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domingo, 1 de noviembre de 2009

Día de difuntos. Una reflexión sobre la muerte


Publicado por El Blog de X. Pikaza

El día de los Fieles Difuntos abre un abanico de reflexiones sobre el sentido de la vida, sobre el misterio de la muerte. Es un día de meditación y de alabanza, por la “bendita muerte” que nos sitúa como humanos ante Dios y nos permite vivir de un modo intenso, en gratuidad y solidaridad. He querido poner de relieve el sentido de la muerte, desde la perspectiva de Israel (Antiguo Testamento) y desde el testimonio de Jesús, para ofrecer así una palabra de esperanza a mis lectores. Gracias a todos, que han orado por mí, en el tiempo de la enfermedad. A ellos confío mi reflexión sobre la muerte tomada del Diccionario de las Tres Religiones.

1. Israel

En un primer momento, la muerte aparece en Israel como expresión de la realidad cósmica del hombre: morimos como mueren los vivientes, vegetales y animales. Pe¬ro la nueva experiencia de Yahvé como "Dios de vivos", sin pareja sexual (no hay Dios de muertos, ni dualidad divina) y la misma visión de la historia como proceso creador, hacen que Israel haya entendido la vida-muerte desde la apertura hacia un futuro mesiánico.

Esa experiencia israelita ha entrado en contacto con las religiones de la interioridad a través del espiritualismo griego, de manera que en un momento dado, pudo parecer que los judíos reinterpretarían su antropología en moldes de dualismo, partiendo de la división de alma y cuerpo. Pero, en general, Israel se mantuvo fiel a su experiencia histórica, interpretando al hombre como viviente unitario, que despliega su vida en diálogo con Dios y con los otros; a su juicio, el hombre no es divino en sentido espiritualista: no es alma que se debe liberar de la materia para hallar su hondura eterna, sino un viviente de este mundo, que muere como los restantes animales.

Más tarde, los israelitas han descubierto que el hombre vive en alianza con Dios, de manera que sólo en el encuentro original y final con el Creador alcanza su verdad y sentido. De esa manera, han podido hablar de una vida que puede trascender el límite de la muerte. En ese contexto se define la singularidad israelita

(a). Las religiones de la naturaleza no dan importancia a la muerte, pues la ven como un momento del proceso cósmico, en el que todo nace y muere; por eso, los individuos como tales son una realidad pasajera; los pobres y excluidos constituyen sólo un elemento del sistema en el que unos nacen altos y otros bajos, unos sanos y otros enfermos, para belleza del conjunto.

(b). Las religiones de la interioridad tampoco conocen en sentido estricto la tragedia de la muerte, pues ella pertenece sólo al cuerpo, el alma no muere; las mismas divisiones sociales son en este mundo secundarias, pues lo que importa es el alma y ella puede ser, y es, igualmente divina en todos los hombres. Desigualdades sociales y muerte no son más que apariencia exterior de un sistema donde solo importan las almas.

(c) En contra de eso, los judíos han dado una importancia especial a la muerte, pues la han visto como posible ruptura del diálogo con Dios, llegando a interpretarla a veces como un “castigo”: los hombres deberían superar la muerte y culminar la vida en Dios, pero por su propio pecado han caído en manos de ella y la han visto de un modo personal y social, como efecto de injusticia.

La Biblia sabe que la muerte se encuentra relacionada con el pecado y, de un modo especial, con la opresión e injusticia de este mundo La muerte de los justos y pobres (perseguidos, expulsados) abre el gran interrogante: ¿Dónde se halla Dios, cómo responde a estos males? En ese contexto ha surgido la experiencia y esperanza de la resurrección, que en un primer momento se aplica a todo el pueblo, después a algunos (en Israel) y finalmente a todos los humanos, en un proceso y camino que viene de Ez 34 a Sab 1-2, pasando por Dan 12 y el 2º Mac 6-7. Los perseguidos de la historia, los que mueren expulsados y oprimidos, claman a Dios y esperan su respuesta. Aquí se plantea el tema de la resurrección.

2. La muerte de Jesús.

Los cristianos no tienen una revelación especial sobre la muerte. Ellos saben, como los judíos, que el hombres es mortal, pero que puede abrirse, por misericordia de Dios, a una vida que está por encima de la muerte. El hombre no es simple tierra, animada por un tiempo, que vuelve al polvo inicial, para reiniciar el ciclo eterno del destino cósmico; tampoco es pura y simple alma espiritual que se libera de la tierra, para volver de esa forma a lo divino, sino persona que se hace a sí misma, asumiendo la suerte de su pueblo (y de la humanidad) en camino de esperanza.

En ese contexto, Jesús ha entregado su vida hasta la muerte, a favor del Reino, cumpliendo así la voluntad de Dios: por eso, en el momento de su muerte, él ha protestado: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?" (Mc 15, 34; cita de Sal 22). Jesús no había formulado una teoría sobre la muerte, ni había dicho que la muerte no existe, sino que había anunciado un Reino de Dios que está por encima de la misma muerte. Pues bien, él ha anunciado el Reino de Dios, que es vida, pero le han matado. El cristianismo posterior nace de dos fuentes.

