que ordenó Moisés para que les sirva de testimonio’” (Mt 8, 1-4).

¿Por qué Mateo eligió este como el primer milagro de Jesús? Porque para la mentalidad judía de aquel tiempo (como para muchas culturas antiguas) no había enfermedad más terrible y espantosa que la lepra.

Si bien en ese entonces se llamaba “lepra” a cualquier afección de la piel, algunos testimonios que conocemos de esas patologías son pavorosos: se caían las orejas, se desprendían los párpados, la piel se volvía una masa ulcerosa y se perdían paulatinamente los dedos de las manos y los pies. Poco a poco, los músculos del cuerpo se desintegraban, y las manos se contraían hasta adquirir el aspecto de garras o pezuñas. Entonces el enfermo perdía la razón, entraba en coma y, finalmente, sufría una horrenda muerte.

Era tal el terror de los judíos hacia la lepra, que la Biblia conservó dos capítulos enteros dedicados a ella y a su prevención (Levítico 13-14), lo que no ocurrió con otra enfermedad.

UN MUERTO EN VIDA

Pero si el sufrimiento físico del leproso era terrible, su situación social era aún peor. En cuanto a alguien se le diagnosticaba lepra, inmediatamente se lo expulsaba de su familia y del pueblo, y no podía volver a entrar en la ciudad. Estaba condenado a vivir solo en el campo (Lv 13, 46), vestirse con harapos, usar cabello despeinado, la boca cubierta de vendas y, al caminar, debía gritar: “Impuro, impuro” (Lv 13, 45). Era, realmente, un muerto en vida.

La ley judía enumeraba sesenta y un contactos que convertían a alguien en impuro. Y el segundo en orden de importancia (después del contacto con un muerto) era el contacto con un leproso. Bastaba que uno de estos introdujera la cabeza en una casa, para que esta quedara contaminada desde los cimientos hasta el techo. Nadie podía acercarse a menos de dos metros de un leproso; y, si el viento soplaba de su lado, este debía alejarse a cincuenta metros.

Había maestros judíos que se jactaban de no haber comido un huevo comprado en una calle por donde había pasado un leproso. Otros, de arrojarles piedras para que se fueran. Otros, de esconderse o salir corriendo cuando los veían de lejos.

ANTEPASADOS SANADORES

La purificación de un leproso, pues, debió de haber sido un milagro lo suficientemente impresionante para un judío, como para que Mateo lo colocara en primer lugar en la lista de los prodigios hechos por Jesús. Sobre todo por la forma asombrosa cómo lo hizo: tocándolo. Algo jamás visto por un judío. Quizás no sea exagerado pensar que, para los lectores de Mateo, la frase más escalofriante de su evangelio haya sido: “Jesús extendió la mano y lo tocó” (8, 3).

Pero había una segunda razón por la cual Mateo colocó este relato como el primer milagro de Jesús. Y es que los grandes personajes de la tradición judía habían gozado del poder de curar leprosos. Así, la Biblia contaba que Moisés había sanado de la lepra a su hermana María (Nm 12, 9-16) y que el profeta Eliseo hizo lo mismo con el general sirio Naamán (2 Re 5, 1-14). Por lo tanto, con este milagro Mateo quiso también enseñar que Jesús estaba al mismo nivel que Moisés y que el profeta Elías, los dos grandes antepasados del pueblo de Israel.

EL DEMONIO REPETIDO

Más o menos por esta misma época, escribió san Lucas su evangelio. Y, al igual que Marcos, se dirige a un grupo de cristianos de origen pagano. Por lo tanto, en su escrito él prefirió volver al otro “primer milagro” de Jesús. Es decir, a la curación del endemoniado en la sinagoga de Cafarnaún (Lc 4, 31-37). De esta manera, esperaba lograr en sus lectores paganos el mismo efecto que había logrado Marcos.

PARA ANUNCIAR AL MESÍAS

En último lugar escribe san Juan su evangelio. Pero, a diferencia de los otros tres evangelistas (que a lo largo de sus obras habían querido mostrar que Jesús estaba dotado de un poder impresionante y de una gran autoridad), él pretende enseñar otra cosa.

La comunidad de Juan estaba enfrentada con grupos de judíos que rechazaban a Jesús y que no lo aceptaban como Mesías. Por lo tanto, el problema que Juan tenía no era el de convencer a sus lectores (muchos de ellos ex-judíos) del gran poder de hacer milagros que tenía Jesús, sino de que él era realmente el Mesías esperado, el enviado de Dios. Lo dice expresamente al final de su escrito: “Estos prodigios han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios” (Jn 20, 31).