(a) Del mensaje y movimiento de Jesús a favor del Reino de Dios.
(b) De la experiencia de la muerte de Jesús. Todo el Nuevo Testamento es un pensamiento sobre la Muerte, el descubrimiento del sentido de la muerte de Jesús.

a. Ha sido una muerte natural. Jesús ha muerto en primer lugar porque es humano. No es superman, como un fantasma divino que camina sobre el mundo, sin poder morir, sino un hombre concreto, nacido de mujer, sometido a la ley de la vida y de la muerte de la tierra (cf. Gen 4, 4). Murió por ser mortal, de tal manera que si no le hubieran ajusticiado con violencia hubiera expirado por enfermedad o vejez, como suponen algunas tradiciones tardías de origen musulmán, recogidas por narraciones e historias que le hacen marchar a Cachemira, después de haber logrado que sus amigos-sabios le bajaran de la cruz y curaran sus heridas. Sea como fuere, Jesús habría muerto.

b. Muerte bendita, a favor de los demás. Jesús no ha muerto sólo porque era mortal (por naturaleza), sino por amor: porque ha entregado su vida al servicio de los marginados, enfermos y oprimidos, anunciándoles el Reino que es salud y vida universal. Por anunciar y ofrecer vida a los amenazados por la muerte violenta le han matado. Por eso decimos que murió por nuestros pecados, es decir, por el pecado de violencia de aquellos que le mataron. Murió por gracia, en defensa de su proyecto de Reino, a favor de los pobres y expulsados.

c. Murió cumpliendo la voluntad de Dios. Ante el gesto provocador de Jesús, al servicio de los pobres, en contra del templo sagrado de Jerusalén, muchos pensaban que Dios es garante y defensor del orden establecido. Por eso, ellos interpretan el gesto de Jesús como blasfemia contra Dios. Lógicamente, en nombre del Dios de su Ciudad y su Templo (que es Dios del sistema), tuvieron que matarle, apelando para ello a las razones de la Biblia, que manda aniquilar a los herejes (cf. Dt 13). Aquellos que le mataron optaban por el Dios de sus instituciones. Jesús optó por el Dios del Reino, y llamando a ese Dios entregó la vida. Los cristianos piensan que la verdad de Dios, su identidad más profunda, se expresa en esa muerte de Jesús y no en un tipo de verdad general o de teoría filosófico/religiosa.

3. El Dios de la muerte de Jesús.

Los cristianos interpretan la muerte de Jesús como el momento fundamental de la revelación de Dios, de manera que el signo de la cruz les distingue de judíos y musulmanes (sin necesidad de que ese signo se convierta en oposición o enfrentamiento, sino todo lo contrario). La Cruz (muerte) de Jesús puede y debe ser su signo distintivo, pero no para oponerles a los judíos (¡diciendo que ellos, como tales, mataron a Jesús, cosa que es mentira!), ni para oponerles a los musulmanes (¡acusándoles de querer el triunfo externo más que la entrega de la vida!), sino para dialogar mejor con ellos. Los judíos han sabido y saben de muertes, de manera que la Cruz de Jesús puede y debe integrarse en el misterio de los millones de judíos martirizados. También el Islam sabe de cruces y opresiones. Pues bien, en ese fondo, para iluminar un camino compartido, podemos ofrecer la experiencia cristiana de la Cruz, como espacio de encuentro religioso.


a. Dios, debilidad fuerte de amor. No es poder indiferente, que actúa desde arriba, sino debilidad poderosa, amor que se encarna en la historia. Así sufre Jesús la muerte, penetrando en el dolor y fracaso de la humanidad. El prólogo de Job (no sus poemas dolorosos) suponía que Dios se encuentra arriba, como un monarca fuerte, rodeado de su corte; por el contrario, el hombre sufriente se hallaba abandonado, fuera de la ciudad, acusado por sus sabios. Pues bien, ahora sabemos, por Jesús y con Jesús, que Dios sufre en los que sufren (cf. Mt 25, 31-46), penetrando en el dolor y fracaso de la historia. Por eso, la muerte no es sólo expresión del ser natural del hombre, signo de finitud o pecado, sino revelación de un Dios que se expresa y actúa, de manera fuerte, por la entrega gratuita y comprometida de la vida.

b. Dios es donación de amor y así regala por Jesús la vida a los que mueren, sin discutir, en principio, si son buenos o malos, si se dan en amor a los demás o si les niegan. De esa forma, más allá de la debilidad humana y la violencia del ambiente, Dios se revela como “don de sí”, por medio de Jesús, que se ha entregado por el Reino. A través de su la muerte, toda la vida de Jesús viene a expresarse como regalo de amor. No retiene nada para sí, sino que todo lo ofrece y se ofrece a los demás, a fin de que ellos sean. Es don originario, vida regalo, en dolor-amor, por los demás. Desde ese fondo, podemos añadir que dios es Amor que no tiene ni puede ya nada, porque todo lo ha dado (y se lo quitan) en Cristo.