Con esta aclaración, veamos ahora el primer milagro que san Juan narra de Jesús: “Se celebraba una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. También Jesús fue invitado a la boda con sus discípulos. Como el vino se acabó, la madre de Jesús le dijo: ‘No tienen vino’. Jesús le respondió: ‘Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía’. Pero su madre dijo a los sirvientes: ‘Hagan lo que él les diga’. Había allí seis tinajas de piedra, puestas para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dijo: ‘Llenen las tinajas de agua’. Las llenaron hasta el borde. Jesús ordenó: ‘Sáquenla ahora y llévenla al mayordomo’. Ellos se la llevaron. Y cuando el mayordomo probó el agua convertida en vino, como no sabía de dónde provenía (aunque los sirvientes que habían sacado el agua sí lo sabían), llamó al novio y le dijo: ‘Todo el mundo sirve primero el buen vino, y cuando todos están bebidos se sirve entonces un vino de inferior calidad; pero tú has dejado el mejor vino para el final’. Esto que hizo Jesús en Caná de Galilea fue el primer signo. Así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él” (Jn 2, 1-11).

¿PARA QUÉ TANTO VINO?

¿Por qué Juan relata este milagro como el primero de Jesús? Es que, según la creencia judía, cuando llegara el Mesías, Dios lo festejaría con una inmensa fiesta de bodas, en la que el novio sería Dios y la novia, el pueblo de Israel. Ese día, Dios se casaría con su pueblo y, a partir de ahí, lo cuidaría y serviría con amor eterno, y no lo abandonaría más. Así lo anunciaba, por ejemplo, el profeta Isaías: “Como un joven se casa con una muchacha, así se casará tu Creador contigo; el gozo que siente el esposo por su novia, sentirá Dios por ti” (Is 62, 5). También el profeta Oseas: “Yo te haré mi esposa, Israel, para siempre; me casaré contigo porque te amo entrañablemente; tú te unirás a Yahvé” (Os 2, 21-22). Y así, otros profetas.

También según la tradición, esa fiesta de bodas se caracterizaría por la abundancia de vino, como lo decían, entre otros, Amós: “Aquel día, por los montes y colinas fluirá el vino como agua” (Am 9, 13); Isaías: “Aquel día Yahvé ofrecerá a todos los pueblos un banquete con vinos exquisitos y abundantes” (Is 25, 6); Joel: “Aquel día habrá una cosecha enorme de trigo y las bodegas rebosarán de vino” (Jl 2, 24). Incluso un libro apócrifo (2 Baruc 29, 5) dice, refiriéndose a las bodas del Mesías: “Ese día, cada tronco de la vid tendrá mil ramas, cada rama tendrá mil racimos, cada racimo tendrá mil uvas, y cada uva dará quinientos litros de vino”.

ADIÓS A LAS AGUAS

Al mostrar a Jesús en una fiesta de bodas, san Juan enseña que la boda escatológica, es decir, la que Dios tenía preparada para el final de los tiempos, ya ha llegado con Jesús.

Si a eso le añadimos que Jesús en esa boda hace aparecer... ¡seiscientos litros de vino!, una cifra desorbitante (en ninguna fiesta de pueblo se podría haber bebido tal cantidad de vino), el mensaje estaba claro: Jesús es el Mesías esperado, es el enviado de Dios que trae el vino abundante; por lo tanto, los últimos tiempos ya han comenzado.

El milagro de las bodas de Caná (y todos los milagros de Jesús, en san Juan), no pretende mostrar el poder “exterior” de Jesús, sino su persona “interior”. No quiere revelar “qué puede” hacer Jesús, sino “quién es” Jesús. Por eso, Juan no lo llama “milagro”, sino “signo”. Porque un signo es una señal de otra cosa (no de lo que se ve); es la huella de otra realidad más profunda, que el lector debe descubrir.

Finalmente, si notamos que los seiscientos litros de agua que Jesús reemplaza por vino no estaban en cualquier recipiente, sino “en las tinajas de piedra que los judíos usaban para sus purificaciones”, el mensaje es mucho más impactante: los ritos y las prácticas judías dejaron de tener valor; han quedado ahora reemplazadas por el vino de la Eucaristía.

PARA QUE VUELVA LA ALEGRÍA

Cada “primer milagro” de Jesús contado por los evangelistas tiene significado propio. En Juan, se nos enseña que Jesús es verdaderamente el Mesías, el enviado de Dios, y que no debemos esperar a ningún otro Salvador. En Marcos (y Lucas), se dice que el poder del Mesías está a nuestra disposición para derrotar a las fuerzas oscuras y tenebrosas que nos oprimen internamente. Y Mateo, nos indica que Jesús también tiene poder para vencer las divisiones sociales y las discriminaciones que nuestra sociedad fabrica hacia cierta gente “impura”.

Cada evangelista anunció esta Buena Noticia a sus comunidades de la manera que pudo y con el lenguaje que supo. En el mundo de hoy, en que la gente vive agobiada por opresiones internas y segregaciones sociales externas, los cristianos debemos mostrar que el poder del Mesías sigue vigente en nosotros y que podemos repetir el milagro de liberar a los hombres de las fuerzas sombrías que los oprimen por dentro y por fuera.
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P. Ariel Álvarez Valdés. Doctor en Teología Bíblica, Santiago del Estero, Argentina. Publicado en revista Mensaje, www.mensaje.cl

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