(c) Dios es acogimiento de amor. No libera a Jesús “de” la muerte, sino “en y por” la muerte. No le baja de la cruz, como han pensado millones de musulmanes (que no pueden aceptar a un Dios que permite que su justo Siervo muera fracasado), sino que hace algo mucho más grande: ama a Jesús de un modo infinito, en la misma Cruz doliente. Por eso, no le libera de la muerte, como a Job, devolviéndole a un tipo de vida particular de triunfador (¿y justo?) sobre el mundo (cf. Job 42), sino que le acoge amoroso en la muerte, recibiéndole así en la plenitud de su vida, a favor de los demás.

4. Reflexión sobre la muerte.

Sólo el hombre nace, sólo el hombre muere Las restantes plantas y animales ni nacen ni mueren, sino que forman parte de un continuo biológico, sin identidad personal. Así lo habían destacado sobre todo los judíos: mirando cara a cara a la muerte, han aprendido y han sabido que ella nos reduce a la suma soledad, abriéndonos, al mismo tiempo, a la vida de los otros. Si no muriéramos no dejaríamos sitio en el mundo para los que vienen. Si no muriéramos haríamos imposible la vida de nuestros sucesores. Tenemos que morir para que otros vivan, abriendo con nuestra vida y muerte un camino para otros hombres y mujeres.

a. Miedo a morir gozo de morir. La muerte nos da miedo, el miedo supremo, pero sólo por la muerte podemos gozar de verdad y dar la vida a los demás. «Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo... Todo lo mortal vive en la angustia de la muerte; cada nuevo nacimiento aumenta en una las razones de la angustia, porque aumenta lo mortal». Así comenzaba F. ROSENZWEIG su libro inquietante, de antropología judía (La Estrella de la Redención, Sígueme, Salamanca 1997 43-44). En un sentido, ese saber sobre la muerte es maldición, como ha visto el relato del “pecado ejemplar” de Adán/Eva, en Gen 2-3: “el día en que comas morirás…”. Pero, en otro sentido, este morir (saber que se muere) puede y debe convertirse en bendición, en el momento culminante del sí a la vida, a la vida de Dios, a la vida de los otros.

Sólo los hombres pueden morir por los demás; sólo los hombres pueden dar de verdad su vida, abrir su cuerpo, para que otros vivan de su mismo cuerpo (como Jesús).Sólo porque sabemos que vamos a morir podemos vivir, arriesgarnos y amar de verdad a los otros. Un hombre de este mundo, condenado a no morir, sería el mayor de los monstruos, un ser angustioso y angustiante.

b. Aceptar la muerte. Una vida para siempre en este mundo sería terrible. Sólo por la muerte (cuando damos la vida a los otros, como Jesús en la cruz) puede haber resurrección (ascensión al cielo). Así lo han descubierto los cristianos en la Pascua de Jesús, sabiendo que Jesús ha muerto porque vivía, ha muerto para vivir (para que llegue el Reino), ha muerto para que otros vivan. Así lo visto la iglesia, descubriendo que todos los creyentes (¡todos los pobres!) mueren y resucitan y suben al cielo con Jesús, a un cielo de carne, de cuerpo y alma. Los hombres mueren ese el destino; mueren y no son felices… pero todavía serían más infelices si estuvieran condenados a no morir. Los hombres mueren, pero pueden descubrir en la muerte la mano de Dios y ofrecer su mano de amor a todos, como ha hecho Jesús, como ha hecho María.

c. Morir como cristianos significa dar la vida, allí donde la vida se nos va (o nos la quitan). En ese contexto se sitúa la respuesta de la fe, cuando afirma que el sentido de la vida está en vivir para los demás… y que de esa forma la misma muerte, sin perder su bravura y dureza y enigma (¡Dios mío, Dios míos! ¿por qué me has abandonado?), se convierte en signo de solidaridad, en vida que se abre más allá de la muerte, al misterio de Dios (como ha visto de un modo impresionante el evangelio de Juan, al descubrir que del costado muerto de Jesús brota la vida, de manera que la misma muerte es ya resurrección).

Pues bien, la Iglesia sabe que todos morimos como Jesús. Morimos solos, pero morimos, al mismo tiempo, para todos y con todos, en Dios, de manera que nuestra vida (nuestra carne) pueda hacerse vida y carne (cuerpo) para los demás, abriéndose de esa forma a la Vida Eterna de Dios, que nos acoge en su misterio.

Ésta es la fe que los judíos siguen poniendo en manos del Dios en quien esperan, ésta es la fe que los cristianos descubrimos y proclamamos en la resurrección de Jesús quien, al morir por los demás, ha desvelado y realizado por su pascua el gran don de la vida de Dios: se ha hecho “cuerpo mesiánico” de resurrección universal.

Por eso, el Día de los Fieles Difuntos es el día de la solidaridad en el amor y en la vida, el Día en que celebramos el triunfo de la Vida de Dios en nuestra pequeña vida humana, el día de un amor abierto a la esperanza, a través de la solidaridad con todos los que mueren atropellados por la prepotencia y violencia de los otros.

Los Difuntos, y de un modo especial las víctimas, son signo y presencia de la vida y justicia de Dios, esperanza de reconciliación.

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